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Me cuenta una amiga que la autora del bestseller de 2006 Eat, Pray, Love (Comer, rezar, amar, en el que se basó la película homónima de 2010), una escritora estadounidense llamada Elizabeth Gilbert, suspendió hace poco el lanzamiento de su novela The Snow Forest (El bosque nevado), que estaba anunciado para febrero de 2024, porque numerosos lectores la acusaron de idealizar («romantizar», como dicen los muy esnobs) la Rusia soviética debido a que la historia se sitúa en Siberia en la década de 1930, y de «dañar» al pueblo ucraniano por hacerlo en el actual contexto de guerra. Es muy tonto, lo sé. Pero todavía más tonto es que al parecer los personajes centrales de la novela se rebelan contra el gobierno soviético, así que de «romantización» no hay nada. Y lo más tonto de todo es que la autora alzó un vídeo donde les da la razón a los furiosos «lectores» («lectores» que no han leído el libro porque aún no se lanzó o ya no se va a lanzar… en fin, da igual, así son las redes).
Busqué el video. La autora dice (abrevio): «Este fin de semana he recibido una enorme cantidad de reacciones y respuestas de mis lectores ucranianos, expresando enojo, pena, decepción y dolor por el hecho de que haya decidido lanzar al mundo en este momento un libro… ambientado en Rusia. Y quiero decirles que he escuchado y leído sus mensajes y los respeto… No es momento de publicar este libro».
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Bueno, dudo que la autora de ese bestseller sea una fanática estalinista; lo más probable es que sea una liberal bobalicona. Pero lo divertido de este chisme es que no se trata de un caso aislado: resulta que al guglear, en un momento de supremo y hastiado tekoreí, esta macanada, me entero por la magia del algoritmo de que no es la primera escritora contrita y autofunada en ese grupo de medianías con éxitos de ventas siempre en línea y siempre listas para treparse al furgón de cola de la última causa progre del momento. Había sido que los autores que retiran sus libros de circulación, iluminados y arrepentidos por la justiciera indignación del fandom, se han vuelto un espectáculo familiar en el actualmente patético mundo editorial anglosajón. Me queda de tarea para mis próximas vacaciones en el Caribe averiguar si lo mismo ocurre en el mundo editorial francés, el español y latinoamericano, etcétera. O si (miedito) lo mismo ocurre ya. En 2019, otra escritora, llamada Amelie Wen Zhao, canceló el lanzamiento de su novela Blood Heir porque le llovieron acusaciones indignadas de racismo, y otro escritor, llamado Kosoko Jackson, decidió no publicar una love-story gay situada en Kosovo porque le llovieron acusaciones indignadas de «trivialización del genocidio», y al año siguiente, 2020, otra autora, llamada Alexandra Duncan, canceló el lanzamiento de su libro Ember Days porque le llovieron acusaciones indignadas de… lo que sea, qué más da. Busquen en Google si quieren bostezar con la larga lista de anodinos e influyentes escritores que en los últimos años han hecho públicamente el mea culpa presionados por alguna variante de chantaje moral.
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Supongo que dentro de poco tiempo sociólogos, psicólogos, periodistas e influencers ya no solo van a llenarnos las orejas todo el santo día con la cultura de la cancelación sino también con la de la autocancelación. Entre paréntesis, hubo un momento, al inicio de la invasión de Ucrania, en el que algunos grupos proucranianos parecieron creer que sus enemigos eran el pueblo ruso, el arte ruso, la literatura rusa, la música rusa, ¡el vodka (ruso)!, and so on, y no el gobierno ruso (tal como el bando contrario, prorruso, se dedicó a estigmatizar al pueblo ucraniano, la cultura ucraniana, la historia ucraniana, etcétera –algo que ya fue criticado en El Suplemento Cultural (1)– de manera análoga), así que quizá los rescoldos de esa extraña reacción antirrusa expliquen en parte el llorón video de Gilbert. Puede ser. Dicho esto, como su papelón no es una rareza, y, peor aún, como, según me entero, estos actos públicos de arrepentimiento suelen ser aplaudidos, lo que salta a la vista es que nuestra época tiene una perversa afición por las demostraciones serviles de conformismo, que sin duda siempre fueron comunes en nuestra sociedad pero que al menos no parecían propias del mundo literario.
Les he comentado estos recurrentes actos públicos de contrición de los miembros del club de los moralmente intachables, este verdadero carnaval de estupideces, porque en realidad quería sentar postura sobre un principio básico. El deber de un verdadero escritor, de un intelectual digno de tal nombre y de cualquier persona honesta –y además, en teoría, de todos los periodistas, por más que tantos de estos plumíferos prefieran el camino fácil de convertirse en ídolos vivientes de milenials progres opinando obedientemente lo que en cada momento es «correcto» opinar– no ha cambiado nunca por difíciles que fueran las circunstancias y sigue siendo el mismo de toda la vida: no repetir los dogmas del catecismo imperante, desafiar el sentido común, escribir y pensar salvajemente y jamás pedir disculpas por hacerlo. Y aunque se linche a cualquiera que cumpla este deber, cada vez que alguien se atreve a decir en voz alta lo que piensa el mundo entero, en secreto, respira con gran alivio.
Notas
(1) «Contra la estigmatización de los ucranianos: Hate is not an opinion», El Suplemento Cultural, edición impresa del 14/04/2022. (Del «Especial: Contra la Guerra en Ucrania», El Suplemento Cultural, 14/04/2022).