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El escándalo literario internacional del momento es la decisión de los dueños de los derechos de publicación de las obras de Roald Dahl, Ian Fleming y Agatha Christie de modificar sus escritos para adaptarlos a la «sensibilidad moral contemporánea». Como ya comentamos, esta práctica de aggiornamiento no es nueva (1), pero presenta demasiados aspectos de interés para abordarlos en un solo artículo, e incluso en dos o tres.
El espectáculo de la manipulación de una obra sin el consentimiento de su autor debería volver palmaria para cualquiera la diferencia entre derechos de propiedad en sentido jurídico y derechos en la esfera moral.
Aun si pensáramos el asunto en términos estrictamente mercantiles, como cuestión de etiquetado del producto, ¿no es fraude llamar café a la soja torrada como café o vender como liebre al gato? Para no caer en descrédito, la etiqueta debe coincidir con el contenido. Salvo advertencia: «obra de X con las palabras de X», o, por el contrario, «obra de X alterada por los herederos de X» (como podría hacer Penguin con sus dos nuevas colecciones, la «clásica» y la aggiornada, de los libros de Dahl).
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En medio del alboroto por los anuncios de reediciones sanitizadas, una escritora de gran prestigio mundial tuiteó que le parecía correcto cambiar el nombre de un personaje de H. P. Lovecraft por ser «un insulto racista indefendible hoy» (a racist slur, unconscionable today):
«Por ejemplo, en “Las ratas en las paredes”, H. P. Lovecraft le pone como nombre al hermoso e inteligente gato negro del protagonista un insulto racista, hoy indefendible; cariñoso o inocuo originalmente, ahora es ofensivo. Pero también innecesario. ¿Qué hay de malo en cambiarlo?».
Novelista, dramaturga, crítica, editora, profesora de la Universidad de Princeton, miembro de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos, ganadora del National Book Award y desde hace años una de las más firmes candidatas al Premio Nobel de Literatura, Joyce Carol Oates alude en su tuit a Niggerman, bautizado así por Lovecraft en afectuosa memoria de su entonces ya difunto gato homónimo. Digo bien, la escritora alude a Niggerman, pero no escribe su nombre ni una sola vez: teclearlo sería blasfemia, como negar la existencia del Holocausto.
Se equivoca Joyce Carol Oates al pensar que el término era inocuo entonces y que se ha vuelto ofensivo recién ahora. El nombre Niggerman del gato del cuento ya había sido cambiado por Black Tom hacia 1950 en la revista Zest porque «the N-word» no era inocua. Desde hace muchas décadas se ha vetado la palabra nigger –como, en menor medida, negro (que en 1928 un joven activista le reprochó a W. E. B. Dubois que pronunciara en sus discursos, a lo cual el célebre defensor –negro– de los derechos civiles respondió: «Quienes desprecian a los negros no dejarán de despreciarlos por llamarlos “personas de color” o “afroamericanos”. Lo importante no son las palabras, sino las cosas. ¡Vamos, niño, luchemos por las cosas!»).
No sé si atribuir el ruido tuitero de Joyce Carol Oates (y el ruidoso silencio de tantos) a miedo, a oportunismo o a esas buenas intenciones que empedran el camino del infierno literario, pero nos obliga a explicar por qué es imposible comprender la literatura estadounidense de los siglos XIX y XX sin la palabra nigger, y me quedo corta (me abstengo de decir, más ampliamente, «la literatura en lengua inglesa», de mencionar la música, de incluir al siglo XXI).
Por no reiterar los casos más citados estas semanas –el propio Lovecraft, o, más profusamente, Agatha Christie y sus famosos diez…–, pienso en Harper Lee, en Mark Twain...
En Mark Twain.
Una balsa recorre el Misisipi, con Huck y Nigger Jim a bordo. El nigger, ese protagonista fuerte que es el más débil, ese protector que necesita protección, ese negro esclavo fugitivo que arriesga aún más que el rebelde niño blanco. El nigger que confía demasiado en Huck cuando, tendido a su lado, sueña en voz alta –trabajará muy duro y ahorrará cada centavo y comprará a su esposa, que también es esclava, y trabajarán y comprarán a sus hijos, que también son esclavos, y, si no se los quieren vender… los robará–. Jim sueña confiado mientras Huck rumia su indignación –«ahí estaba ese nigger, hablando con todo descaro de robarle sus hijos al legítimo dueño»–, una indignación minada de paradojas que desatan nuestra risa, risa que nos revela el absurdo de las ideas aprendidas por Huck, pero que también nos indica los mil peligros agazapados en ese clima espeso y premonitorio.
Nada de raro tiene, al escribir, consultar detalles de cualquier tema en Wikipedia, un mapa o un manual de repostería, ornitología o fisioterapia. O preguntárselos a un zapatero, un dentista o un físico nuclear. Pero privilegiar el dominio teórico o empírico de los que creen saber algo (sean autores de diccionarios técnicos, representantes autodesignados de alguna minoría que pretenden hablar por todos sus «pares», o sensivity readers) al punto de asignarle un carácter imperativo indiscutible significa renunciar de antemano a conocer. Conocer no es repetir lo ya sabido (por uno mismo o por otros), sino descubrir lo que aún no se sabe, lo que uno mismo ignora que no sabe. Surcar el Misisipi sin sospechar siquiera que vamos en pos de lo oculto, de lo amorfo que busca forma, de lo mudo que pide voz. Por eso la literatura –la de verdad– puede y suele ofender siempre a alguien, por eso implica riesgos y errores, por eso no es un juego apto para cobardes.
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No es cobarde Jim, que se juega la vida. Ni Huck, que se juega el pellejo al huir de su casa, de su padre, Pap –ese borracho abusivo y pegón– y de los suyos, los blancos. Porque los «traiciona» al viajar con la «legítima propiedad» de un blanco, con ese nigger –palabra clave, precisamente, por dolorosa, por «ofensiva»: como el nigger no es dueño de sí mismo, al huir de su «legítimo dueño», le «roba».
«Jim hablaba en voz alta sin parar mientras yo pensaba. Decía que lo primero que haría al llegar a un Estado libre sería ahorrar y no gastar un centavo y comprar a su esposa…». Los sueños de Jim nos llegan en la voz de Huck, que intenta preservar su identidad blanca «apartándose» de Jim al llamarlo nigger, palabra de «los suyos», como todo el supuesto saber que esa poderosa y terrible palabra encierra –la astucia del nigger, su condición abyecta, la mancha que es para un blanco andar con un nigger…–. Uno nace sin saber nada y aprende de «los suyos» cuanto cree saber. Hay que meterse en el pellejo de ese niño blanco que escupe nigger mientras surca el río a solas con el nigger para aprender lo que los suyos nunca le enseñaron, lo que es la humanidad, tal como lo aprende Huck.
Porque aunque el sueño de Jim nos llegue a través de Huck y mezclado con la lucha interna de Huck por distanciarse del nigger, y sembrado por eso de palabras como nigger, Huck ya tenía a Jim adentro. Por eso, tendidos ambos bajo las estrellas, flotando sobre el río, sueña en silencio Huck lo mismo que en voz alta sueña Jim. Por eso conocemos finalmente lo que los sensitivity readers –nombre irónico para oficio tan insensible– son incapaces de imaginar: que la voz del nigger es la voz de Huck, la de Twain, la propia, y esta operación profundamente revolucionaria sucede porque ser otros en la ficción es conocer al otro en lo real que es uno mismo, como Huck amará en Jim al nigger que lleva en su alma, que también quiere escapar, que tampoco tiene cabida entre los suyos, que también está solo, que también sueña con la libertad.
Notas
(1) Dossier «Libertad y censura: el caso de Roald Dahl», El Suplemento Cultural, 05/03/2023.