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Quién sabe, puede que la vida sea la muerte, y la muerte, la vida.
Ante algo tan contundente y definitivo como la muerte de alguien cercano, de nada sirven las palabras. Se quedan cortas. La constatación de que ya no podremos hacer nada más con esa persona a quien amamos ni decirle lo que sentimos por ella nos lleva a buscar la manera de manifestar el amor que continuamos teniéndole. Esto se traduce, primeramente, en tratar con respeto los restos mortales de quienes cruzaron el umbral de la muerte.
Lo cual comenzaron a hacer ya hace mucho tiempo nuestros antepasados, enterrando a sus muertos con rituales específicos, disponiendo de una manera determinada sus cuerpos, agregando objetos con un significado simbólico que muestran respeto y amor por ellos. Esto, desde tiempos inmemoriales, es una de las principales obligaciones de los vivos para con sus muertos.
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Los restos más antiguos de una tumba de humanos como nosotros –de Homo sapiens– de los que tenemos noticia tienen unos 78.000 años de antigüedad y han sido encontrados en Kenia. Aquí, en una cueva se halló enterrado el cuerpo de un niño de dos a tres años. Si bien se conocen enterramientos humanos más antiguos, esta tumba tiene la particularidad de que, por la manera en la que se encontraron los restos del niño, no hay lugar a dudas de que fueron dispuestos así deliberadamente por quienes lo enterraron. La fosa en la que el niño fue enterrado incluía restos de conchas y se encontraron indicios de que su cabeza fue puesta sobre algo parecido a una almohada y de que fue envuelto en una mortaja (1).
Ignoramos el significado preciso de este ritual de enterramiento del niño. Lo que sí podemos saber es que quienes lo enterraron así lo hicieron para no dejarlo marchar del todo; buscaron mantenerlo con cariño en un lugar. Lo que implica la conciencia de la vida y de la muerte, el respeto al que partió y, tal vez, la búsqueda de mantener el cuerpo del niño en un sitio donde poder visitarlo, mientras quienes lo enterraron estuvieran con vida. La sepultura constituye, en este sentido, un camino para que los vivos puedan reencontrarse con sus muertos.
Disponer con respeto el cuerpo de nuestros seres queridos que partieron al más allá, al menos desde hace 78.000 años, constituye uno de los deberes más sagrados que tenemos con quienes dejan esta vida antes que nosotros.
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La celebración de rituales funerarios busca superar el dolor por la pérdida y –según la creencia de quien los practica– alcanzar objetivos trascendentales: lograr el descanso eterno del alma del fallecido, facilitar su reencarnación, etc. Los rituales van desde el entierro, el embalsamamiento del cadáver, el enterramiento junto con el cuerpo de objetos de uso cotidiano para que el difunto los use en su nueva morada, hasta la cremación (2).
La literatura griega nos dejó ejemplos de cómo en la Antigüedad existía una obligación de los vivos de brindar a sus muertos una sepultura digna. En la Ilíada de Homero, escrita hace unos 3.000 años, se muestra como un acto sacrílego y digno de reproche el trato que da Aquiles al cuerpo sin vida de Héctor, al que niega la sepultura y arrastra con su carro. En la Antígona de Sófocles, escrita hace casi 2.500 años, una mujer enfrenta la pena de muerte por dar sepultura a su hermano, prefiriendo perecer que negar un entierro digno a un ser querido.
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Además de sepultarlos con rituales particulares, los vivos tienen otras obligaciones con los muertos. El culto a los muertos asume diversas formas según las latitudes, sustentado mayormente en la creencia en la inmortalidad del alma. Incluso entre los ateos suele haber un respeto a los fallecidos por el que merecen veneración con ciertos «ritos». Sobre todo los que han contribuido con algo loable a la humanidad. A quienes se debe respeto, que puede expresarse al menos con un obituario en el que se despida al que dejó de existir y se celebre el legado que dejó con sus obras.
En la tradición católica, la costumbre de recordar a los difuntos en fechas especiales se remonta al menos a los primeros siglos de la Iglesia. Sin embargo, no existía una fecha única en la que se celebrase algún rito especial en toda la cristiandad. San Odilón, Abad de Cluny, instituyó en el año 998 el 2 de noviembre la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos en los monasterios de su congregación. Posteriormente, en el siglo XVI pasó a celebrarse por toda la Iglesia como una festividad del calendario litúrgico (3).
En esta fecha, la Iglesia invita a sus fieles a orar por aquellas almas que han dejado la vida pero aún no han llegado al cielo; las almas que se encuentran en el Purgatorio. Las oraciones de los fieles les ayudarían a encontrar su camino al cielo. En la celebración del Día de los Fieles Difuntos se realiza la misa para que los fieles difuntos terminen su estancia en el Purgatorio y puedan llegar a ver la presencia de Dios.
En los países católicos existen prácticas de religiosidad popular realizadas por los fieles el Día de los Fieles Difuntos, que se añaden a la celebración de la misa y los rezos. En varios países son frecuentes las visitas en este día a los cementerios, donde se limpian las tumbas o panteones familiares, se ponen flores o se cambian o adornan las cruces para mostrarles a los difuntos una consideración y cariño especial.
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En ciertas sociedades se celebran festividades en las que los muertos vuelven. Así, en el Obon de Japón los muertos regresan a visitar a sus parientes vivos, que les ofrecen un banquete con los platillos que les gustaban en vida. Luego de tres días, se les despide en pequeñas balsas que se dejan en cursos de agua, a través de las cuales se trasladarán al más allá, al país de las sombras, de donde volverán el año siguiente. Para garantizar que las almas no se pierdan y lleguen bien a su destino, las balsas van iluminadas por farolitos (4). Durante el Arete Guasu, los muertos de los guaraníes occidentales del Chaco acuden durante tres días a festejar con los suyos, que se disfrazan con máscaras que representan las almas de sus muertos. Mientras dura la festividad, los muertos bailan y beben a través de sus parientes enmascarados, para irse por donde vinieron al terminar la fiesta, y volver al mundo de los vivos, nuevamente, al año siguiente (5).
Estos ritos han tenido un inicio en el tiempo. En ocasiones, los individuos tenemos el privilegio de ser testigos de cuándo alguno comienza. En la era digital en la que estamos, donde gran parte de lo que hacemos pasa por un dispositivo conectado a internet, fue inevitable que la transformación digital llegara también a los ritos que dedicamos a nuestros muertos. Desde hace ya unos años, las redes sociales se han convertido en espacios donde rendir homenajes póstumos a aquellos que partieron al más allá.
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Hay quienes, desde espacios virtuales, como sus perfiles de Facebook, suben fotos de seres queridos fallecidos, les dedican mensajes, les rinden homenaje, les piden perdón por no haber sido lo suficientemente buenos con ellos, se despiden, en caso de no haber tenido el tiempo y la oportunidad de hacerlo mientras estaban con vida y realizan otros tipos de acciones donde quien escribe lo hace como si el muerto lo estuviese leyendo; teniendo esta escritura la finalidad de reencontrarse con él, lo que ya no será posible de forma carnal.
Este tipo de culto a los muertos que se presenta en formato virtual nos muestra que, con nuevas formas, adaptadas al uso de la tecnología, nuestra necesidad de reencontrarnos y continuar en comunicación con nuestros muertos se vale y se valdrá siempre de lo que tengamos a nuestro alcance. Mientras los humanos seamos mortales, seguiremos recordando y rindiendo homenaje a nuestros muertos; pues ellos se encuentran más allá del olvido.
Notas
(1) Shreeve, J. (2021). Descubren la tumba más antigua de África, que contiene los restos de un niño. National Geographic España. Recuperado de: https://www.nationalgeographic.es/ciencia/2021/05/descubren-la-tumba-mas-antigua-de-africa-que-contiene-los-restos-de-un-nino#:~:text=La%20tumba%2C%20hallada%20a%20menos,hace%20unos%2078%20000%20a%C3%B1os.
(2) Torres, D. (2006). Los rituales funerarios como estrategias simbólicas que regulan las relaciones entre las personas y las culturas. Sapiens, 7(2), pp. 111-115
(3) De la Campa Carmona, R. (2004). El culto a los difuntos y su conmemoración anual en la iglesia católica. La Religiosidad popular y Almería: actas de las III Jornadas, 2004. Instituto de Estudios Almerienses, p. 107.
(4) Quartucci, G. (1988). Ritos funerarios en Japón. Estudios de Asia y África, pp. 429-430.
(5) Domínguez, M. E. (2020). Rito e historia en el Chaco boreal paraguayo: notas sobre el arete guasu guaraní. Perifèria: revista de recerca i formació en antropologia, 25(3), pp. 120-141.
*Marcelo Bogado es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de Asunción (UNA), máster en Estudios Latinoamericanos con énfasis en Antropología por la Sorbonne Nouvelle (París 3), investigador, docente, colaborador de El Suplemento Cultural y autor de los libros Representaciones y prácticas de salud en dos comunidades mbya guaraní de Caazapá (Fundación Kuña Aty, 2012) y Antropología Social (Santillana, 2023).