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La memoria colectiva situó a Carlos Antonio López en un pedestal. A diferencia del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia y de su primogénito y sucesor, Francisco Solano, el juicio histórico sobre su legado es menos controvertido. Celebrado como el «primer presidente constitucional del Paraguay» y el «padre de la primera modernidad», pasó a la posteridad, ante todo, como un estadista (1).
No ponemos en tela de juicio el papel protagónico del primer López en el doble proceso de reconocimiento de la independencia paraguaya y afianzamiento del Estado nacional.
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Su defensa –periodística, diplomática y, por poco, también militar– de la tesis de que, desde 1813, el Paraguay se había desprendido de Buenos Aires y constituido de hecho y de derecho en una república «…libre e independiente de todo poder extranjero» es ampliamente conocida, y su gobierno comúnmente está asociado a la idea de prosperidad económica y modernización, cuando no a una presunta «edad de oro» de la nación.
Por otra parte, es habitual señalar el patrimonialismo practicado por los López. Compartimos esa lectura. No es exagerado sostener que, en sus casi tres décadas en el poder, esa familia fue, sin paliativos, «el Estado».
Con todo, el Estado no es una abstracción. Su conceptualización es un problema complejo que divide a las ciencias sociales. No podía ser de otra manera. En la sociedad de clases, la neutralidad teórica es una quimera. Conviene, por lo tanto, plantear sucintamente presupuestos fundamentales de la concepción materialista de la historia, modelo teórico-metodológico que adoptamos para definir el Estado lopista.
Al precisar conceptos es clave considerar su origen material. En ese sentido, la filosofía marxista sostiene: «Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época […] La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual […] Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas» (2).
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Así, la ideología dominante presenta el Estado como imparcial, por encima de los intereses de las clases y los individuos, una entidad inocua y puesta al servicio del bien común.
La teoría marxista del Estado, en cambio, propone, ante todo, que este no ha existido ni existirá siempre; lo concibe en su dimensión histórica, negándole cualquier atributo inmutable (3). El Estado –escribe Engels– es el producto de un determinado grado de desarrollo de la sociedad, dividida por antagonismos irreconciliables entre clases con intereses económicos en pugna: «se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder –nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más– es el Estado» (4).
El rasgo distintivo del Estado es «la institución de una “fuerza pública” que ya no es el pueblo armado», que actúa como gendarme del poder de las clases dominantes, puesto que los explotadores de excedente social han sido siempre una minoría de la sociedad. Las fuerzas armadas, por ello, detentan el monopolio del uso «legítimo» de la violencia y se erigen en sostén del Estado: «Esta fuerza pública existe en todo Estado y no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales (cárceles e instituciones coercitivas de todo tipo) que la sociedad gentilicia no conocía» (5).
En otro pasaje de su célebre obra sobre el Estado, Engels sintetiza su papel histórico: «Como el Estado nació de la necesidad de amortiguar los antagonismos de clase y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, por regla general es el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que se convierte también, con ayuda de él, en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida» (6).
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En suma, el materialismo histórico define el Estado como un aparato especializado de coerción, producto y demostración a la vez del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase, sostenido por «destacamentos especiales de hombres armados», indispensables para asegurar el poder de la «clase políticamente dominante» sobre el resto de la sociedad. El tipo de Estado, a su vez, se define por la clase o sectores de clase que lo controlan. Bajo el capitalismo, «el poder estatal moderno», siempre según el socialismo científico, «no es más que una junta administradora que gestiona los negocios comunes de toda la clase burguesa» (7).
Un aspecto clave de esta definición, en términos políticos, es que la eventual sucesión de gobiernos presentados como de «derecha» o «izquierda», o de composiciones parlamentarias más o menos «progresistas», no cambia la naturaleza del Estado burgués como bastión del modo de producción capitalista. El carácter de clase del Estado no puede alterarse mediante elecciones controladas por la propia «clase políticamente dominante» sino únicamente a través de una revolución social.
Carácter de clase del Estado lopista
Desde este marco conceptual, aportaremos elementos de caracterización del Estado dirigido por Carlos Antonio López y su sucesor.
Esto requiere exponer el carácter de la época histórica de la cual forma parte nuestro objeto de estudio para comprender la totalidad que condicionaba las particularidades regionales.
Hacia 1840, el armazón organizacional, jurídico y militar del Estado paraguayo, incipiente en muchos aspectos, había conseguido afirmarse en una situación regional hostil a su independencia política.
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Su autodeterminación, como la de los demás Estados nacionales en las Américas, fue posible por la combinación de un doble proceso de revolución anticolonial a escala continental y enfrentamientos posteriores o concomitantes entre facciones propietarias por el control del poder local.
El impacto de esa situación en la antigua Intendencia del Paraguay impuso una dinámica que desembocó, en 1813, en una ruptura política definitiva tanto con la metrópoli española como con las pretensiones centralistas de Buenos Aires, excapital virreinal, de la que surgió una república independiente.
El Año XIII paraguayo, consecuentemente, es un hito en la formación de un Estado nacional cuyo carácter de clase, a nuestro juicio, era esencialmente burgués; por supuesto, no con la forma que conocemos en la actualidad, sino en estado embrionario y con resabios político-jurídicos del período colonial.
Esa naturaleza burguesa, como en los otros casos, estaba condicionada por una época histórica signada por el asalto al poder por parte de una pujante burguesía, principalmente en Europa. La era de las revoluciones democrático-burguesas, entre el último cuarto del siglo XVIII y 1848 (8), adoptó en las Américas la forma de lo que podemos denominar revoluciones democrático-burguesas anticoloniales.
En las excolonias europeas, la conquista de la autodeterminación nacional adquirió un sentido burgués en la medida que suponía una precondición para liberar fuerzas productivas reprimidas por siglos de colonización y, con ello, propiciar mejores condiciones materiales para allanar el camino a cambios, más o menos tardíos, en las relaciones sociales de producción que, en el contexto del siglo XIX, no podían ser sino aquellas que sirvieran de puntal para la sociedad burguesa.
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Así, las revoluciones anticoloniales en las Américas, por la naturaleza de su tarea histórica, fueron una variante de las revoluciones democrático-burguesas europeas, consideradas clásicas.
Por otra parte, fueron revoluciones esencialmente políticas, no económico-sociales, pues las facciones criollas propietarias, si bien se enfrentaron a los imperios ibéricos tras mucha vacilación, no pretendieron alterar la estructura social ni la situación de las clases populares, marcada por la explotación de su fuerza de trabajo y toda suerte de penurias. No fue, pues, una lucha entre explotados y explotadores sino entre sectores de las clases propietarias por el poder del Estado.
Por supuesto, esta distinción entre revolución social y política no debe interpretarse en sentido determinista. Si bien toda revolución social, por su alcance, es también política, no toda revolución política es social. No obstante, las revoluciones políticas, de modo más o menos tardío, pueden propiciar cambios en las economías y sociedades (9).
La esencia burguesa del Estado nacional, pese a los resabios coloniales y la marginalidad de las relaciones sociales jurídicamente «libres», debe entenderse en escala histórica, es decir, como producto de la dinámica impuesta por la totalidad que suponían la economía y la política mundiales dominadas por una burguesía en ascenso que, mediante el comercio o los cañones, imponía en todos los rincones del planeta la dominación del capital.
Fuerzas productivas
El revisionismo, de derecha y de izquierda, sobredimensiona el desarrollo de las fuerzas productivas del Paraguay de preguerra. Abunda literatura que abona el mito de un «Paraguay-potencia» del siglo XIX, capaz de competir económicamente, por su desarrollo industrial, con sus vecinos y hasta con el Reino Unido.
En trabajos que aseguran tener un enfoque marxista puede leerse, entre otras afirmaciones descabelladas, que «los López quebrantaban el orden mundial», ya que la política de Carlos Antonio López había situado al Paraguay «…a la altura de los países más desarrollados de Europa» (10); la pequeña república estaría en condiciones de «…convertirse en el líder económico de la región junto con Estados Unidos» (11), hecho insólito que trastocaba la división internacional del trabajo.
No nos ocuparemos de este debate. Baste apuntar que, pese al programa de modernización y los progresos técnicos alcanzados desde la década de 1850, el Paraguay decimonónico nunca se erigió –ni podría haberlo hecho, dado el atraso de las fuerzas productivas heredado de la Colonia– en potencia industrial ni militar.
Aunque la economía del Paraguay en 1864 se había fortalecido con relación a 1840, su lugar en la división internacional del trabajo nunca dejó de ser el de un productor y exportador de materias primas y frutos tropicales, y consumidor de manufacturas y tecnologías foráneas, principalmente británicas.
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El proyecto de los López no pretendió cambiar eso. Por el contrario, se orientó a aumentar lo más posible la capacidad exportadora de productos primarios locales y luchar contra los obstáculos internacionales a ese comercio. Si bien pusieron en marcha un programa de modernización con objetivos bien delimitados, la economía paraguaya mantuvo un carácter primario, esto es, agrario y extractivista. Hacia 1860, la yerba mate, el tabaco y los cueros crudos, en ese orden de importancia, abarcaban 91% de las exportaciones (12). Como en tiempos del doctor Francia, el polo exportador, aunque dominante, se combinaba con una economía rural de subsistencia, apoyada en técnicas rudimentarias.
«El poder del Estado no flota en el aire»
La frase es de Marx (El 18 Brumario de Luis Bonaparte) y se refiere a que toda superestructura se apoya en una determinada formación socioeconómica. Si el análisis marxista define las clases por el lugar que ocupan en la economía social y, ante todo, por su relación de propiedad de los medios de producción, la naturaleza del Estado es indisociable de las relaciones de propiedad y producción que ese aparato protege y sostiene.
En ese sentido, conviene una acotada discusión acerca de las relaciones de producción que estructuraban la economía paraguaya hacia 1840.
De esto hablaremos en la próxima entrega.
(Continuará…)
Notas
(1) Para un debate ampliado sobre este tema, consultar: León Núnez, R. Aproximación a una concepción marxista del Estado bajo el régimen de los López. En: Telesca, I. (coord.) (2024) Un Estado para armar. Aproximaciones a la construcción estatal en el Paraguay decimonónico. SB, pp. 53-70.
(2) Marx, K.; Engels, F. (1974). La ideología alemana. Grijalbo, p. 50.
(3) El Estado es una cuestión fundamental para los marxistas y tema central de textos clásicos de esta corriente teórico-política, como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels, y El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx. La obra que mejor explica la esencia de la teoría marxista del Estado es El Estado y la revolución, de V. I. Lenin.
(4) Engels, F. (2006). El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Fundación Federico Engels, pp. 183-4.
(5) Ibidem, p. 184.
(6) Ibidem, p. 185.
(7) Marx, K.; Engels, F. (2019). Manifiesto Comunista. Alianza Editorial p. 52.
(8) Ver: Kossok, M. (1989). El contenido burgués de las independencias de América Latina. Secuencia-Revista de historia y ciencias sociales, 13, 144-162; Hobsbawn, E. (2013). A era das revoluções: 1789-1848. Paz e Terra.
(9) León Núñez, R. (2022). Entre lo nuevo y lo viejo: Reflexiones acerca del carácter de la independencia paraguaya en el contexto latinoamericano (1811-1840). Projeto História: Revista Do Programa De Estudos Pós-Graduados De História, 74, 67–94.
(10) Coronel, B. (2014). López, héroe antiimperialista: ensayo histórico. Revista HISTEDBR On-line, 59, 3-23, p. 13.
(11) Ibidem, p. 9.
(12) Herken Krauer, J. C. (2019). Proceso económico en el Paraguay de Carlos Antonio López: la visión del Cónsul británico Henderson (1851-1860), p. 38.
*Ronald León Núñez es sociólogo por la Universidad Nacional de Asunción (2009), máster (2015) y doctor (2021) en Historia por la Universidad de São Paulo, Brasil, miembro del Comité Paraguayo de Ciencias Históricas (CPCH) y autor, entre otros libros, de La Guerra contra el Paraguay en debate (Lorca, 2019).