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Pocos personajes tan solitarios como Ricardo III en sus siniestras hazañas, sin rivales a su altura, solo contra el universo, dominado por esa ciega fuerza subterránea, por esa misteriosa maldad intrínseca que arrastra a la destrucción a los villanos de Shakespeare. Huelga decir que tiene vida propia e independiente de cualquier origen histórico que pudiera relacionarlo con el último de los Plantagenet. La naturaleza ha cometido una injusticia con él, nos dice Ricardo III, al formarlo contrahecho, incapaz de despertar amor; se le debe algo, por ende, y, puesto que nadie habrá de dárselo, será él mismo quien lo tome. Sus palabras indican lazos ocultos entre el hambre de poder y el desamor y presentan la ambición desmedida como llaga incurable, como insaciable sed. Y este monstruo, en efecto, lo tomará todo, el poder, la corona, el reino, en una empresa tan larga como su propia vida, empresa que de antemano sabemos vana, porque para esa herida y esa sed el universo entero nada es.
…But I, that am not shaped for sportive tricks,
Nor made to court an amorous looking-glass;
I, that am rudely stamp’d, and want love’s majesty
To strut before a wanton ambling nymph;
I, that am curtail’d of this fair proportion,
Cheated of feature by dissembling nature,
Deformed, unfinish’d, sent before my time
Into this breathing world, scarce half made up…
«Yo, groseramente estampado», «Yo, despojado de toda proporción», «Yo, traicionado por estos rasgos», «deforme, inconcluso, arrojado al mundo antes de tiempo y apenas hecho a medias»…
Cada actor tiene que construir a Ricardo III con partes reales de sí mismo para darle consistencia. Claro que esto se puede afirmar de cualquier personaje: si el actor no le pone algo suyo, resultará inanimado. Pero en el caso de un villano como Ricardo III esa conexión la tendrá que entablar desde lo más inconfesable que guarde en el fondo de su alma. Por eso el personaje de Ricardo III nos lleva a zonas de nuestro interior que solo visitamos en sueños y que olvidamos convenientemente al despertar. Si tenemos la suerte de verlo interpretado por un actor a la altura de semejante papel, nos dará la ocasión de acceder a una verdad oculta sobre nosotros mismos. Yo he tenido esa suerte con el asombroso tour de force de Jorge Báez en la dirección y la interpretación del unipersonal Historia de un jabalí.
Historia de un jabalí, o algo de Ricardo es una obra sobre el mundo del teatro y el teatro del mundo que lleva hasta el límite las confusiones entre la realidad y la representación. Al igual que Shakespeare en su Ricardo III, y partiendo de este, el dramaturgo uruguayo Gabriel Calderón ha reescrito una historia universal, la del ascenso y la caída de un ambicioso sin escrúpulos que, por impulso de una codicia arrolladora, elimina a todos los que estorban sus propósitos egoístas: un actor que consigue por fin un papel importante, el del monstruoso rey shakespereano, tan impío como él. Interviene (en apariencia) el libreto con su propia historia el actor «real» (Jorge Báez / Jorge III) que interpreta al actor «ficticio» (de la obra de Gabriel Calderón) que interpreta al rey «ficticio» (de la obra de William Shakespeare), que a su vez es una interpretación («ficticia») del monarca real (el Ricardo III histórico), y durante más de una hora Jorge Báez –que, con mínimos cambios de vestuario, hace todos los papeles– salta de un nivel de la ficción a otro, de una época a otra, de un personaje a otro, de un sexo a otro, de una edad a otra, jugando sin cesar con la indistinción creciente entre el actor ficticio y el actor real (él mismo) que lo interpreta.
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Así, esta adaptación actual de la última parte de la violenta tetralogía histórica de Shakespeare, al trasladar el motivo de la ambición desenfrenada y el apetito de poder como motor de destrucción a un contexto totalmente distinto, pone de manifiesto la siniestra universalidad de los arquetipos shakespereanos. La deformidad física del personaje de Ricardo III está lograda limpiamente por Jorge Báez sin maquillaje ni accesorios, solo con posturas y gestos que le desfiguran el cuerpo y el rostro. Jorge Báez no necesita un bulto de utilería para tener joroba; le basta sentir, pensar, hablar y moverse como un monstruo para convertirse en un monstruo. Sugiere, de paso, con eso un origen intangible de la fealdad física, adensando el misterio del personaje (¿es la maldad de Ricardo III consecuencia de su fealdad, del rechazo que esta genera y del consiguiente rencor, o es, por el contrario, esa fealdad solo el reflejo visible de su maldad interna?). No olvida ni por un segundo que tiene los hombros a diferentes alturas debido a la escoliosis que (según la tradición) le torció la columna al rey a edad temprana, pero es sobre todo la saña despiadada de su voz al describir su propia apariencia grotesca lo que nos hipnotiza y completa la ilusión óptica.
«Mediocres, actores secundarios de sus propias vidas», «Mi reino por un espectador inteligente», «Mastiquen», «Lean, lean», nos escupe con violenta burla Jorge III / Ricardo III. Él tampoco ha leído nada de lo que dice, nos aclara con descarado desprecio, pero al menos sospecha de qué va. Y, aunque nos sabe iletrados, nos habla de las virtudes del pentámetro yámbico, sospechamos, solo por escucharse a sí mismo, solo por regodearse con su propia maestría retórica, porque el intrigante actor de Calderón ha heredado, junto con los vicios, los talentos del manipulador rey de Shakespeare, ese rey deforme cuyas palabras sin embargo brillan desde el famoso monólogo inicial:
Now is the winter of our discontent
Made glorious summer by this son of York;
And all the clouds that lour’d upon our house
In the deep bosom of the ocean buried...
«Ahora es el invierno de nuestro descontento», repetirá Jorge III a lo largo de esta obra ya sin pentámetros yámbicos pero vertebrada, a cambio, por reiteraciones léxicas y sintácticas cuyo ritmo suma sentido y color a cada escena de este complejo palimpsesto en el que se superponen las escrituras de Shakespeare, quizá las de Holinshed y Tomás Moro, y ahora la de Calderón. Lo que el lenguaje conserva de shakespereano, por cierto, va bien con la faceta grandilocuente de Ricardo III, y lo que introduce de castellano paraguayo la adaptación de Báez presta naturalidad a la voz de Jorge III.
Cerca del final, el rey nos da la espalda por un minuto y cuando se vuelve –giro escalofriante– de nuevo hacia nosotros ya no es él: se ha convertido en su madre, la duquesa de York, que, en uno de los parlamentos más desgarradamente bellos de la obra, lamenta haberlo parido.
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Por increíble que parezca (las coincidencias no existen), pensaba en eso anoche cuando quiso el Padre Azar que nos cruzáramos Jorge Báez y yo en la calle Chile del centro de Asunción y que nos detuviéramos a hablar unos minutos en la vereda. Aproveché para decirle cuánto me había impresionado ese parlamento de la duquesa de York, y él me recitó unos versos de memoria. Esa cadencia fatal, esa implacable dicción, esa terrible belleza. Nos despedimos y seguí mi camino con la certeza de que en esta versión (más extensa que la de Shakespeare) de las palabras con las que la madre de Ricardo III maldice a su hijo está la clave de su tragedia.
Volvamos a ese momento. Ricardo III camina hacia el tenebroso fondo del escenario, nos da la espalda por un minuto y cuando se vuelve de nuevo hacia nosotros ya no es Ricardo III sino la duquesa de York. Pero el actor nos ha dejado entrever antes el artificio que por convención ignoramos, ese fugaz minuto en el que se sujeta con tirantes el vestido que lo transformará, de Ricardo III / Jorge III, en su propia madre.
Tal como en los sueños, que no siguen la lógica del mundo vigil, en el teatro un personaje puede condensar a la vez a varias personas. De ahí que las palabras con las cuales la duquesa de York maldice a su hijo sean letales. No es solo ella sino también el hijo quien, poseído por la voz de su madre, grita qué maldición que semejante monstruo haya salido de una mujer buena. Y es quizá también la buena persona que Ricardo III no fue y pudo haber sido y ya nunca será la que, con la voz de su madre, llora su propio envilecimiento, su degradación, árbol torcido cuyo tronco jamás se enderezará, deforme tronco desviado por la escoliosis. Desde su interior –a todos nos habita la voz de nuestros padres–, el odio de su madre lo posee; porque las palabras de la duquesa de York lo han condenado al aniquilamiento quizá antes de nacer, esta escena anuncia su fin inexorable. Quizá toda la escena suceda dentro de su mente, como lo sugiere su cualidad onírica: los ojos que miran fijamente sin ver, los pasos solemnes, sonámbulos, en trance, de la duquesa, hierática hasta lo irreal, con su imposible vestido de tela inmóvil. La Historia de un jabalí saca a la luz del escenario, desde la oscuridad del subsuelo secreto de la obra de Shakespeare, el sentido latente de la deformidad moral y física y del fatal destino del monarca deforme, víctima y verdugo de sí mismo, y si algún valor tiene reescribir un clásico, es este. El tesoro estaba y sigue estando en Shakespeare, en su inagotable fondo, pero para desenterrar este lingote de oro fue necesario el estado de gracia de un dramaturgo inspirado y de un actor inspirado, y por inspirados entiendo inconscientes, porque la inspiración, en el caso del arte, no es un saber, sino un no saber: se dice lo que se sabe, pero solo por lo que no se sabe es posible ser dicho.