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El mito del «hombre salvaje», que vive fuera de la civilización y tiene una fuerza sobrehumana, es casi universal. Aparece en uno de los documentos escritos más antiguos que conocemos. Me refiero a la Epopeya de Gilgamesh, escrita en lengua acadia en el segundo milenio a. C., pero descubierta por arqueólogos recién en 1849. Los lectores recordarán que, como rey de la ciudad-estado sumeria de Uruk, Gilgamesh tenía toda la riqueza que podía desear, pero aun así estaba descontento con su suerte. Entonces Enkidu, un hombre peludo de los bosques, un símbolo de la naturaleza indómita entre los pueblos mesopotámicos, se trenzó con él en combate. Ninguno de los dos ganó, pero se volvieron íntimos amigos y realizaron juntos grandes hazañas de coraje y fuerza, vinculándose así simbólicamente la civilización y el salvajismo como reflejos necesarios el uno del otro.
En esta antigua historia, la presencia de lo salvaje se da por sentada, como parte de un equilibrio necesario, como en una dualidad zoroástrica de luz y oscuridad, sagrado y profano. Tal dualismo afectó la consideración de lo salvaje a lo largo de la Antigüedad y la Edad Media en toda Europa. El maniqueísmo que San Agustín atacó con tanto vigor tuvo su indómito pueblo barbudo, y, en los cuentos populares de Las mil y una noches, también el islam.
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El aislamiento de la mayoría de las comunidades medievales de Europa fomentó la creencia en los hombres salvajes. Franceses, italianos, alemanes, españoles y portugueses imaginaban que en lugares lejanos era común encontrar criaturas fabulosas. Hay monstruos en obras enciclopédicas como las Etymologiae de Isidoro de Sevilla, De Universo, de Rabano Mauro, o Liber de Natura Rerum, de Tomás de Cantimpré. El libro de viajes de sir John Mandeville, de 1357, que circuló profusamente en Europa y registró supuestos avistamientos de gigantes, cíclopes, pigmeos y, sí, hombres salvajes en China, India y Asia Menor, atestigua la popularidad de estas leyendas. Marco Polo, aunque no mencionó a los hombres salvajes, se negó a descartar la posibilidad de que existieran en aquellas zonas de Catay y Cipango que no había visitado. Por su parte, los navegantes portugueses empezaban a descubrir en el Atlántico islas hasta entonces desconocidas (Madeira y las Azores), y se deducía que donde había islas nuevas habría también pueblos nuevos, o pueblos antiguos cuya existencia hubiera permanecido ignorada hasta entonces.
Esta genealogía del hombre salvaje que se remonta a Gilgamesh la expone el antropólogo Roger Bartra en los libros y artículos que le ha dedicado a este mito. Mito que algunos historiadores consideran producto del encuentro de los europeos con los habitantes de otras partes del mundo, mientras que Roger Bartra sostiene lo contrario.
«Cuando en 1538», escribe Roger Bartra en su libro El salvaje en el espejo, «dos ambiciosos monarcas europeos –Carlos V de España y Francisco I de Francia– firmaron por fin la paz, después de muchos años de sangrientas guerras, el virrey de México y los conquistadores decidieron engalanar la plaza mayor con los regocijos de una gran fiesta. Los representantes de la vieja y civilizada Europa realizaron unos festejos cuyo extraño simbolismo no puede menos que sorprendernos: en medio de la gran polis representaron, ante los sin duda admirados ojos de los nahuas conquistados, el maravilloso espectáculo del salvajismo occidental» (1). Roger Bartra cita al cronista Bernal Díaz del Castillo, que cuenta cómo se escenificó un bosque en la plaza central de México. «El bosque artificial de la imaginación europea se implantaba, como en un sueño, en la ciudad conquistada», escribe Roger Bartra.
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En esos festejos, en medio de esos árboles de fantasía, un grupo de actores interpretó a seres insólitos: hombres salvajes, barbudos e hirsutos. Roger Bartra parte de este relato de Bernal Díaz del Castillo, relato que el antropólogo mexicano cita extensamente en su libro El salvaje en el espejo (2), para exponer su propia teoría: la de que el mito del hombre salvaje no es un resultado del encuentro de los europeos con los nativos americanos, sino un arquetipo que se remonta a la Antigüedad.
En respaldo de su tesis, Roger Bartra analiza la fachada de una casa yucateca: «¿Quiénes eran estos hombres salvajes que festejaban con su exotismo grotesco la paz firmada en Aigues-Mortes por los soberanos europeos? Una representación de dos de ellos puede verse todavía hoy en la fachada plateresca de la Casa de Montejo, en Mérida, Yucatán. A todas luces no son una imagen de los indígenas americanos: son auténticamente europeos, originarios del Viejo Mundo. Son hombres barbados desnudos, con el cuerpo profusamente cubierto de vello, armados de unos garrotes similares a los bastos del antiguo juego de naipes…» (3).
Roger Bartra plantea que esas figuras de hombres salvajes que se encuentran en México representan un antiguo arquetipo europeo. Que tiene equivalentes en otras latitudes; por ejemplo, el Sasquatch en América del Norte, o el Yeti en el Himalaya.
Yo iría más lejos: también lo tiene en Paraguay.
Cuando Moisés Bertoni buscaba rastros de mitos precolombinos entre los indios guaraniparlantes del Alto Paraná a principios del siglo XX, se encontró con pueblos originarios que hablaban de un hombre salvaje que vivía en las selvas paraguayas. Los indios consideraban a esta figura, a la que llamaban Kurupí, una bestia real, tan peluda como sus parientes lejanos de México y Uruk. Todavía influía en el destino de las personas que vivían cerca del bosque, de maneras felices y no tan felices (4).
Resulta que Kurupí era extremadamente libidinoso. Su pene era larguísimo, podía enrollárselo en el torso como una faja y, por la noche, alcanzar con él a las chicas a través de puertas y ventanas. La pasión no estaba toda de un solo lado, por cierto, ya que las mujeres a veces usaban a Kurupí como chivo expiatorio para explicar embarazos inoportunos, y a veces un marido con sus propios deslices prefería aceptar la pasión de Kurupí como la explicación más fácil y conveniente de lo ocurrido a su señora en la noche.
Una década después de las investigaciones de Bertoni entre los indios, el poeta Rosicrán escribió su impactante Nuestros antepasados (Ñande ipi cuera), relato literario de la historia de Kurupí y otros seres míticos (5). El salvajismo que este libro elabora en forma poética es al mismo tiempo completamente paraguayo y completamente evocador de todos los hombres salvajes del pasado. Si los paraguayos de hoy conocen a Kurupí, probablemente es gracias a este «poema etnogenético».
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¿Y quién puede asegurarnos que no haya algo de verdad en todo esto? Un difunto amigo mío, que creció en la región montañosa de Caaguazú en la década de 1930, una vez me dijo que había visto una especie de hombre salvaje escondido en un árbol, aunque no tenía la vellosidad que se le atribuye tradicionalmente. Yo mismo vi a un hombre desnudo caminando alegremente por uno de los caminos menores que salen de Mbocayaty en 1992. Tampoco era hirsuto, pero tenía la sonrisa amplia y expresiva que uno podría esperar de Kurupí. Cuando regresé a Asunción, les pregunté a mis caseros por este curioso tipo, y la respuesta de la dueña de casa fue inequívoca: «Era un loco», dijo. Y añadió que «ese distrito es conocido porque la gente del lugar abandona a sus familiares esquizofrénicos a su suerte». Su esposo, sin embargo, que era oriundo de ese distrito de Mbocayaty, se negó a aceptar lo que ella afirmaba.
Bueno, ¿qué podía decir yo? Tal vez el salvajismo de una persona sea la locura de otra. Y yo mismo tendría que ser un salvaje o estar loco para interponerme en una pelea conyugal. Quizás fuera Kurupí, después de todo.
[Nota de la Editora: En realidad este artículo está basado en la obra del antropólogo Roger Bartra, especialmente en su libro El salvaje en el espejo; hemos incluido las referencias en las partes del texto en las que correspondía hacerlo, y la fuente principal en las notas].
Notas
(1) Bartra, R. (1992). El salvaje en el espejo. Era, p. 7.
(2) Díaz del Castillo, B. (1982). Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Edición crítica de Carmelo Sáenz de Santa María, Instituto Fernández de Oviedo, pp. 607-8. Citado en: Bartra, R. (1992). El salvaje en el espejo. Era, pp. 6-7.
(3) Bartra, op. cit., p. 8.
(4) Bertoni, M. (1922). La civilización guaraní. Vol. 1. Ex Sylvus.
(5) Colmán, Narciso R. (1937). Génesis de la raza guaraní: Nuestros antepasados (Ñande ipi cuera). Ed. Guaraní.