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Una de las películas más recordadas de la época de oro de Hollywood es El apartamento (The Apartment), comedia de 1960 dirigida por Billy Wilder, protagonizada por Shirley MacLaine, Jack Lemmon y Fred MacMurray y tan famosa que resulta sorprendente que nadie se haya dado cuenta de que en realidad es una película navideña.
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Como recordarán quienes ya la hayan visto, la historia comienza mencionando que el número de habitantes de la ciudad de Nueva York el 1 de noviembre de 1959 era de 8.042.783. Uno de esos ocho millones es el señor Baxter (Jack Lemmon), que ocupa el escritorio número 861 del piso 19, departamento de pólizas ordinarias, división de contabilidad de primas, sección W, de la empresa de seguros Consolidated Life. Baxter, que vive solo, les presta su apartamento a sus superiores para sus citas extramaritales. Un día, el director, Jeff D. Sheldrake (Fred MacMurray), lo llama a su oficina para comunicarle que será ascendido a cambio de prestarle su apartamento desde esa misma noche. Al salir del trabajo, Baxter se encuentra con la señorita Kubelik (Shirley MacLaine), una ascensorista de la que está secretamente enamorado, y... Y para evitar spoilers nos detendremos en este punto; véanla si no la han visto, porque vivir esquivando spoilers de un clásico de 1960 es imposible. Lo que nos interesa aquí es que el apartamento de Baxter terminará convertido en escenario de un intento de suicidio y lo que hasta ese momento parecía un leve sainete cobrará una profundidad inesperada porque el oficinista trepador y la ascensorista cursi, usados ambos, burlados ambos, humillados ambos en el juego de la vida, dos perdedores buenos solo para servir con su trabajo al lucro y con su casa y su cuerpo al placer de sus superiores, empezarán a entender que nacieron en una trampa, destinados a poblar el oscuro envés del sueño americano y a terminar triturados por la maquinaria despiadada de una sociedad en la que nunca serán más que meros extras.
Dicen que a Wilder se le ocurrió esta historia después de ver Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), de David Lean, película –basada a su vez en la obra teatral Naturaleza muerta (Still Life, 1936), de Noël Coward– en la que un personaje secundario le presta su casa al protagonista para que pueda reunirse con su amada. Dicen que, al salir del cine, Wilder se preguntó cómo sería la vida de ese personaje.
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En diciembre crece el abismo entre los que tienen adonde ir y los solitarios, entre los que después de la fiesta de la oficina vuelven a casa con sus familias y los que solamente tienen la fiesta de la oficina. Esa oficina donde una de las primeras tomas de la película nos muestra a Baxter como parte de un enorme ejército de empleados sin rostro cuyos escritorios idénticos, en filas paralelas, se pierden simétricamente en la distancia hasta desaparecer. El clima melancólico que resulta de la mezcla de estos elementos –las corporaciones sin corazón, la soledad de la ciudad moderna, la crueldad rutinaria de nuestras sociedades– forma parte del secreto de la historia. No es por azar que en El apartamento todo suceda en diciembre y que los giros decisivos tengan lugar en las fechas festivas de fin de año o aparezcan ligados a símbolos navideños. En el bar de Columbus Avenue donde Baxter intenta ahogar sus penas en martinis, bebe bourbon un sediento Papá Noel (Hal Smith). Será para un encuentro con su amante en Nochevieja que el director le pida a Baxter la llave, por fin negada, de su apartamento, será durante la fiesta de Año Nuevo de la oficina que el director le comente a la señorita Kubelik la negativa de Baxter, y será cuando termine de sonar el himno navideño favorito del cine angloparlante, Auld Lang Syne, que el director descubra que la señorita Kubelik se ha marchado, dejando su silla vacía frente a él.
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Should auld acquaintance be forgot
And never brought to mind?
Should auld acquaintance be forgot,
And days o’ lang syne…
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Diciembre es el crepúsculo del año, como el crepúsculo es el diciembre del día, ese momento en que el pasado –el año que concluye, el sol que se pone– aún no ha pasado del todo y el futuro –el sol que nace, el año nuevo– todavía no amanece. No somos los mismos al alba y al ocaso, a la mañana y a la noche, en diciembre y en enero. Ese es el sentido de la Navidad, la mutación y la muerte, pero también el nacimiento. Baxter y Kubelik estaban destinados a ser hasta el fin de sus días esclavos de los jefes y de los valores de los jefes, a vivir soñando, respectivamente, con un gran ascenso y con un gran matrimonio, con ser el asistente del director y con ser la esposa del director. Ninguno de los dos era intachable. Ambos distaban mucho de ser perfectos, incluso de ser inocentes. Ni Baxter fue obligado a convertir su casa en un burdel, ni Kubelik fue obligada a convertirse en la querida de Sheldrake: los dos eligieron hacer lo que hacían. Precisamente por eso resulta aún más conmovedor que salten al vacío. Que Baxter se niegue a entregar la llave. Que Kubelik abandone al director en medio de la fiesta de Año Nuevo para correr al apartamento y trepar las escaleras de la entrada como una loca y así –una semana después de que el doctor Dreyfuss (Jack Kruschen) se topara en el umbral de su morada con su vecino Baxter, que le pedía ayuda porque una amiga suya acababa de intentar suicidarse, en plena Nochebuena– llegar jadeando a tocar esa puerta la última noche del año, horas antes del futuro.