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Que cambien tus expresiones por otras o te atribuyan palabras que no dijiste es un atropello, y si lo hacen cuando ya estás muerto y no puedes defenderte, un bofetón. Por eso, el tuit del escritor angloindio Salman Rushdie del pasado 18 de febrero en defensa de su viejo colega y enemigo el galés Roald Dahl (1916 - 1990) contra la purga –que Rushdie (con acierto, pues no toda censura es estatal) llama censura– políticamente correcta de sus libros, es un gesto que lo honra. En parte gracias a ese gesto, el anuncio de la reedición purgada se ha convertido en el escándalo literario internacional del momento.
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La noticia apareció primero en la prensa inglesa. Para limpiar sus libros de estereotipos dañinos y lenguaje ofensivo, la editorial de Dahl, Puffin Books, departamento de literatura infantojuvenil de Penguin Random House, contrató, con la bendición de los herederos del autor, los servicios de la empresa Inclusive Minds. Esta empresa –que prefiere presentarse como «colectivo» (puaj), un colectivo de personas «apasionadas por la inclusión»– encargó la tarea de adecentar la racista y misógina prosa de Dahl a la red de «lectores sensibles» [sensitivity readers] y «embajadores de la inclusión» [inclusion ambassadors] con la que trabaja. Así, gracias a Inclusive Minds, hemos superado la concepción binaria del género (en las obras de Dahl ya no hay mothers ni fathers sino parents), alcanzado la paridad (en Las brujas ya no leemos «aunque trabaje como cajera de supermercado o secretaria» sino «aunque trabaje como científica de alto nivel o empresaria») y erradicado la gordofobia (en Charlie y la fábrica de chocolates Augustus Gloop ya no es fat sino enormous), y Matilda ha abandonado a Conrad y Kipling por Steinbeck y Jane Austen... And so on, and so on.
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La noticia desató tal indignación global que esta semana la editorial ha retrocedido y anunciado que publicará las versiones sanitizadas (bajo el sello Puffin) pero también las obras originales de Dahl, intactas (bajo el sello Penguin), estas últimas dentro de una nueva colección, The Roald Dahl Classic Collection.
Pero aunque la versión woke de Dahl está siendo señalada como signo ominoso de un fenómeno nuevo y alarmante, lo cierto es que versiones «racialmente inclusivas» de cómics con personajes originalmente «blancos» han sido habituales –lo contamos en El Suplemento Cultural (1)– desde mediados del siglo XX, que versiones en español moderno de textos medievales comenzaron a aparecer en la colección Odres Nuevos de la editorial Castalia en los años 50, que versiones abreviadas de todo tipo de obras circulan en revistas como Readers’ Digest desde hace décadas, que versiones de Shakespeare «aptas para toda la familia» existen, gracias a la mojigatería de Thomas Bowdler, desde el siglo XIX, y que las versiones para niños de clásicos literarios son más antiguas que la biblioteca de mi abuelo (donde había varias).
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El propósito declarado de Bowdler e Inclusive Minds fue y es salvar del olvido o el descrédito a Shakespeare y a Dahl, respectivamente, adaptando sus obras a la sensibilidad contemporánea (la del público del siglo XIX en el primer caso, la del público del siglo XXI en el segundo). Con The Family Shakespeare, según dice el prefacio de 1819, Bowdler buscó «eliminar de los escritos de Shakespeare algunos defectos que disminuyen su valor» en una edición «que padres, tutores y maestros puedan poner sin temor en manos de sus pupilos». Poder poner libros sin temor en manos de los jóvenes es un objetivo de Bowdler compartido por Inclusive Minds, que, según las recientes declaraciones de los voceros de esta empresa a The Hollywood Reporter, se preocupa por evitar a los lectores «un lenguaje que puede ser perjudicial y perpetuar estereotipos dañinos». Si Bowdler pretendía brindar una versión de Shakespeare que los niños pudieran leer sin peligro, un vocero de Penguin ha declarado este mes a The Bookseller que editar los libros de Dahl es una seria responsabilidad porque los leen niños de corta edad. Si algunas palabras y expresiones de Shakespeare correspondían, para Bowdler, al «mal gusto de la época en que vivió», Penguin cree necesario «revisar el lenguaje» de obras como las de Dahl, ya que fueron escritas «hace muchos años», para «garantizar que puedan seguir siendo disfrutadas por todos en la actualidad».
Los lectores sensibles y los embajadores de la inclusividad son los Bowdlers de hoy, y gracias a ellos el escritor se ha vuelto tan secundario en la industria editorial como el autor de un guion reescrito para eliminar contenidos ofensivos lo es en la industria cinematográfica. El verdadero propósito de empresas como Inclusive Minds es complacer a la burguesía progresista del siglo XXI con sus purgas moralistas, tal como los Bowdler buscaban complacer con las suyas a la burguesía victoriana. Lo que verdaderamente garantizan empresas como Inclusive Minds a las editoriales que las contratan para que revisen sus libros y sugieran cambios es que no dejarán en ellos nada que pueda ser etiquetado como ofensivo ni desatar en las redes sociales indignaciones contraproducentes para su imagen corporativa. La versión woke de Dahl no es señal ni de un avance moral (como alucina cierta seudo-izquierda) ni de un complot «ideológico» (como delira parte de la derecha), sino un buen negocio para Inclusive Minds y, sobre todo, para Penguin, Dahl Estate y Netflix, que compró los derechos de la obra de Dahl en 2021. Las ventas de los libros de Dahl probablemente habrían decaído sin su actualización oportunista, y al publicar tanto las versiones purgadas como las «clásicas» Penguin cubre dos segmentos del mercado en vez de uno.
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Y sin embargo, aunque las adaptaciones de obras literarias no sean, como señalamos antes, algo nuevo, quizá sí haya algo nuevo en la oleada de indignación que el anuncio de la purga de los libros del viejo Dahl ha desatado. Quizá haya un hastío hasta ahora desconocido, el auspicioso comienzo de un hambre inédita de libertad. Porque cada vez más –en parte por el control que con nuestra permanente exposición en las redes sociales permitimos a la mirada ajena ejercer sobre nosotros, en parte por la dirección que con nuestra permanente conexión a internet permitimos a los algoritmos imprimir a nuestra perspectiva– vivimos en un entorno que parece reflejar solo a quienes comparten nuestras opiniones, que nos hace creer que siempre tenemos la razón, que nos impide imaginar lo diferente. Pero la literatura es justamente lo contrario. La literatura no edita la realidad, no la suaviza, no «cancela» a nadie, no bloquea al otro, al extraño, al monstruo: te obliga a sentir como el otro, a ponerte el pellejo del extraño, a ser el monstruo, a adentrarte en los misterios, en lo inexplicable del mundo. No es fruto de la superioridad moral sino de la lealtad al propio ser imperfecto, aun terrible. No leemos para que los libros nos confirmen perpetuamente, como los favs y likes de las redes sociales, que somos, en efecto, lo que creemos ser. Los leemos para que nos golpeen, para que nos desafíen, para que nos destruyan si han de hacerlo, para que nos aniquilen. Patea el tablero cada vez que quieran robarte el derecho a decidir qué leer y qué no. Sin el otro no hay diálogo posible, sin peligro no hay literatura.
Notas
(1) «Sirenitas negras, cuotas étnicas y el Informe Kernel». El Suplemento Cultural, 26/02/2023.