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Nos cuentan que Hayao Miyazaki en sus animes evita a todas luces (y sombras) que los animales que dibuja hablen. La razón para que esos animales y animaloídes con tanta personalidad no hablen reside (según el cuento) en cierto resquemor nacionalista contra Disney, la multinacional de la animación occidental (pese a que Japón está al occidente de EEUU) que se hizo famosa y millonaria por sus animales parlantes y humanizados. Hay otra razón, prevalente en la cultura, mucho más cercana, constante y honesta: desapegarnos de quien nos marca, renegando de la marca. Osamu Tezuka, padre del manga y del anime, de la animación oriental (o ultraoccidental, según miremos) hacía hablar, con mucha gracia y excelente guion, a los animales que dibujaba y a los cuales no solo dotaba de capacidad de habla sino, además, de capacidad de transformación morfológica y evolución sicológica. Los animales en La Princesa Caballero (1), especialmente en su versión anime, dan una feroz muestra de ello. Miyazaki se rebela contra la marca cultural del fundador dejando mudos a sus animales. Cierto que trampea en ello –bajo ciertas circunstancias humanas o espirituales, sus animales dicen cosas con palabras–. Pero deja claro el punto: él es distinto, sin marca, no es hijo de Tezuka ni nieto de Disney.
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Hacemos, aunque insistamos en que no, una labor cultural y social (en este caso es lo mismo) al tratar de escapar del legado de nuestros mayores y, para desgracia nuestra, realmente lo destruimos cuando con todo nuestro afán intentamos perpetuarlo. En la tradición están la traición y el cambio: bien lo sabía el cabalismo (2) original, que llamaba «tradición» a un método de permanente invención y creatividad. Series, secuelas, franquicias, universos, remakes y reboots son una herencia cultural lejana, más lejana incluso que lo que llamamos «industria cultural». Milenios antes que Miguel de Cervantes y su serie El Quijote de la Mancha, compuesta por una novela de origen y una secuela (nacida de la necesidad de mantener el control sobre algo que se estaba tomando libremente como una franquicia), hubo una primera serie con La Ilíada y la Odisea. Oh, lejana, veterana costumbre de acostumbrarnos a escarbar en un relato que nos entretiene y conflictúa hasta exprimirlo en una lluvia de repeticiones y redundancias.
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No es extraño que nos guste tanto hilvanar cuentos para armar series, franquicias y ante todo repeticiones, puesto que aprendemos placenteramente, cuando niños especialmente, pero en realidad toda la vida, repitiendo, imitando, calcando, copiando lo que dicen y hacen aquellas personas y personajes de quienes aprendemos. Que nos cuenten el mismo cuento o nos lean los mismos libros para dormir o simplemente para disfrutar de la compañía de quienes nos cuidan forma parte de los recuerdos más hermosos y también más olvidables, por cotidianos, de nuestras infancias… –para quienes pudieron tener ese tipo de infancias, que, por muy comunes que los medios masivos de comunicación nos hagan creer que son, en realidad son bastante escasas–.
Crecemos en medio de repeticiones en forma de series, teleseries, programas, rezos y oraciones, clases y cursos que apenas se diferencian entre sí por el clima y la cantidad de caspa del profesor. Rituales que aprendemos a punta de repetirlos: sentarnos a la mesa, saludar, obedecer, trabajar bajo un jefe (y, para las élites, aprender a ser los jefes de los empleados de los padres). Para problematizar estas repeticiones, el hipismo inventó los fanzines y el punk los perfeccionó haciendo de la fotocopia de la fotocopia un arte, una tarea y una comunicación, tal como la breve historia del fanzine chileno Intoxicación Social puede ejemplificar.
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No hay tanta diferencia entre el aburrimiento de nuestros mayores y el nuestro. Los mismos mundiales, las mismas olimpiadas cambian de lugar y año. El tirador desenfadado y cool de esta temporada ya existió como saltadora de garrocha en una edición anterior, y su dupla mujer ya fue olvidada olimpiadas atrás. Un llanto blanco y occidental ante el golpe de una boxeadora árabe-africana vuelve a suceder con el eco colonialista de la prensa occidental de todos los occidentes blancos y blanquecinos. La novedad de la repetición es su alcance tecnológico y pantallesco: nunca hubo tal necesidad de llenar tantas horas para tantos espectadores que demandan tan rápida generación de ingentes cantidades de contenido que vayan alimentando la cadena del olvido instantáneo que son los shorts, reels y toda esa familia que deslizamos con el dedo para pasar pantalla a otra cosa que nos suena parecida, conocida, perfeccionada por una aplicación que no se adelante a nuestros deseos sino que retroceda a los recuerdos que hemos dejado como huella en nuestros historiales de búsqueda.
En la actualidad, lo que nos parece un adelanto, tanto tecnológico como cultural, se reduce a la minería que hacemos de nuestra memoria mediante intermediarios tecnológicos que leen nuestro pasado (inmediato, mediato y remoto) y nos lo presentan –con el viejo truco del olvido– como un anticipo de nuestros deseos y necesidades. Nos (auto) embaucamos con la ilusión onanista de que es todo aprendizaje sin saber que estamos aprendiendo de nuestro mismo andar rastreado por la industria de los datos, de los datos pasados. Por eso esta sensación inquietante del presente actual de ser una situación cerrada como un globo a punto de reventar dentro del cual nos encontramos: estamos construyendo la destrucción de la memoria inteligente por exceso de repetición y dando a luz el cansancio suicida (y no necesariamente solitario), no de llegar a un futuro que no hay (3), pero sí de escapar de un presente que se repite como en los videojuegos.
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Que la memoria es una disputa y una materia prima al mismo tiempo lo han sabido siempre las artistas de todas las artes y lo convirtieron en negocio primero las enciclopedias y ahora las IA, sin solución de continuidad. Lo dicen Piper y Fernández: «La memoria tiene a la vez el potencial de fijación y subversión, constituyendo, por tanto, un espacio privilegiado para entender los procesos de disputa y construcción hegemónica de versiones del pasado» (4). Las series, franquicias y reboots no son un problema. Probablemente en ellos haya cierto intento de escape de las verdaderas repeticiones: esta materia prima de la aburrida industria de los datos que somos ahora. De esa esclavitud, como de tantas otras, estamos intentando escapar para volver a regalar (construyendo, significando, modificando) nuestra memoria a la sociedad… y no al capital.
Notas
(1) Se puede ver completa (empezar por el final de la playlist) en esta dirección de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=52J0quJXxyA&list=PLAExqQzFz2dmCL2htkaMvj4bIwDY_G7ov&index=39
(2) Ver: Andrés Claro, La Inquisición y la cábala: un capítulo de la diferencia entre metafísica y exilio, Volumen II: Ontología y escritura, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 1996.
(3) Ver: La industria de la nostalgia y la destrucción del futuro, El Suplemento Cultural, 21/07/2024, edición impresa.
(4) Piper-Shafir, Isabel; Fernández-Droguett, Roberto; Íñiguez-Rueda, Lupicinio (2013). Psicología Social de la Memoria: Espacios y Políticas del Recuerdo. Psykhe (Santiago), 22(2), 19-31. En línea: https://dx.doi.org/10.7764/psykhe.22.2.574
*Pelao Carvallo es militante anarquista, analista político, comunicador, vicepresidente de la organización Familias por la Educación Integral en Paraguay (Feipar), consejero de la red antimilitarista internacional War Resisters’ International (WRI-IRG) y del Grupo de Trabajo Clacso / Memorias colectivas y prácticas de resistencia e integrante de la Red Antimilitarista de América Latina y el Caribe (Ramalc).