El portal infinito (I)

La siguiente es una historia real. En 2019, una joven profesora universitaria de Sociología y su pareja encontraron por azar, a 500 kilómetros de Buenos Aires, cientos de libros abandonados que fueron propiedad de Augusto Roa Bastos. La protagonista de este descubrimiento nos cuenta en primera persona la historia de los libros perdidos de Roa Bastos en El Suplemento Cultural en esta nueva serie, «El portal infinito». Esta es la primera entrega.

"Los libros debieron quedarse en la Argentina después del último exilio..."
"Los libros debieron quedarse en la Argentina después del último exilio..."

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He demorado 360 días y nueve horas en poner en palabras mi travesía con los libros perdidos de Augusto Roa Bastos (1). El descubrimiento de tal tesoro me mantiene cautiva en un torbellino de casualidades que, aún hoy, continúan revolucionando mi corazón.

Para leer este relato es importante saber que cada detalle que se narra forma parte de una historia verídica. Mi encuentro con la biblioteca ocurrió como por arte de magia, sacudiendo el rompecabezas de mi vida y moviendo muchas piezas de lugar. En el camino, la realidad y la ficción se fusionaron en un portal del que, sospecho, no podré salir jamás

El autor más prestigioso del Paraguay apareció en mi casa una tarde de 2019, con casi 300 libros leídos, subrayados y analizados por él que estaban perdidos desde hacía más de cuarenta años. Todo lo que ocurrió después fue fluyendo como en un cuento, hasta llegar a este escrito, que no espera más que decir muchas cosas que todavía me cuesta creer, pero que efectivamente viví. Y es que a veces las casualidades nos llevan exactamente al punto en el que queremos estar, aunque lo hayamos buscado cien veces en otros sitios, aunque estemos demasiado distraídos o, incluso, hayamos abandonado su búsqueda.

Augusto Roa Bastos vivió en la Argentina por casi treinta años. Llegó en 1946 escapando de una dictadura y debió marcharse más adelante, a causa de otra. Sin embargo, la persecución política e ideológica jamás logró silenciarlo. Durante el exilio su escritura, atravesada por el rechazo a la injusticia y el dolor del desarraigo, se volvió más ágil. Escribió con un amor a su patria y a los suyos que pronto lo convertiría en «El supremo escritor» (2), y mientras todo aquello ocurría, su biblioteca personal, testigo del fervoroso deseo de resistencia, aguardaba la llegada de un destino esperanzador: a través de esta, Augusto viajaría en el tiempo.

Los libros debieron quedarse en la Argentina después del último exilio y esa quizá sea una primera pieza de este rompecabezas. Sus hijos, al emigrar a su vez, los ordenaron aguardando un regreso que nunca ocurrió. En el proceso de guardado registraron tapas, notas y objetos que funcionaron como indicadores para su reconocimiento muchos años después. Posteriormente, el departamento debió vaciarse y los libros acabaron en un depósito en la ciudad de Buenos Aires.

Entonces se perdió el rastro de aquel tesoro, que por algún motivo llegó a mis manos en 2019. Pero para contar esta parte del relato resulta necesario aclarar muchas cosas. Porque creo que el hecho de que yo estuviera tranquila en mi casa, mirando por la ventana un universo que en ese instante me parecía finito, y que de pronto el mismísimo Roa Bastos apareciera en mi puerta con un tesoro repleto de polvillo, merece una introducción dedicada.

Nací en 1993, diecisiete años después del día en que Augusto tuvo que abandonar la Argentina y sus libros. Durante pocos años viví a dos horas de su antiguo departamento. A los ocho años me mudé con mis padres y hermanos a Comandante Nicanor Otamendi, un pueblito rural de la provincia de Buenos Aires donde siempre residió mi familia paterna, en el campo y cerca de la playa.

La biblioteca perdida de Roa Bastos apareció a media hora de mi casa, a quinientos kilómetros del departamento en la ciudad de Buenos Aires. Las cajas estaban distribuidas en un contenedor de basura lindero a una ruta que conecta con la costa atlántica.

"La biblioteca perdida de Roa Bastos apareció a media hora de mi casa..."
"La biblioteca perdida de Roa Bastos apareció a media hora de mi casa..."

Desde que tengo memoria, la lectura y la escritura son una especie de escudo protector al que me aferro con fuerza. Suelo sentirme afortunada de ser una persona capaz de encontrar portales en los libros y ya de pequeña me maravillaba la posibilidad de vivir entre dos mundos: el real y el imaginario. Siempre me resultó divertido buscar magia en las causalidades, volver infinito lo limitado.

Durante mi juventud abordé la odisea de fusionar aquella literatura que consumía con un universo nuevo que se abría a mis pies: debía redescubrirme. Fue entonces cuando empecé a fantasear con la idea de transformarme en la protagonista de un portal, en la superpoderosa heroína de mis propios relatos. Sin embargo, a pesar de haber escrito una tonelada de borradores, no lo logré. Y la frustración de no encontrarme a mí misma en ninguno de los dos universos (el imaginario y el real) resultó en que no volviera a escribir un párrafo en muchísimo tiempo.

Tengo que mencionar todo esto porque ocho años después, el día en que volví a tomar un lápiz, mi garaje escondía un tesoro. Los libros perdidos llegaron a mis manos cuando me había olvidado de mí misma. Y es que la literatura es así, siempre llega para llenar algún hueco, para regalarnos algo que nos está faltando, aunque no lo sepamos. En esta línea, cuando la misma vida se transforma en un cuento, el espíritu lector se enciende como una antorcha en el alma y ya no hay manera de apagarlo.

Entonces tenía 25 años, y los dos universos se fusionaron de un modo absolutamente inesperado. Aún no lo sabía, pero la casualidad había empezado a tejer, por fin, la historia que había buscado durante tanto tiempo:

Mi compañero viajaba por una ruta que siempre le había parecido aburrida, cuando encontró las cajas. Los libros húmedos, sucios, con hongos, se ofrecieron como parte de un relato de piratas. No los abrió entonces. Creyó que eran miles. Yo también lo creí. Cuando llegaron, ocupaban la camioneta entera, el corazón se me escapó del cuerpo.

Desde el principio me resultó enigmática la pieza del rompecabezas que me cruzó con tal aventura. Estábamos en pareja desde hacía tres años y a veces leíamos juntos a la hora del mate. Fue una casualidad que él y no otro pasara por ese camino. Miró para ese lado y vio la pata de un mueble que parecía de roble. Como había salido temprano, tuvo tiempo de frenar a ver si encontraba algún mueble viejo para el monoambiente que estábamos remodelando. En cambio, se topó con una tonelada de libros que rescató para mí: «¿Los querés? Te los llevo».

Los descargamos en casa de mis padres por una cuestión de espacio. Mientras acomodábamos las cajas repletas de polvo en un rincón accesible del garaje, planeando revisarlas al sol durante el día siguiente, conversamos sobre el hallazgo. Me invadía una extraordinaria emoción por haber encontrado tantos libros nuevos y empecé a planear dónde ubicarlos: debería colgar bibliotecas en la pared y quizá sacar algún mueble. Y leerlos todos…

A lo mejor de a dos, para calmar la ansiedad. Posiblemente, me tomaría el resto del año. Soñaba despierta mientras contemplaba mi tesoro; mi espíritu lector se enloquecía a preguntas. ¿Qué libros habría? ¿Quién los había leído antes? ¿Por qué los abandonaron?

Siempre sentí que los libros usados son más especiales que el resto, porque portan infinitas historias: las que escriben sus autores (y las que hay detrás), las que el lector interpreta en diferentes momentos, las de cómo terminan en una venta de usados. Así, si el libro en sí mismo es un portal, un libro usado carga miles de escondites y pasadizos absolutamente irresistibles.

Pensé en la cantidad de lugares que podría visitar con mi nuevo descubrimiento solo permaneciendo un tiempo en la primera estación: el enigma. Necesitaba imaginar un poco más antes de caer nuevamente en la realidad. Soñar despierta, jugar a adivinar el contenido de cada obra. Así fue que las cajas fueron reubicadas al fondo del garaje tal como habían llegado. Y la biblioteca perdida aguardó inmóvil. Aún no había llegado el momento de descubrirla.

(Continuará…)

"Los descargamos en casa de mis padres por una cuestión de espacio..."
"Los descargamos en casa de mis padres por una cuestión de espacio..."

Notas

(1) Augusto José Antonio Roa Bastos (1917- 2005) fue un escritor, periodista y guionista paraguayo. Está considerado como el autor más importante de Paraguay y uno de los más destacados en la literatura latinoamericana. Ganó el Premio Cervantes en 1989 y sus obras han sido traducidas a, por lo menos, veinticinco idiomas.

(2) El autor suele ser apodado así en honor a su máxima obra, Yo el Supremo.

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