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Y llevas el caño a tu sien
Apretando bien las muelas
Y cierras los ojos y ves
Todo el mar en primavera
Bang, bang, bang
Hojas muertas que caen
Siempre igual
Los que no pueden más se van
El epígrafe es de Viernes AM, canción del disco de Serú Girán La grasa de las capitales (1979) compuesta por Charly García y prohibida por la dictadura cívico-militar-eclesiástica que gobernó Argentina desde 1976 hasta 1983. Para muchos, la crónica más poética y perfecta de un suicidio.
El suicidio es recurrente en nuestra especie desde que aparece en el planeta; es decir que la idea de autodestrucción podríamos pensarla como inherente a la existencia humana. Aparentemente, las diferentes culturas han considerado el fenómeno de manera distinta a lo largo de la historia, según los principios filosóficos, religiosos, morales y hasta jurídicos dominantes en cada época.
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Ya en la prehistoria hubo conductas humanas de autosacrificio –por ejemplo, ancianos que se quitaban la vida para favorecer a la tribu–. El primer texto que habla del suicidio, el poema Dialogo del desesperado de la vida con su alma, data del año 2000 a. C., en pleno imperio medio egipcio (1).
¿En qué momento se empezó a denigrar la muerte voluntaria? En la Grecia homérica comienza a ser considerada un delito contra el estado, puesto que privaba a la polis de la contribución de uno de sus miembros para su desarrollo y continuidad. También hubo argumentos filosóficos: Platón, en Fedón, Leyes y La Republica, libro III, señala que el suicidio es inaceptable porque el alma pertenece a los dioses. Sin embargo, lo admite en tres casos: enfermedad incurable, desgracia extrema y orden del estado (2). Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, afirma que es un acto de cobardía, puesto que quien lo comete evade su responsabilidad social afectando a terceros. Pero no toda la filosofía de la Antigüedad fue contraria al suicidio. El estoicismo lo justificaba, para Diógenes de Sínope (que se suicidó alrededor del año 412 a. C.) quitarse la vida era ser dueño del propio destino, y Lucio Anneo Séneca, máximo exponente latino del estoicismo, aseguraba que era un acto de valentía y la máxima manifestación de la libertad humana.
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Los primeros cristianos tampoco lo repudiaron: por el contrario, recurrir al autosacrificio en pos de la gracia divina fue tan frecuente como para llevar a San Agustín de Hipona a tomar cartas en el asunto y condenarlo como un homicidio de sí mismo y, por ende, una violación del quinto mandamiento: «No matarás». Desde ese momento la Iglesia postuló que «la vida es propiedad de Dios y no podemos disponer de ella libremente» (aquí coinciden monoteísmo y politeísmo, pues en el mundo antiguo la vida humana dependía de los dioses, y en la era cristiana de un solo Dios, pero en ambas cosmogonías el destino del ser humano aparece subsumido a un orden sagrado que anula el libre albedrio). Queda así establecido el suicidio como pecado, y el suicida como pecador (3).
El Medioevo reprimió duramente el suicidio, con las leyes civiles más que con las eclesiásticas: de ser un pecador, quien manifestaba deseos de matarse pasó a ser considerado un delincuente, al cual se punía con castigos físicos que iban desde arrastrar el cuerpo, mutilarlo y estaquearlo, hasta vejarlo o negarle sepultura.
Con el advenimiento de la Edad Moderna, los postulados religiosos fueron perdiendo terreno frente al surgimiento de posicionamientos seculares que los cuestionaron. En el Renacimiento, Michael de Montaigne reivindicó el suicidio como elección personal. John Done escribió en 1608 su Biathanatos, verdadero alegato en defensa del suicidio (4). Contrariamente, Thomas Hobbes, en su Leviatán, afirma que la ley natural lo prohíbe; y John Locke, en su Segundo tratado sobre el gobierno civil, escribe que el hombre no tiene «la libertad de destruirse a sí mismo». Por su lado, el filósofo empirista David Hume, en su ensayo Del suicidio, de 1783, presentó argumentos a favor del suicidio, basados en el concepto de libertad. En cambio, para Immanuel Kant era inmoral en tanto violación de la humanidad, que es un fin en sí misma. Por el contrario, Friedrich Nietzsche lo ensalzó en Así Habló Zaratustra como un acto de autonomía humana: «Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero» (5).
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En el siglo XIX, el Romanticismo, con su exaltación de los sentimientos por encima de lo ético, cambia la visión del suicidio, que pasa a expresar tanto la libertad como la desesperanza. Pero es el sociólogo francés Émile Durkheim quien aporta una mirada diferente a las anteriores al indicar que el suicidio no es un acto individual, que su origen no es meramente personal, particular, sino social (6). Analizando las estadísticas oficiales de suicidios de 1841, Durkheim descubrió que las cifras se mantenían inalterables por largos periodos y que los picos correspondían a épocas de guerra y depresión económica; así, escribió en el segundo libro de El suicidio: «Por eliminación resulta que el suicidio debe depender necesariamente de causas sociales y constituir por esto un fenómeno colectivo» (7).
A partir del siglo XX, el psicoanálisis y el existencialismo (8) contribuyeron significativamente a la comprensión del fenómeno suicida. Aunque no parece haber teorizaciones concluyentes acerca del tema.
En la actualidad, desde el esquema biopsicosocial se proponen estrategias de intervención en el comportamiento suicida (restricción del acceso a medios letales, mejor atención en salud mental, identificación y tratamiento de la depresión, el alcoholismo, etc.) y mejoras institucionales abocadas a evitar actos suicidas; medidas que nos permiten conjeturar que, al menos en lo que va del siglo XXI, el suicidio es considerado una patología y no una expresión del libre albedrio. Sin embargo, el oscuro deseo autodestructivo atraviesa todas las épocas, irreductible a explicaciones –sean religiosas, científicas, filosóficas o médicas–. Acaso el suicida simplemente sea alguien que ahuyenta demonios interiores mancillando una norma, validando su presencia en el mundo, haciendo cosas raras para gente normal (9).
Notas
(1) VV. AA. (2002). El suicidio. Salud Global: http://www.eutanasia.ws/hemeroteca/j79.pdf.
(2) Platón. Diálogos. Volumen III: Fedón, Banquete, Fedro. Madrid: Gredos, 2003.
(3) Cohen, C. B. (1996). Christian perspectives on assisted suicide and euthanasia: The Anglican tradition. Journal of Law, Medicine & Ethics, 24(4), p. 369.
(4) Rudick, M., Battin, P. (Eds.). Biathanatos. Nueva York-Londres, Garland Publishing, 1982.
(5) Esta frase se encuentra en el apartado «De la muerte libre» de Así habló Zatustra https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/asi_hablo_zaratustra_nietzsche.pdf
(6) Durkheim, E. El suicidio. Madrid: Akal, 1982.
(7) Del primer párrafo del capítulo 1 del segundo libro («Causas sociales y tipos sociales») de El suicidio (1897), de E. Durkheim.
(8) Camus, A. El mito de Sísifo. Madrid: Alianza Editorial, 2012.
(9) Canción del disco 40 dibujos en piso (1989), de la banda de rock argentina Divididos.