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El título de este breve artículo alude al libro del antropólogo estadounidense James C. Scott Two Cheers for Anarchism: Six Easy Pieces on Autonomy, Dignity and Meaningful Work and Play (Princeton University Press, 2012). «Quiero demostrar –escribe Scott en esas páginas– que si te pones anteojos anarquistas y observas la historia de los movimientos populares, las revoluciones, la política cotidiana y el Estado, salen a la luz percepciones que, de otro modo, siguen a oscuras. Se hace también evidente que las aspiraciones y acciones políticas de personas que nunca han oído hablar de anarquismo contienen principios anarquistas activos. Una de las cosas que asoman en el horizonte es, creo, lo que tenía en mente Pierre-Joseph Proudhon cuando usó por primera vez el término “anarquismo”, es decir, mutualismo, cooperación sin jerarquía o sin el gobierno del Estado. Otra es la tolerancia del anarquismo a la confusión y la improvisación que conlleva el aprendizaje social, y su confianza en la cooperación espontánea y la reciprocidad. Que Rosa Luxemburgo prefiriera, a largo plazo, los errores honestos de la clase obrera a las decisiones ejecutivas de unos pocos miembros de las élites vanguardistas es un indicio de esta postura. Mi afirmación es, pues, bastante modesta. Estos anteojos, creo, brindan una imagen más nítida y una mayor profundidad de campo que la mayoría de las alternativas».
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James Campbell Scott nació en Nueva Jersey en 1936, hijo de un médico cuya temprana muerte sumió a su familia en la pobreza cuando el futuro antropólogo tenía 9 años de edad. Estudió, con una beca, en una escuela cuáquera, y luego en el Williams College, y cursó Economía Política en Massachusetts, Birmania y París antes de doctorarse en Ciencias Políticas en Yale. En los días agitados de su juventud, dio conferencias sobre Vietnam en auditorios repletos de estudiantes que se oponían a la guerra, y en el mítico año de 1968 publicó Political Ideology in Malaysia, que posteriormente consideró una especie de fracaso. Tampoco su siguiente libro, Comparative Political Corruption, está entre sus títulos más y mejor recordados.
Pero The Moral Economy of the Peasant. Rebellion and Subsistance in South East Asia, de 1976, inauguró una serie de ensayos que se convirtieron en clásicos. Reparando en que las rebeliones abiertas de los campesinos contra el estado y las élites eran excepcionales y, sin embargo, la mayoría de los investigadores estaban interesados solo en ellas, Scott se adentró en el terreno de las formas «corrientes» de resistencia. Con The Moral Economy y los estudios que lo siguieron, como, en la década siguiente, con Weapons of the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance (1985), las «armas» secretas de los subordinados, desde el robo y el sabotaje hasta la deserción y la okupación, desde la caza furtiva y el incendio de cosechas hasta la risa y la ironía, desde el absentismo y el hurto hasta el rumor y la caricatura, entraron a alegres saltos en los libros y las aulas.
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Uno de los conceptos que le debemos a Scott es el de «infrapolítica». La infrapolítica abarca esas «armas», esas inadvertidas resistencias al poder practicadas por quienes no pueden permitirse un desafío abierto y colectivo. Esas que no aparecen en los titulares, pero que pueden llegar a cobrar importancia histórica, puesto que si «millones de pólipos antozoos crean un caprichoso arrecife de coral, de igual modo miles y miles de actos de insubordinación y de evasión crean su propio barrera económica o política».
Las primeras páginas de Moral Economy describen la hambruna que azotó Vietnam del Norte bajo la ocupación japonesa y que mató cerca de dos millones de personas. Scott ya nunca dejaría de escribir sobre la dureza de la vida en el mundo campesino y las formas de rebeldía practicadas a diario por los subalternos, y lo que encontró en su trabajo de campo cambiaría para siempre nuestra forma de comprender el Estado, el poder y la resistencia.
Scott es conocido como un «antropólogo anarquista». Su obituario en The New York Times habla de que sus estudios «lo llevaron a abrazar el anarquismo como filosofía política». Sin embargo, como todo pensador original, Scott no es tan fácil de encasillar. Alguna vez le preguntaron si era anarquista. «Si me pusieran una pistola en la sien y me preguntaran “¿qué eres?”, probablemente diría “anarquista”», respondió. Sin necesidad de pistola, podemos convenir en que, funcione en su caso el término totalmente o solo en parte, por lo menos parece funcionar mejor que cualquier otro.
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El interés de Scott en la crítica anarquista del Estado, escribió en Two Cheers for Anarchism, nació de la desilusión al comprobar que «las grandes revoluciones victoriosas habían terminado creando un estado más poderoso que el que habían derrocado», un estado que podía «ejercer un mayor control sobre la población a la que suponía que tenía que servir». Pero si observamos el mundo con «anteojos anarquistas» veremos todos esos innumerables y pequeños milagros diarios hechos de ayuda mutua y organización sin jerarquías y reciprocidad sin coerción en los que el anarquismo ha puesto su confianza.
En los que ha puesto su confianza porque no son una utopía: «son la experiencia cotidiana de la mayoría de la gente. Sólo ocasionalmente encarnan una oposición implícita o explícita a las leyes e instituciones estatales. La mayoría de los pueblos y barrios funcionan precisamente gracias a redes informales y transitorias de coordinación que no requieren organización formal, y mucho menos jerarquía». El anarquismo no es un sueño sino una experiencia viva en medio de –a pesar de– las tendencias autoritarias dominantes en nuestra sociedad.
El anarquismo tiene mucho para enseñarnos, según Scott, sobre el verdadero modo en el que se produce el cambio político. Y es que, antes que la historia del movimiento libertario, una historia de lucha política, lo que a Scott le interesa es la crítica anarquista del poder político. Lo que le interesa es la reivindicación del desorden y de la espontaneidad, de la capacidad de pensar en los cambios sociales no como el producto disciplinado de un rígido consenso que anule la audacia y la imaginación individuales ni de la autoridad de unos dirigentes «iluminados» en las cúpulas de unos partidos supuestamente «revolucionarios», sino como el demorado pero inevitable fruto de la atrevida aventura, la gran aventura del pueblo. Porque «las grandes conquistas emancipadoras de la libertad humana no han sido el resultado de procedimientos institucionales ordenados, sino de acciones desordenadas, impredecibles y espontáneas que han resquebrajado el orden social desde abajo». ¿Cabe algo más anarquista que eso?
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De pronto, ya no hubo que respetar solo la militancia «revolucionaria» y desdeñar los modestos actos clandestinos y desorganizados de terca resistencia individual, las expresiones del aguzado ingenio de los pobres, incluso si parecen (y son) síntomas de adaptación al mismo orden que cuestionan: la actividad política abierta y organizada es, a fin de cuentas, un lujo, un privilegio. La inmensa mayoría está demasiado urgida por sobrevivir en este sistema como para interesarse en transformar sus estructuras. Con Scott, esa «everyday resistance», esa vasta zona de penumbra de todo lo que han hecho históricamente los «dominados» para resistir al poder, quedó bajo los reflectores en medio del escenario, y una rutina rebelde, hasta entonces relegada del mundo de las ideas, comenzó a cobrar peso y consistencia. Gracias, profesor Scott, por los anteojos.