Pelota tata en septiembre

La violencia que enfrentamos cada día, y que este mes de septiembre en Paraguay parece haberse sintetizado en la trágica muerte de un joven futbolista en medio del humo tóxico de los incendios del Chaco, recorre las siguientes líneas.

Incendio en el Chaco, septiembre de 2024
Incendio en el Chaco, septiembre de 2024gentileza

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No conozco este camino lleno de cascotes, de basura. No recuerdo haberlo usado para pasear simplemente o para llegar a un destino conocido o desconocido. No lo recuerdo. Esta tupida cerrazón me llena de humo los ojos, me impide pensar. ¿De dónde provendrá la palabra cerrazón?, pienso de repente. Pareciera que esta incógnita se suma a la oscuridad del camino. ¿No provendrá de algo así como «sin razón» o «cerrá, sin razón»? Ahora yo voy en medio de esta cerrazón que me tapona los ojos, mi razón, que dificulta mi andar. Eso sí, se sabe ya hasta el hartazgo que la cerrazón suele ser compañera cercana de un gran incendio, de esos que queman, destrozan, desertifican leguas y leguas de pastos, de árboles, de arbustos, de sementeras, nuevas o en pleno crecimiento. Y, por supuesto, convierte en cenizas ranchos, taperas, tranqueras. Los animales que no escaparon a tiempo son devorados por el fuego, así como sus guaridas, sus nidos, sus huevos, sus crías, nada queda, ni se escuchan los quejidos, tan solo algunos lejanos pedidos de socorro de niños o ancianos. Creo que yo también voy apurado, con la visión casi perdida pero con la esperanza de escapar, de no caer en las tupidas llamaradas de los bosques incendiados en alguna parte lejana del inmenso Chaco pero que con ayuda del viento muy pronto llegarán a todas partes.

Voy rápido, corro o me llevan en volandas unos brazos fuertes a falta de camilla. Escucho gritos, pedidos de ayuda de quienes procuran calmar una gran gresca donde jugábamos un partido de fútbol. Un agudo dolor taladra mi cabeza, todo se volvió oscuro, la cerrazón penetró en mi cuerpo. No alcanzo a entender qué pasó, por qué me llevan, por qué ya ni siquiera puedo caminar. Hoy era un día muy especial, tan esperado, tan querido por mí, por mi papá, mi abuelo e incluso mis hermanos y hermanas pequeños. Es que por fin me aceptaron para formar parte de los 11 de este club nada menos que de Sanber o Sanberna. Sí, el club que está casi pegado nada menos que al club de los poguazú, de la gente rica. Mi abuelo me recordó mil veces «ya te acostumbraste a tu botín nuevo». Me resulta muy simpático lo de botín, palabra que solo él usa todavía. No solo mis zapatos de futbol son nuevos, también mi pantaloncito y mi camiseta, con los colores que vestiré por primera vez y espero que por mucho tiempo, salvo que me compre un club de Asunción y de ahí a Francia, España, Qatar. Todo nuevo, por fuera y ni qué decir por dentro pues voy a inaugurarme como delantero, un metegoles en todos los partidos. Así, con toda esa algarabía ganábamos este primer partido, pero a minutos de concluir, de repente me pareció que un torrente de fuego y de la cerrazón se introdujo en la cancha. También en ese momento, en un forcejeo, sentí un empujón que me dejó en el suelo y luego dos o tres tremendas patadas en la garganta dejando un dolor insoportable en toda la cabeza, en todo el cuerpo. Los gritos, los insultos llegaban como ecos a mi cabeza y poco a poco sentí que la cerrazón me envolvía, me cubría todo el cuerpo ya inerte. La cerrazón ya no me dejó.

Los bomberos voluntarios evitaron que el fuego se propague a otras áreas del vertedero.
"...un gran incendio, de esos que queman, destrozan, desertifican leguas y leguas de pastos, de árboles..."

En mi huida hacia no sé dónde, además de los gritos, me pareció que todos clamaban, unos por la calma, otros por más peleas. No podía entender el porqué de la pelea, el porqué de los insultos e improperios, como creo que se dice. Lo real es que la cerrazón se apoderaba rápidamente de mis ojos, de toda la cabeza. Vi en la televisión, el día anterior, cómo se expandía el fuego, cómo la cerrazón invadía todo, se introducía en todos los lugares, cercanos o lejanos. Cientos de bomberos voluntarios, todos jóvenes, se turnaban para hacer frente al incendio cada vez más imparable. Dijeron que la desgracia se inició en una quemazón del pastizal y los yuyos, como se acostumbra, pero está totalmente prohibido por el peligro de su expansión incontrolable. Comentaron que la policía ya tenía identificado al hacendado que esta vez inició la quemazón en su campo. En los días siguientes ya no hablaban de eso, la gente sospecha lo de siempre, que no se castigará al malhechor ni lo imputarán. Son los que manejan la ley con su dinero. Impunes quedarán los responsables de la quema de las casas, los bosques, los animales, de toda la naturaleza. La cerrazón acompaña tristemente a la humareda ahogadora de la buena vecindad, de la minga, del jopoi, como dicen que antes existía en mi valle.

Cuando, mal que mal, me fui acostumbrando a la cerrazón invasora de mis ojos, miraba el horizonte, veía las cortinas de ceniza, de humaredas por todas partes. En mi andar, a los apuros, en brazos o en improvisados coches a falta de ambulancia, me pareció que se me presentaban gigantescas pantalla de televisores y potentes altoparlantes. En las pantallas mostraban, en vivo y en directo, los bosques envueltos en llamas. Al mismo tiempo, también en vivo y en directo, difundían la noticia de una desgracia en una cancha de fútbol. Todos hablaban de una terrible desgracia e igualmente se vertían las opiniones de las causas, de las consecuencias, de los responsables, de los irresponsables, de cómo fue la patada causante del terrible desenlace, unos sostenían que al caer el sujeto ya se golpeó luego de muerte sin necesidad de las patadas; que la patada fue una patada voladora, que fueron varias patadas; un muy nervioso dirigente sostuvo que no había en la cancha ningún médico ni un paramédico siquiera, tampoco ninguna ambulancia, porque nunca luego hubo, porque nunca luego hizo falta, ni siquiera el centro de salud tiene una; una maestra, también muy asustada, no dejaba que le preguntasen nada sino que ella se despachó contra la violencia en las familias, la violencia de los insultos en las casas, así es como aprenden los niños, los adolescentes, los jóvenes, dijo, y aquí, en el deporte, siempre, siempre, los entrenadores, les repetimos que no repitan aquí en la cancha la violencia que viven en sus familias. La ceniza envolvente del ambiente penetra también en mi cabeza, allí se convierte en un espeso líquido, siento que la sangre hierve con mucha rapidez. Me veo envuelto en el humo de los incendios lejanos y de repente cercanos. Mi cabeza, llena de un líquido hirviente, busca reposar pero entiendo que ya no puede ser. La sangre dejó de hervir en mi cabeza. Desde los cabellos hasta los pies me envuelve la cerrazón y el humo morado revolotea como mariposa herida en las últimas pulsiones de mi cuerpo. Casi sin querer me veo rodeado de mis compañeros y compañeras del colegio, del curso. Todos con uniforme de gala, en fila hacia el cementerio con las banderas en alto. Los miro con afecto, me distraigo con ellos para no escuchar los discursos de adiós, de pedidos de justicia, de promesas de nunca el olvido, dicen. Jugueteo con las hojas secas llevadas por un vientillo infantil correteando por ahí, por donde el fuego las dejó sin vida como sin vida quedaron mis esperanzas y las de mi valle.

Desolador panorama dejan los incendios en el Chaco Paraguayo.
Desolador panorama dejan los incendios en el Chaco Paraguayo.

*Santiago Caballero es licenciado en Comunicación por la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción y en Pedagogía por la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul, con estudios de especialización en Comunicación en el Centro Internacional de Estudios Superiores de Periodismo (Quito) y en la Universidad de Santiago de Compostela, y estudios de posgrado en la Universidad Nacional de Asunción y en la Universidad Católica de Itapúa. Ha publicado las novelas Sagrario (2009), Dolores (2018), Escrito en la arena (2019) y Los decretos del silencio (2021).

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