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Una tribu de palabras mutiladas busca asilo en mi garganta.
Alejandra Pizarnik.
Escribe César Aira: «El arte está hecho de estos dos estadios coexistentes, simultáneos, embarcados en una dialéctica perenne: el proceso y el resultado. No es cuestión de separar lo que en una obra o un artista corresponde a uno y a otro, pero sí pueden señalarse sus polos: al del resultado tiende el arte comercial, “de consumo”; al del proceso, el arte experimental o radical» (1). Y es el proceso creador lo que las vanguardias del siglo XX –especialmente el surrealismo– enarbolaban como estandarte, sin tener en cuenta los resultados, sujetos a los avatares del tiempo y su ambigüedad.
Alejandra Pizarnik, que no solo leyó y escribió sino que vivió bajo los influjos, acaso tóxicos, de aquella corriente estética nacida en Francia en la década de 1920 con el propósito de cuestionar y rasgar las endebles vestiduras de una tradición carente de pasiones vitales e imaginación revolucionaria, desechó los efectos y derivaciones de la obra para aferrarse a la creación pura por sobre cualquier logro, éxito o conclusión.
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Referirnos a la biografía de esta autora podría ser una actitud insustancial frente a la grandeza de su poética, dado que es el registro literario el que nos sumerge en su universo de resplandores oníricos, que se nos presenta como desconocido y apasionante, colocando en segundo plano la historia de su vida, por cierto trágica.
Recorrer la poesía de Alejandra Pizarnik es ahondar en un mundo donde las palabras adquieren sentidos imprevistos y las significaciones mutan en busca de un lenguaje puro con el cual poder alcanzar los secretos que subyacen en lo que no es mencionado, como si las palabras proyectaran sombras que escondieran la magnificencia de lo absoluto, condenándonos a la miserable periferia de la cotidianidad, que enclaustra nuestros sentidos. ¿Qué herramienta posibilitaría la liberación? Sin duda, la respuesta es: el lenguaje. Es exactamente allí donde radica la obsesión de Alejandra Pizarnik por lograr el sosiego que habilita la plena libertad. Pero también en ese territorio se encuentran las tensiones entre el sentimiento y la razón, en un estado de búsqueda permanente e impotencia perpetua que quizá se refleje en estos versos del poema «Piedra fundamental», del libro Infierno musical, publicado en 1971: «No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. / ¿A dónde conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado».
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¿Cómo intenta la poeta combatir la apariencia monolítica y mundana del lenguaje? Con paisajes vertiginosos, imágenes de ensoñación, invasivos interrogatorios sobre los arcanos universales; procedimientos que la acercarían al surrealismo tradicional, aunque su búsqueda inquebrantable de «la esencia de la palabra poética» (2) la aleje provisoriamente del automatismo propio del surrealismo bretoniano.
Simultáneamente, tanto pureza como esencia podrían resolverse en clave de perfección poética, ya que Pizarnik, a través de la metáfora precisa, la brevedad consistente y el contenido aforístico, procura no solo transgredir las fronteras de lo no dicho, sino también transitar los delicados senderos de la plenitud estética, como tal vez se halle explícito en el siguiente fragmento del poema antes referido: «Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en los momentos en que jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dichas existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. / (Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.) / (Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto…)».
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A lo mejor, pureza del lenguaje, belleza artística y condensación ontológica fueron el cóctel que situó a Pizarnik en el estrado de los poetas más depurados de nuestro tiempo, enrostrándonos que la auténtica labor del poeta acaso deba nutrirse más de sacrificios que de alegrías, más de desencantos que de fascinaciones, más de incertidumbres dolorosas que de allanados recorridos complacientes y festivos, para alcanzar el tesoro: «la esencia de la palabra poética».
Y así, en esa suerte de derrotero de la angustia, solo quien decide aferrarse a los abismos de lo desconocido ostentaría el raro privilegio de abordar los misterios de la vida para detonar los distritos absurdos de la complacencia; sin cánones protectores ni convenciones indulgentes, solo, al amparo de los fantasmas interiores que pueblan el inconsciente, como parece evidenciar este fragmento del poema ya citado: «Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar».
Notas
(1) Aira, Cesar (2004). Alejandra Pizarnik. Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, Biblioteca El Escribiente, p. 12.
(2) Depetris, Carolina (2008). «Alejandra Pizarnik después de 1968: la palabra instantánea y la “crueldad” poética». En: Iberoamericana, vol. 8, n. 31, p. 63. Escribe Depetris: «Hasta 1968, la búsqueda poética de Pizarnik orientada por este imperativo de acertar desde la poesía con la esencia de la palabra poética y de la poesía, estuvo marcada por un extremo cuidado compositivo».