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Suele decirse que la narradora canadiense Alice Munro escribió sobre la existencia corriente de las personas corrientes. Deduzco, por ende, que las personas corrientes viven en alguna tranquila ciudad entre Vancouver y Toronto, que son blancas, heterosexuales, de clase media, cristianas y relamidas y que pueden viajar de vez en cuando pero vuelven siempre a la región de los Grandes Lagos, como si fueran partículas de hierro atrapadas en el campo magnético de Ontario.
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Además, deduzco que las personas corrientes no cuestionan su existencia corriente, pues si bien Munro comenzó a publicar sus libros en el subversivo año de 1968 (de entonces es el primero, Dance of the Happy Shades), lo único que desean en sus relatos es ir a la universidad, conseguir un buen trabajo, casarse y reproducirse. Asomarte al mundo interior de los personajes de Munro prácticamente es como entrar a una peluquería de barrio.
Pero sería más exacto decir que esos personajes nunca se rebelan voluntaria y conscientemente; que si algo se rebela en ellos es a pesar suyo, contra su voluntad y, por así decirlo, a sus espaldas.
Y que solo se delatan en los detalles. Lo cual nos lleva a esa cualidad universalmente elogiada en Munro: la maestría en la observación de los detalles. Para narrar, por ejemplo, los últimos días de un anciano inválido, ¿le bastaría a Munro describir el olor a podredumbre de su decrépita cocina o la parálisis terminal de su automóvil rojo? ¡Por supuesto que no! ¿El auto es diésel o naftero, cuántas habitaciones tiene la casa, qué muebles hay en la cocina, en qué estado se encuentra la vajilla, con qué frecuencia se lava? ¿Y las baldosas? ¿Están manchadas o limpias, se repasan con agua o con lejía? ¿Han caducado las conservas, cómo son las servilletas, compran el té en sobre o en hebras, qué ropa llevan todos puesta?
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Munro contó la misma historia con variaciones durante más de medio siglo: la historia corriente de la existencia corriente de las personas corrientes. En cierto modo, era su propia historia. No en vano alguna nota en la prensa (que indigna hoy a sus admiradores) la celebró en sus inicios como «un ama de casa que encontraba tiempo para escribir».
Todo esto para reconocer finalmente, con una profunda inclinación, que esa materia banal Munro nos la descubrió insondable, que en lo vulgar Munro nos reveló lo inesperado. Que cuando intercala momentos del pasado o del futuro en el presente o salta décadas enteras con súbitas elipsis, logra comunicarnos la profunda impresión de lo fatal. Y que vemos así por un instante nuestros actos como determinados por lo ya vivido, por mil decisiones tomadas sin saberlo. Que matrimonios, empleos, adulterios, separaciones, despidos, divorcios, nacimientos, enfermedades, vejez, muerte –hechos corrientes, experiencias corrientes– son medios para hablar del verdadero tema: los motivos ocultos, los errores misteriosos, los deseos olvidados, latentes amenazas que recorren con un escalofrío las espinas dorsales de las personas corrientes en cuyas existencias corrientes nada parece nunca suceder. Ese era su secreto. «Mira todo lo que puedo hacer con mi pequeña historia banal de ama de casa –nos dice en sus relatos Alice Munro–, con mi historia corriente de persona corriente. ¡Mira, mira! Cuanto más oro saco del fondo de este cofre, más y más oro encuentro».