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Antes de la irrupción de Internet, desde la crisis de los misiles soviéticos en Cuba (1962), Estados Unidos disponía de comunicación electrónica inalámbrica, aunque era un secreto bien guardado. Con la caída de la Unión Soviética en 1990, el mundo pareció dirigirse hacia una estructura unipolar y, a falta de competencia ideológica, se liberaron las autopistas de la comunicación electrónica. Esto permitió la emergencia gradual de una revolución tecnológica en las comunicaciones, en coincidencia con la aldea global que estaba formándose políticamente.
Exasperantemente lento al comienzo, el correo electrónico se convirtió en el medio favorito de contacto instantáneo entre personas, sin importar las distancias geográficas. Con ayuda de grandes empresas capitalistas, se crearon las redes sociales, que poco a poco absorbieron la función, antes exclusiva de la prensa escrita y audiovisual, de diseminar noticias trascendentes. Las primicias en primera plana una vez al día dejaron paso a la información minuto a minuto.
Esta revolución tomó a la prensa mundial por sorpresa. El diario impreso en papel fue perdiendo auspiciantes y lectores al punto de preocupar a sus propietarios, que se abocaron a explorar las posibilidades de proseguir su tarea aprovechando las nuevas tecnologías. El billonario Jeff Bezzos, de Amazon, adquirió hace una década el prestigioso Washington Post, que hasta el momento no ha podido dejar de tener pérdidas. Al reducirse los ingresos por suscripciones y publicidad, el periodismo tradicional se vio obligado a reducir personal y abaratar costos.
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En la década de 1980, en Río de Janeiro había corresponsales del New York Times, el Washington Post, Los Ángeles Times, Le Monde, El País de Madrid, el Times de Londres. Hoy esos grandes medios prácticamente tienen un solo corresponsal para toda Sudamérica y dependen de los stringers, talento local que trabaja a destajo.
Algunas consecuencias de estos fenómenos fueron analizadas con agudeza por estudiosos como Ignacio Ramonet, capacitado en semiología –ciencia cuyo más conocido exponente fue Umberto Eco–. En el libro que vamos a comentar, La explosión del periodismo: Internet pone en jaque a los medios tradicionales (Buenos Aires, 2011), Ramonet critica la excesiva concentración de los medios tradicionales, que llevó a una endogamia política y mediática. La prensa se volvió empresarial y la posesión de medios de comunicación que luego auspiciaban una carrera política casi estrictamente mediática, como en el caso de Silvio Berlusconi en Italia, resultó un fenómeno particularmente influyente.
Revelaciones como las de WikiLeaks, con publicaciones simultáneas en todos los grandes periódicos del mundo democrático, dieron otra fisonomía a la información. También, por otra parte, se difundieron violaciones de la ética por parte de varios periodistas de grandes medios. Fue el caso, por ejemplo, de la periodista estadounidense Janet Cooke, del Washington Post, que ganó el Pulitzer con un artículo sobre un niño victima de la droga y tuvo que devolver el premio después de admitir que había inventado la historia. El Washington Post, por su parte, tuvo que asumir su negligencia despidiéndola. Este y otros casos similares redundaron en una pérdida de credibilidad y reputación de los grandes medios, al punto de que muchos políticos hicieron en gran parte su carrera atacando despiadadamente a la prensa tradicional como fábrica de noticias fraudulentas. Fue el caso, entre otros, de Donald Trump, Viktor Orbán y Vladimir Putin.
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Ramonet toma un ejemplo de utilización de la prensa tradicional para fines espurios: cuando el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el primer ministro británico, Tony Blair, aprovecharon su influencia sobre la prensa para acusar al dictador iraquí Sadam Husein de haber cooperado con Osama Bin Laden en los ataques del 11 de septiembre de 2001, acusación que posteriormente se demostró falaz. Lo peor, sin embargo, fue otra acusación, igualmente apócrifa: la de la posesión de armas de destrucción masiva a punto de volverse operativas en Irak. El vicepresidente norteamericano, Richard Cheney, armó una estratagema con supuestas pruebas fotográficas que fueron entregadas al secretario de Estado, Colin Powell, para presentarlas ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Esto llevó a la guerra de Irak.
El periodismo asumió sus falencias deplorando el error e investigando con eficiencia hasta llegar a la conclusión de que Sadam Husein era un dictador sanguinario pero también una fuerza que otorgaba estabilidad a la región. No existieron las armas de destrucción masiva que sirvieron de pretexto para la guerra. Irak no tenía la tecnología necesaria para construir bombas nucleares. El engaño le costó al general Colin Powell la carrera, y quizá la presidencia de Estados Unidos.
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En el capítulo final del libro, Ramonet se hace la gran pregunta: ¿sobrevivirán los diarios? Y llega a la esperanzadora respuesta de que Internet no sustituirá a la prensa escrita, como la televisión no ha sustituido a la radio y al cine, ni estos al teatro y la ópera. Es cierto que los grandes medios de prensa están siendo afectados por lo universal de la competencia actual, con prácticamente cada persona con acceso a un teclado fungiendo de periodista y de columnista de opinión, y con la ventaja, sobre la prensa, de no tener que responder por la veracidad de sus comentarios –con lo cual contribuyen a multiplicar exponencialmente la desinformación a través de las redes sociales–, pero Ramonet concluye que, luego de adaptarse darwinianamente, creando incluso periódicos digitales con buen retorno financiero, los medios tradicionales se encargarán de que la prensa escrita sobreviva –aunque ya no en papel, material denigrado por los ambientalistas debido a que su producción requiere cierto grado inevitable de deforestación, algo nada bienvenido en tiempos de cambio climático–.