¡Mantente étnico, no uses zapatos! A propósito de la apropiación cultural

¿Es moralmente lícito que niños europeos se diviertan jugando a indios y vaqueros, o se trata de un caso de apropiación cultural? La estética de las máscaras africanas en el cuadro de Picasso «Las señoritas de Avignon», ¿es apropiación u homenaje? ¿Qué ocurriría si todas las sociedades dejaran de apropiarse recíprocamente de sus productos artísticos, musicales, culinarios…? Este artículo del periodista español Luis Carmona aborda uno de los debates culturales más candentes y delicados del momento.

Pablo Picasso, Les Demoiselles dAvignon, 1907, óleo sobre lienzo. MoMA, Nueva York
Pablo Picasso, Les Demoiselles dAvignon, 1907, óleo sobre lienzo. MoMA, Nueva YorkGentileza

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Quizás porque vivo en este país, el Paraguay, donde se ha producido el mayor fenómeno de contraculturación del que tengo conocimiento, ya que una nación no indígena, prácticamente el país entero, ha adoptado mayoritariamente aquí un idioma indígena, no entiendo muy bien qué quieren decir con el concepto de «apropiación cultural»… ¿Deberían los paraguayos dejar de hablar guaraní para no «cometer el pecado imperdonable de apropiarse de la cultura indígena»?

Si tal pregunta parece rayana en el disparate, por afinidad lógica, otras formulaciones de la corrección política sobre la «apropiación cultural» deberían al menos ser sospechosas de tender a un similar desquicio; algo más que sospechosas si se lleva su lógica hasta sus últimas consecuencias, como, hace unas líneas, se hizo con el caso de los paraguayos y el idioma guaraní.

Por ejemplo, en otro escrito, me pregunté si son los portugueses o los japoneses los que deberían tener prohibido cocinar o incluso comer tempura, ya que esa deliciosa fritura viajó a oriente junto con las biblias de los jesuitas portugueses, pero los japoneses se la apropiaron y la presentan en todo occidente como una de sus comidas más emblemáticas, y ahora los occidentales nos apropiamos del nombre japonés y llamamos tempura a cualquier fritura con cobertura que no sea de apanado… Nuestra popular marinera es ahora una desaprensiva que se apropió del nombre japonés de la fritura portuguesa.

He leído por ahí un ejemplo de perversa «apropiación cultural», jugar a indios y cowboys, que explica quizás mi incomprensión de tan posmoderno concepto: se debe a que la practiqué inadvertidamente desde mi tierna infancia, ya que mi padre, rigurosamente, todas las navidades incluía entre los regalos de reyes un fuerte con sus infaltables bolsas de muñecos de caucho representando indios, cowboys y soldados de caballería… Debo decir que, desoyendo las enseñanzas de Hollywood y con absoluto desprecio de la historia real por mi parte y la de mis hermanos, todas las veces, invariablemente, los indios salían victoriosos, todas las batallas eran «Little Bighorn».

Sin embargo, no me queda claro de qué cultura se estaban apropiando aquellos niños que fuimos mis hermanos y yo, que no era desde luego la de ninguna etnia real norteamericana: ¿de la de los indígenas americanos genéricos y sin contenido cultural que venían en los paquetes? ¿De la del cine norteamericano de cowboys? ¿De la de los cómics protagonizados por figuras más o menos inspiradas en personajes históricos del viejo oeste? Como la cabra tira al monte, en mis tiempos de estudiante universitario me plegué a la moda apropiadora de sujetar el cabello con una cinta de motivos indígenas. La mía era similar a la de alguna foto de Gerónimo reproducida en algún libro sobe el genocidio norteamericano, tema que me interesaba mucho después de haber visto la escalofriante y, quizás por eso, olvidada película Soldier Blue. Recuerdo haberla considerado (según la corrección política actual, equivocadamente) un homenaje a su heroica, aunque trágicamente inútil, resistencia.

El semiólogo ruso Yuri Lotman (su apellido inglés quizás es también una apropiación cultural) propuso el concepto de «semiosfera» para explicar el fenómeno; la idea es que los contenidos culturales se intercambian en un flujo incesante bidireccional: los dominados contagian a los dominantes tanto como los dominantes a los dominados. Así es como el tango, el flamenco o el jazz transitaron desde la marginalidad a la «alta cultura»… Los ejemplos musicales son los más fáciles de rastrear, pero piensen que algunos grafitis están alcanzando precios tanto o más altos que grandes obras pictóricas clásicas.

Izquierda: Detalle de Las señoritas de Aviñón, de Picasso / Derecha: Máscara africana de Costa de Marfil
Izquierda: Detalle de Las señoritas de Aviñón, de Picasso / Derecha: Máscara africana de Costa de Marfil

Si hemos de dar crédito a Lotman (en lugar de cancelarlo por haber estudiado el palíndromo chino, en un claro ejemplo de maligna «apropiación» de algo que es cosa de chinos), si se detiene el flujo de intercambios de contenidos entre el poder con su cultura oficial y la marginalidad con sus contenidos contraculturales, el resultado sería una parálisis no sólo estética sino también social: tendríamos, así, una escalofriante versión real de la república de Platón, que por eso, por atentar contra lo que podríamos llamar «estabilidad estática perfecta» del sistema, excluyó a las artes y a los artistas de su utopía.

Tal parece que sin la apropiación bidireccional no hay progreso ni ninguna otra clase de cambio, sino un tiempo congelado en un presente infinito en el que cada cosa es «como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos». Esto quizás confirma o al menos agrega visos de solidez a mi teoría de que la corrección política no es progresista, sino la peor forma de conservadurismo que existe en nuestro tiempo, ya que ha conseguido suplantar al progresismo.

Hay aún que enfrentar otro problema: ¿es razonable considerar los contenidos culturales en términos exclusivamente mercantiles? Aunque sin duda el capitalismo ha incorporado, bajo el nombre de «industria cultural», los contenidos culturales a los mecanismos del mercado (tratando, como hace siempre, de borrar la abismal distancia que existe entre el precio y el valor de las cosas), ni siquiera los más furiosos teóricos del neoliberalismo reducirían todos los contenidos culturales a mercancía, entre otras cosas porque a la gran mayoría de ellos es imposible poseerlos en exclusiva y, en consecuencia, también son imposibles de robar.

Por supuesto que hay contenidos culturales que tienen valor económico y que, como cualquier creación artística o intelectual, ya sea personal o colectiva, deben ser protegidos de plagios y usurpaciones… Un ejemplo de ello es la expoliación de obras que exhiben impúdicamente el Louvre o el Museo Británico o, en un caso menos institucional, que gran cantidad de las espadas samuráis que se venden en el mundo estén fabricadas en la poco japonesa ciudad española de Toledo. Las ferias artesanales de todo el mundo rebosan de máscaras, tejidos, estatuillas, amuletos, etc., etc., que imitan producciones de esta o aquella etnia.

Todo ello existe, pero no es ni mucho menos el núcleo de los contenidos de una comunidad cultural, la mayoría de los cuales son en realidad intangibles y no comercializables. De hecho, la cultura y la educación son las dos únicas ecuaciones que, aún en estos tiempos de sobredosis comerciales, no tienen suma cero: el que enseña no pierde lo que enseñó, el que adquiere un contenido cultural no puede arrebatárselo al grupo social que generó tal contenido.

Los frisos del Partenón nunca serán culturalmente franceses ni británicos, sino señal de la «cultura del latrocinio» del imperialismo… Si eso pudiera ocurrir, con la cantidad de orientales que visitan anualmente La Gioconda, el cuadro de Da Vinci ya se habría desvanecido de su lugar en el Louvre o, al menos, se le hubieran estirado los ojos… Y quizás lo han hecho, porque un mar de cabezas y un vidrio blindado hacen que se vea mejor en fotografías que visitando el museo. Tampoco un blanco tocando jazz anula el hecho de que se trata de música negra… Para citar el chiste del pianista ciego Tete Montoliu: «Toco jazz porque me miro en el espejo y me veo negro».

Sandro Botticelli, Allegoria della primavera. Galería Uffizi, Florencia.
Sandro Botticelli, Allegoria della primavera. Galería Uffizi, Florencia.

Pongamos otro caso que, entre todos, es el que más calza con la idea de «apropiación»: el cuadro de Picasso Las señoritas de Avignon. La deformación del tema tópico de la pintura clásica mil veces repetido, las tres gracias, está sustentado en dos fuentes: la composición de Sandro Botticelli en un costado de Alegoría de la primavera y la estética de las máscaras africanas… ¿Es lo uno un homenaje y lo otro una apropiación? Me temo que es más fácil identificar como apropiación la composición de Botticelli, y no sólo como homenaje sino también como reivindicación de la estética africana su recreación de rostros similares a las máscaras de diversas etnias subsaharianas.

Si se han preguntado el motivo del título, he aquí la explicación: hace unos meses, una atleta fue despojada de su victoria porque usó calzado deportivo de alta gama, específicamente diseñado para correr, en lugar del calzado tradicional de su cultura (conocida popularmente como «el pueblo que corre»); permanecer «tribal» por lo visto no era considerado un derecho, sino que había sido una obligación compulsiva, aunque condene a la atleta a perder siempre contra corredoras mejor equipadas… Supongo que el próximo paso será impedir que los miopes no blancos usen lentes, y aplazarlos si tienen el descaro de usarlos, traicionando su etnicidad originaria.

Resulta difícil de imaginar que la preeminencia de un discurso falsamente ideológico, básicamente irrespetuoso con las etnias (a las que, no nos engañemos, no consideran vulnerables sino inferiores) y soterradamente paternalista lleve a tamaños disparates, pero a estas alturas tampoco nos sorprendería en exceso si ocurriere. Parece entonces que el concepto de «apropiación» tiende más a perpetuar las desventajas económicas y sociales para seguir contando con unos «pobrecitos ellos» por los que conmoverse para considerarse «progresistas políticamente correctos», que a proteger realmente sus culturas, defenderlos de la presión permanente del sistema económico para hacerse con sus recursos, con la desatención cómplice de los Estados nacionales, y defender sus derechos, entre los cuales está el de conservar, defender y transmitir sus contenidos culturales, pero también el de hacerlos evolucionar según sus propios criterios y no los nuestros.

He visto en estos días a los personajes de la imaginería mítica popular paraguaya, con atavíos modernizados estilo estrellas pop, participar de un comercial de vehículos todo terreno: supongo que tal simbiosis de mito y tecnología, de museo y empresa comercial, de cultura popular e imagen de marca, va a generar alguna polémica… Pero ¿no son acaso Kurupi, el Jasy Jatere, el Pombero, el Luisón, etc., etc., protagonistas de narraciones populares en vías de extinción? ¿Acaso no es verdad que ya solo se aprecian en algún titular de periódico sensacionalista y que ya no pueblan los bosques sino sólo los museos?

Al menos esos mitos escaparon por un rato de las salas donde están expuestos para hacerse ver, ya no en un cuento, sino en un spot de televisión, para ponerse en contacto e interactuar con la vida actual de las personas de hoy en día, escapando del pedestal artificial, la distancia reverencial que rodea a los contenidos culturales, como proponía el filósofo John Dewey que debería hacer todo el arte, renunciando no al aura, sino a su separación artificial de la vida cotidiana. Ciertamente, la publicidad es marketing y comercio, pero también es verdad que sus mejores productos son fronterizos con el arte y, para bien o para mal, hoy por hoy ocupan un espacio muy destacado en nuestra propia cultura.

Queda en el tema mucha tela que cortar, y no pocos agujeros que zurcir en la lógica de la «apropiación cultural» que promueven los adictos a la corrección política, demasiado proclives a crear obligaciones, imponer prohibiciones e impulsar censuras; pero para no eternizar estas líneas, conviene terminar recordando que la cultura es un bien y un valor, antes y por encima que una propiedad o una mercancía, y que el que admira, usa y replica contenidos de una cultura ajena, ya sea al otro lado del mar o acá mismo, del otro lado del río, tiene que aprenderlos y valorarlos. No está invadiendo esa cultura, sino dejándose invadir por ella, y es la mejor clase de invasión que existe: no hay víctimas, sino sólo beneficiarios.

Izquierda: Máscara Mbanga, Bandundu, República Democrática del Congo / Derecha: detalle de Les Demoiselles d’Avignon, de Picasso.
Izquierda: Máscara Mbanga, Bandundu, República Democrática del Congo / Derecha: detalle de Les Demoiselles d’Avignon, de Picasso.

*Ángel Luis Carmona Calero es periodista, docente universitario y crítico de arte, de vasta trayectoria como columnista y autor de artículos de fondo en distintos medios, esencialmente en áreas culturales y de opinión, pero también en política internacional. Ha publicado Crítica de la sinrazón pura: epigramas ajaponesados o epihaikus (AranduBooks Ediciones, 2024).

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