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«El momento de mi suicidio se acerca. Hasta tal punto estoy vivo, que no siento la proximidad de la muerte». Esto lo escribió Henri Roorda, hedonista, librepensador, profesor de matemáticas, escritor que firmaba con el seudónimo de Balthasar y autor de libros como La risa y los que ríen (1925).
Nacido en Bruselas en 1870, Roorda decidió suicidarse después de escribir la que sería su última obra, El pesimismo alegre, impresa póstumamente en 1926 en una edición limitada a cargo de sus allegados.
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Henri Roorda se quitó la vida el 7 de noviembre de 1925. La víspera de su suicidio, dejó la siguiente nota a uno de sus amigos:
6 de noviembre de 1925
Querido amigo,
Ayer te mentí. Tenía que ser prudente, pues no quiero que nada me impida suicidarme. Cuando recibas esta nota, estaré muerto (a menos que haya fallado).
He abusado mucho, de lo mío y de lo de los demás, y eso es irreparable.
Adiós.
H. R.
Dante destina a los suicidas al séptimo círculo del infierno, debajo de los asesinos que hierven en un río de sangre; ahí están los suicidas, en un bosque oscuro y sin caminos donde sus almas moran eternamente en los árboles en forma de espinas torcidas y venenosas. Henri Roorda divide su libro en 10 pequeñas secciones que son un acercamiento a su hora final. El lector no se encontrará con un libro pesimista o triste: lo que hace Roorda es una celebración del instante, de lo efímero, y al mismo tiempo va repasando episodios de su vida.
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En el primer capítulo, «Me gusta la vida fácil», nos cuenta: «Tras haber trabajado arduamente durante treinta y tres años, me siento cansado. Pero todavía tengo un apetito magnífico. Y este apetito es el que me ha hecho cometer muchas estupideces. Felices sean aquellos que tienen un mal estómago, pues siempre serán virtuosos».
Con fina ironía, Roorda nos habla de la importancia del dinero, hace un llamado a que los jóvenes se enriquezcan o cuestiona instituciones como el matrimonio y el Estado. El paso del tiempo es otro de los temas que atraviesan su libro: reprocha a la gente que pretende vivir muchos años, no le ve sentido a una existencia llena de horas vacías. La repetición de los días, el cansancio de lo cotidiano, el malestar de vivir en un ciclo repetitivo también será uno de los ejes de este libro: «Para que la vida prosiga es necesario que los hombres consientan, todos los días, durante largas horas en convertirse en verdaderas máquinas. Pero la máquina no lo es todo. Convierte en autómatas y maniáticos a aquellos que tienen como tarea enriquecer la vida interior de los seres jóvenes. Desde hace treinta y tres años enseño a mis alumnos matemáticas elementales. Todos los años, todos los días, recito reglas y fórmulas inmutables. (No hace falta que diga que mis digresiones son contrarias al Reglamento). Hay frases que tuve que pronunciar tantas veces que el hastío que siento las retiene a menudo en mis labios».
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¿Cuántos de nuestros profesores en las escuelas son atravesados por esta confesión de Roorda? Seguramente un gran número, pero la mayoría de las personas se acostumbran al día a día, a esa aparente tranquilidad y aceptamos –casi sin sentirlo– el peso de las horas, el vértigo del absurdo. Lo que nos exigen es ser virtuosos en todos los aspectos, dominar 4 o 5 idiomas, porque en la maquinaria del capital las horas tienen que tener un efecto de productividad, de competencia con el otro, y Roorda se mofa de este sinsentido, de este homenaje a la falsedad: «¿Hay que sentir una admiración sin reservas por esos seres respetuosos que interpretan tan bien su papel de buenos ciudadanos? ¿Cuál sería el sabor de la vida si la sociedad solo estuviera compuesta por estos individuos? Es quizá su falta de imaginación lo que les permite ser tan uniformemente virtuosos».
En los últimos meses y días de su vida, Roorda recibió propuestas de sus amigos para que no se suicidara. Y ante ellos responde: «Hay existencias anormales que conducen de manera natural al suicidio. Eso es todo». O también: «No tengo ningún miedo del porvenir desde que oculté un revólver cargado entre los muelles de mi cama». Pero el lector irá viendo los giros que presenta la narrativa de Roorda en el capítulo final: «Me parece que ahora distingo mejor lo que posee valor en la vida. Soy feliz viendo el cielo, los árboles, las flores, los animales, los hombres. VER me hace feliz. Soy feliz por estar vivo todavía». Pero acepta la muerte, como se aceptan tantas otras cosas.
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Este es un libro que no deja indiferente, cuestiona, somete, nos acorrala. Es una invitación, no a la muerte, a poner en juicio el sentido de nuestra vida. Es así que este anarquista, humorista y pedagogo libertario decide quitarse la vida. Roorda le diría adiós a las deudas, a su alcoholismo y a su depresión con estas palabras: «Será necesario que tenga cuidado para que la detonación no resuene demasiado en el corazón de un ser sensible». Una bala en el corazón cumpliría con su autosentencia. Desde aquí nos queda reflexionar sobre sus palabras y aceptar que a la muerte hay que recibirla con los brazos abiertos. Que esa cercanía con el adiós definitivo nos haga recordar que cada instante es único y hay que gozarlo en toda su intensidad, en todo su amor. Seamos infinitos, dancemos más allá del dolor y de la muerte y brindemos con Henry Roorda.
Este artículo va dedicado a la memoria de mi amigo Franco Barrientos Gómez, quien iba a ser el mejor ajedrecista del mundo, pero decidió quitarse la vida con apenas 19 años, en nuestra ciudad natal. Para él estas palabras, y para todos los suicidas del mundo.
Bibliografía
Roorda, H. (2020). Mi suicidio o el pesimismo alegre. (M. Rubio, Trad.) Madrid: Trama Editorial.
*Gian Pierre Codarlupo Alvarado (Paita, 1997) es escritor, periodista, miembro del equipo editorial de la revista cultural chilena Mal de Ojo y de la Editorial Conunhueno, de Valparaíso, y colaborador en El Suplemento Cultural. Ha publicado el libro de poemas Caída de un pájaro en el mar (Universidad Nacional de Piura, 2018). Actualmente, vive en Madrid.