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El pasado 30 de enero, el Teatro Infanta Isabel de Madrid acogió la lectura dramatizada de La Celestina, la tan conocida obra atribuida a Fernando de Rojas, aunque esta vez basada en la adaptación de Félix Álvarez Sáenz (Azofra, La Rioja, 1945-Cercedilla, Madrid, 2006), publicada en 1999 por la editorial Arandurã. El colectivo de actores, dirigidos por Daniel Huarte-Mendicoa y encabezados por Lupe Cartié Roda como la alcahueta Celestina, y Juan Gareda y Maria Irañeta como los mozos Calisto y Melibea, comenzó la lectura con una presentación del elenco y una puesta en contexto de la obra en la que, si bien quedaron claramente detallados sus pormenores, la figura de Álvarez Sáenz quedó algo fuera de la ecuación, no dando siquiera ningún apunte de que lo que el público estaría escuchando no partiría del todo de la figura que se supone autora original del texto.
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La maña de Huarte-Mendicoa dirigiendo un elenco tan reducido para un manifiesto overbooking —trece personajes para siete actores— se resolvió de la mejor de las maneras: exceptuando a los tres protagonistas, el elenco restante dio voz, orgánicamente, a todos los demás personajes de la obra, incluyendo a las tan ortopédicas como necesarias acotaciones. Este esfuerzo dio como resultado una puesta en escena que, en términos culinarios se podría definir, con gran acierto, como paladeable, destacando la desnudez y la artesanía con la que el elenco transmitió todo el devenir de la famosa tragedia, utilizando el poder del sonido sin los artificios que se presuponen como propios del teatro, sobre todo en una cultura del consumo artístico que parece remar cada vez más hacia formatos tan auditivos como el pódcast o el audiolibro.
Aún así, se pudo hacer patente lo que informalmente se conoce como nervios del estreno: a ratos el elenco parecía batallar contra el texto, en vez de remar a su favor, como si no terminase de estar del todo presente. La lectura había sido proyectada como una función única, por lo que, de momento, no se proyectarán pases sucesivos en los que dar oportunidad a director y actores de forjar esa confianza mutua para terminar de cerrar el texto con la convicción necesaria.
Tras la pista
Resulta llamativo que la puesta en escena de una obra conocida por el continuo misterio que envuelve su autoría —existen teorías que hablan de autores distintos, incluso de autorías dobles, triples y hasta colectivas— obvie, a ojos del público, la labor de adaptación de la obra que nos ocupa. Aprovechando este hilo del que tirar, empecemos desde el principio.
La primera versión, o estado, de lo que hoy conocemos como La Celestina data de 1499, año en que se imprimió por vez primera la Comedia de Calisto y Melibea, texto que se presume el origen de esta obra, aunque ya en ella se puede leer que se publica «con los argumentos nuevamente añadidos», por lo que podría haber existido alguna otra edición anterior, hoy desaparecida. El segundo estado, del mismo año, y conocido como Heber, nombre de quien fuera dueño del ejemplar que hoy se conserva, añade, entre otros, «sentencias filosofales e avisos muy necessarios para mancebos», así como argumentos adicionales que sirven de resumen a cada uno de los dieciséis autos que componen la obra.
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El llamado tercer estado, fechado en 1501, ofrece el famoso acróstico que hoy se toma como firma del autor: «El bachjller Fernando de Roias acabó la Comedia de Calysto y Melybea y fve nascido en la Puebla de Montalván». Un año más tarde, en 1502, la obra aparece renombrada como Tragicomedia, y no Comedia, y cuenta con un prólogo nuevo y varias estrofas más añadidas al final, pero mantiene el acróstico intacto. La Celestina, como título, aunque de uso común entre el público casi desde sus inicios, no se empezó a utilizar en el mundo editorial hasta finales del siglo XVI: en 1595 se imprime en Amberes la primera edición que lleva por título el nombre de la alcahueta protagonista, y por el que será más conocido de ahí en adelante.
Saltemos, pues, a 1999. Tras una sucesión de revisiones, reescrituras y versiones, y aprovechando el quinto centenario del llamado primer estado, el autor Félix Álvarez Sáenz realizó una adaptación para facilitar su puesta en escena, capaz de resumir la fuerza de las escenas con más peso dramático sin caer en los estándares del melodrama. Con gran dedicación, Álvarez Sáenz abrazó la fuente original, y transformó el texto para que la representación fuera tanto fiel como comprensible —no en vano llegó a declarar que sentía «verdadera pasión» por la obra que nos ocupa—.
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El recorrido de Álvarez Sáenz, acaso no tan distinguido en tierras españolas, no resulta extraño para las letras latinoamericanas: con una extensa trayectoria iniciada en el Perú en la década de 1980, y cultivada en Paraguay tras fijar su residencia en el país en 1991, desarrolló el arte de la narrativa en un amplio abanico de formas, desde la novela hasta el teatro, pasando por la poesía o el cuento, recibiendo laudos por igual de crítica y público. Pero, quizá por una suerte de destino funesto atado a la tragicomedia de Calisto y Melibea, en este caso el trabajo del artesano de las letras se esconde una vez más, oculto quizá tras el velo del desconocimiento.
Salvando las distancias, la autoría ha sido igualmente escurridiza en el caso de La Celestina. Se ha señalado que Fernando de Rojas «no ha gozado de la fama que el valor de su creación debía granjearle porque ocultó su nombre y creó una red de contradicciones sobre la composición de la obra» (1). Resulta casi poético que también el nombre del autor de esta versión, Álvarez Sáenz, tienda a omitirse.
Notas´
(1) Álvarez Barrientos, Joaquín (2001). «La Celestina, del siglo XVIII a Menéndez Pelayo». En: Torres Nebrera, Gregorio (Coord.). Celestina, recepción y herencia de un mito literario. Cáceres, Universidad de Extremadura, Servicio de Publicaciones, 207 pp., pp. 73-96 (Disponible en línea: http://digital.csic.es/handle/10261/108048).
*Mikel González es corresponsal de El Suplemento Cultural en Madrid.