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El 27 de junio de 1967, durante la inauguración del Cuarto Congreso de la Unión de Escritores Checoslovacos, en Praga, Milan Kundera subió al estrado y comenzó su discurso:
–¡Queridos amigos! Cuando se estaba preparando este Congreso, decidí renunciar a los discursos introductorios habituales, siempre tan largos, autoritarios y aburridos…
Siguió hablando de la literatura y la historia de Europa central y del valor del idioma y los mitos y las metáforas en la vida de los pueblos. Y en cierto punto empezó a hablar del vandalismo.
–¿Quiénes son los vándalos hoy? –preguntó.
Y prosiguió diciendo que los vándalos no son los campesinos analfabetos que prenden fuego a la mansión del odiado terrateniente sino las personas educadas, acomodadas y mediocres que, en su soberbia, se creen llamadas a transformar el mundo, y para transformarlo lo destruyen.
Me imagino que en este punto los presentes habrán contenido la respiración, esperando un rápido giro hacia temas menos comprometedores. Pero Kundera, lejos de eso, agregó:
–Si los funcionarios deciden que una estatua, un castillo, una iglesia o un árbol son superfluos y ordenan su remoción, es vandalismo. No hay diferencia esencial entre destrucción legal e ilegal, ni entre destrucción y prohibición. Un diputado checo ha pedido hace poco en el Parlamento, en nombre de veintiún diputados, la prohibición de dos películas…
Y prosiguió afirmando que cualquier represión de cualquier opinión es un ataque a la verdad…
–…porque la verdad solo se alcanza en un diálogo entre varias opiniones iguales y libres.
Quedémonos con esa frase. Esa frase conduce a lo que llamo «la fórmula secreta de Kundera».
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Una constante en las novelas de Kundera es el uso de la polifonía y de la variación, en el sentido musical, para ver cada cosa desde varios ángulos. En sus novelas no se impone ninguna verdad particular. Cada personaje interpreta lo que sucede a su manera. Cada hecho cambia según el punto de vista. Es así incluso en la novela que le dio renombre mundial, La insoportable levedad del ser (1987).
Como veremos enseguida, Kundera aprendió muy joven, por amarga experiencia, a desconfiar de las «verdades» que se imponen como únicas, a valorar la pluralidad de opiniones, a comprender la importancia de defender esa pluralidad. En cuanto a la polifonía y la variación, Kundera era hijo del pianista y musicólogo Ludvík Kundera –discípulo del compositor Leos Janacek– y aprendió a tocar el piano siendo niño.
Milan Kundera nació en 1929 en Brno. Su historia, quizá como la de toda su generación, es la historia de un trauma. A los 19 años de edad, en 1948, se unió al Partido Comunista. Dos años después, en 1950, el joven y entusiasta militante fue expulsado del partido, junto con Jan Trefulka. Ambos eran escritores y ambos llevaron aquel incidente a la ficción, Jan en su novela Prselo jim stestí (La felicidad llovió sobre ellos, 1962), Milan en su novela Zert (La broma, 1967).
Pero la triste lección –con sus feos detalles: la delación, la complicidad, la obediencia, el miedo– que aprendió Kundera de aquel incidente moldeó la compleja estructura coral de sus relatos: no existe la verdad, solo hay interpretaciones. Es una marca tan imborrable como la de la música, que aprendió a amar en su infancia y que también atraviesa toda su obra. La síntesis de estos dos principios nos da la clave estructural de su producción literaria. Su fórmula secreta.
Volviendo al 27 de junio de 1967, Kundera no fue el único escritor checo que por primera vez en aquel Congreso se enfrentó abiertamente al Partido Comunista, pero su discurso se convirtió en un hito.
Faltaban pocos meses para la Primavera de Praga, y poco más de un año para que las tropas del Pacto de Varsovia la aplastaran en agosto de 1968 con una invasión, liderada por la URSS, que daría inicio a las persecuciones y encarcelaciones del periodo de «normalización».
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Kundera fue readmitido en el Partido Comunista en 1956 y expulsado nuevamente en 1970, esta vez para siempre. Después de la ocupación soviética de 1968, sus libros fueron prohibidos. Los retiraron de todas las librerías y bibliotecas. Junto con cientos de otros escritores, Kundera iba a ser limpiamente borrado de la historia checa.
Lo echaron del trabajo «sin que nadie –recordará en El libro de la risa y el olvido (1981)– tuviera derecho a darle otro empleo». Podían arrestarlo o interrogarlo en cualquier momento. Sus amigos intentaron ayudarlo a sobrevivir publicando artículos con seudónimo en periódicos y revistas, y por un tiempo escribió la sección de astrología en una revista, pero lo descubrieron. Finalmente, dejó Checoslovaquia en 1975.
En La broma, el joven Ludvik Jahn hace, como el título indica, una broma. Por esa broma, es llevado ante un tribunal, al que intenta en vano explicar que solo era una broma. Ludvik termina expulsado del Partido Comunista, expulsado de la universidad y condenado a trabajos forzados en las minas de carbón durante una cantidad indefinida de años. En La broma hay una lección escéptica: comprender la realidad es imposible. Es la lección aprendida por Kundera con su desilusión juvenil del Partido Comunista. El trauma de Ludvík en La broma es ver a sus propios amigos apoyar su expulsión del Partido porque el Partido lo ordena. Desde entonces, se preguntará siempre cuántos estarían dispuestos a enviar a la muerte a otros si la autoridad lo exigiese. La broma tiene ya la estructura característica que describimos antes: cada personaje cuenta la historia desde su punto de vista. Se engañan todos. Vivimos encerrados en nuestra propia visión de la realidad.
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Coherentemente, en El libro de la risa y el olvido (1981) a las voces de los personajes se suma la del autor, que habla de su pasado, de la muerte de su padre, de la ocupación soviética de Praga, del exilio. De los enemigos del régimen, de sus voces acalladas, cada vez más ausentes, de sus vidas cada vez más inciertas, de su creciente exclusión, hasta la caída final. De los borrados, los desempleados, los olvidados. Los cientos de miles perdidos, desterrados, desalojados, arrojados de sus trabajos, que fueron esfumándose poco a poco en la niebla como una silenciosa procesión de fantasmas.
«Yo también bailé la rueda», dice la voz de Kundera (una versión entre otras de los hechos, claro está) en El libro de la risa y el olvido. «Luego un día dije algo que no tenía que haber dicho, me expulsaron del partido y tuve que salirme de la rueda. Entonces tomé conciencia del significado mágico del círculo. Si nos alejamos de la fila, podemos volver a entrar en ella. La fila es una formación abierta. Pero el círculo se cierra y no hay regreso posible. No es casual que los planetas se muevan en círculo y que cuando una piedra se desprende de ellos sea arrastrada inexorablemente hacia afuera por la fuerza centrífuga. Igual que el meteorito despedido volé yo también del círculo y sigo volando hasta hoy».
Es imposible exagerar la importancia de Milan Kundera en la literatura y las ideas del siglo XX y su valor para la posteridad. Murió el martes, aunque la noticia no se conoció hasta el miércoles. Desde hacía mucho tiempo, su nombre sonaba recurrentemente en las apuestas al Nobel, pero, por supuesto, no se lo dieron nunca. Ahora, por desgracia, ya es demasiado tarde. Pobre Premio Nobel, se perdió a Kundera.