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El más peligroso de los enemigos de la razón, de la libertad de expresión, del conocimiento y de la ciencia, la censura, camuflada bajo el nombre de «cultura de la cancelación», está recuperando fuerza hasta límites insospechados e infectando, como una enfermedad pandémica, ámbitos intelectuales que tradicionalmente han sido los más contrarios a –y los más perjudicados por– las tijeras de los censores.
Los ejemplos abundan, pero uno especialmente significativo se produjo hace algunas semanas cuando un canal de streaming muy popular organizó un debate entre divulgadores científicos y defensores de teorías conspirativas sobre la tierra plana, el cambio climático, etc. Científicos, otros divulgadores y medio mundo más puso el grito en el cielo, aduciendo que no se puede dar espacio a quienes defienden teorías disparatadas porque se los publicita. Algunos invitados, al decir del moderador, desistieron de acudir por presiones, y los participantes también denunciaron haber sufrido insultos, presiones y hasta amenazas.
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Para no llamar a engaños, vaya por delante mi posición personal: la libertad de expresión y el derecho a la propia opinión son universales. El que piensa y cree tonterías disparatadas tiene tanto derecho a defender sus opiniones como el que piensa y está convencido de cosas inteligentes bien fundadas, y, si los unos y los otros tienen derecho a defenderlas, ni estos ni aquellos tienen derecho a imponerlas o a impedir las argumentaciones que ponen en duda sus convicciones. Toda convicción, hasta la más sólida, es debatible; de lo contrario, estamos hablando de dogmas de fe y no de racionalidad.
Aunque, por otra parte, creo que habría que establecer al respecto, en compensación, un derecho que me acabo de inventar: el derecho de libre recepción, que autoriza a no hacer ni caso a quienes dicen tonterías o a reírse de ellos abiertamente, sin que se acuse ni al prescindente ni al jocoso de discriminación, porque la experiencia nos dice que la corrección política tiende a defender a los «pobres idiotas» de los «malvados inteligentes», sin percibir la contradicción de que ambas calificaciones son también discriminatorias… Parece oportuno recordar aquí que Superman es un tonto (el Batman de Frank Miller dixit), y sus principales adversarios, mentes brillantes presentadas como «genios del mal». El miedo a la ciencia y la desconfianza de la inteligencia no son nuevas, pero sí se han multiplicado exponencialmente en las últimas décadas de la mal llamada posmodernidad.
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Una vez establecidas estas convicciones personales, conviene pasar a la parte práctica del asunto: es imposible refutar aquello que no se formula y se somete a debate; de manera que impedir que los tontos defiendan sus tonterías en foros públicos abiertos solamente alimenta la conspiranoia y consolida el sesgo de confirmación. Todo ello en el supuesto caso de que fuera posible censurar (o, si prefieren los eufemismos, cancelar) a alguien en la era de conectividad desconectiva y las redes antisociales, que ponen al alcance de todos una artillería pesada de difusión masiva sin el molesto contrapeso de alguien que les contradiga. He visto a un youtuber en modo energúmeno repetir a gritos, innumerables veces en pocos minutos: «¡Australia no existe!», porque un continente entero no le entraba muy bien en su geografía terraplanista.
El resultado de la suma de ambos fenómenos es sorprendentemente paradójico, ya que, como es imposible acallar a los tontos, el intento de censurar (o cancelar) recae sobre unos cuantos temas que se vuelven tabú y, en consecuencia, son los que defienden la racionalidad científica los que resultan acallados, so pena del repudio absoluto de sus pares… ¿Ya ven la consecuencia inmediata? Cada vez más tontos gritan necedades cada vez más fuerte, sin que nadie los contradiga eficazmente, y además aseguran que son víctimas de una conspiración que los censura, mientras la realidad es que los defensores de la racionalidad son acallados y hasta amenazados con perder el trabajo por sus pares (quizá no tan pares) de academias dogmáticas, e insultados y acusados de vendidos a imaginarias «élites conspirativas» por las infinitas legiones de necios que militan en la lucha electrónica (que sería inexistente sin ciencia y tecnología) contra cualquier afirmación científica o hasta mínimamente racional.
Se escucha con sorprendente frecuencia entre los poco lógicos defensores de la censura de los debates contra conspiranoicos y magufos el argumento: «no debe discutirse lo que ya tiene consenso científico». ¿De verdad dice eso un partidario de la racionalidad y la ciencia? Quizás no estudiaron historia del conocimiento, porque antes de Galileo, antes de Darwin, antes de Max Planck, antes de Einstein, etc., etc., había consensos científicos que fueron superados, mejorados o refutados. Ser mayoría consensual sirve para elegir (mal que bien) autoridades en democracia, pero de ninguna manera garantiza tener la razón; por el contrario, con más frecuencia garantiza la rebelión de las masas que anticipó Ortega y Gasset o la conjura de los necios que, según Jonathan Swift, es la reacción natural al surgimiento de un genio.
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Dicen, y no les falta razón, otros más moderados que no se puede ganar la discusión contra un tonto, porque en general ostenta un inquebrantable blindaje de necedad, ya que la duda es la madre del conocimiento, mientras que la certeza es la madrastra de la estulticia. Pero es que la discusión no es para convencer a tontos, sino para contrarrestar su creciente influencia en los ingenuos, cada vez más abundantes a causa de la catástrofe educativa que padece el mundo actual. Si no se les puede vencer, entonces al menos se debería frenar lo que ahora está ocurriendo: que difunden y amplían, sin oposición ni resistencia, sus disparates captando cada vez más adeptos.
La creciente epidemia de irracionalismo y anticientificismo que padece la actualidad se ha desatado, paradójicamente, gracias a los avances científicos. Por poner sólo un ejemplo obvio, además de la ya mencionada universalización de las tecnologías de comunicación instantánea, el éxito de las vacunas es la causa del movimiento que las rechaza; seguro que el antivacunas no ha tenido un padre picado de viruelas que perdió hermanos en la epidemia a la que él sobrevivió, ni tampoco un par de compañeros de colegio que necesitaran muletas a causa de la poliomielitis; no tienen esas experiencias porque ambas plagas, entre otras muchas, han sido prácticamente erradicadas por la vacunación.
Sin embargo, todo ese absurdo intento de censura de los debates con quienes objetan la ciencia es también síntoma grave del contagio del irracionalismo en el ámbito académico y científico. No sólo es irracional y contraproducente, sino que olvida que, para la racionalidad y para la ciencia, tanto o más importante que conseguir y perfeccionar el conocimiento o desarrollar nuevas tecnologías es combatir la superchería, el error, la equivocación y, más aún, la tontería.
*Ángel Luis Carmona Calero es periodista, docente universitario y crítico de arte. De vasta trayectoria como columnista y articulista, sobre todo en áreas culturales y de opinión, el libro Crítica de la sinrazón pura: epigramas ajaponesados o epihaikus (AranduBooks Ediciones, 2024), lanzado este año, es su primera publicación fuera de los medios masivos de com