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Una espiga de acero de dieciocho metros de altura se alza en la plaza del Centro Cultural Universitario, en el sur de la Ciudad de México. Rufino Tamayo la creó y la legó a la UNAM. Hoy es un símbolo de la cultura mexicana contemporánea en ese emblemático lugar de Ciudad Universitaria: representa el esfuerzo de difusión cultural que es el CCU: todo un landmark cuya cúspide aparece en logotipos y diseños de numerosas instancias de la UNAM. Pero la pieza no se titula «La espiga»; ese nombre se lo ha ido grabando la gente. El título que le dio su autor es La universidad, germen de sabiduría y humanismo.
Siendo tan importante su autor en la historia del arte mexicano y tan significativa esta obra suya en particular, uno pensaría que debería tener su página en Wikipedia, como sucede con tantas esculturas públicas famosas y no tanto. Y la tiene, pero… La breve nota, titulada «La Espiga (escultura)» [https://es.wikipedia.org/wiki/La_Espiga_(escultura)], dice:
«La escultura urbana conocida por el nombre La Espiga, ubicada en un espacio ajardinado de la losa (la “losina) sobre la avenida de Santander y enfrente de la estación ferroviaria de Renfe, en la ciudad de Oviedo, Principado de Asturias, España, es una de las más de un centenar que adornan las calles de la mencionada ciudad española.
[…] La escultura, hecha en acero al carbón, es obra de Rufino Tamayo, y está datada en 2010.
Se trata de una escultura de 3 metros de altura, y en realidad es una réplica a menor tamaño, de otra pieza llamada del mismo modo (que tiene unos 18 metros de altura) y realizada igualmente de acero al carbón que fue instalada en el año 1980 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Esta pieza es una donación de la mencionada Universidad (la cual había recibido el Premios Príncipe de Asturias de Humanidades en el año 2009) al Ayuntamiento de Oviedo, con la intención de remarcar la presencia de lo que representa la universidad mexicana en España.
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A través de la obra el autor parece que trata de representar la importancia de la universidad y el conocimiento para la difusión cultural».
What? ¿Oviedo, Asturias, España? Debo haberme equivocado de espiga. Al final de cada párrafo hay notas al pie que indican las fuentes donde ha sido consultada esta información: páginas en internet de promoción turística. Sabemos que Wikipedia, desarrollada gracias al invaluable trabajo voluntario de miles de personas, se esfuerza por tener cierto rigor y que sus políticas solicitan a los editores sustentar cada cosa que se diga con «fuentes autorizadas». Lo que no siempre sabemos es que dentro de los grupos de trabajo voluntario de Wikipedia no necesariamente impera la armonía: se dan conflictos, hay relaciones de poder y se dejan pasar «usos no previstos» como el trabajo de editores pagados por contendientes electorales, influencers o artistas de medio pelo que aprovechan el servicio para hacerse publicidad, y otros que ponen a la enciclopedia en la frontera de lo falso.
«Este artículo es un esbozo»
Muchos artículos de Wikipedia comienzan con una advertencia de los editores cuando consideran que algo falta (fuentes autorizadas, referencias, protocolos) o sobra (editorializaciones, opinión). Así, el lector que acude a las entradas que comienzan con esa advertencia sabe que lo que va a leer debe ser confirmado y ampliado porque puede no ser veraz. Es precisamente esa la razón por la que docentes de toda Latinoamérica (ignoramos si también sucede en otros idiomas o regiones) desalientan el uso de Wikipedia por sus estudiantes: a diferencia de la versión inglesa, que muchos académicos no dudan en recomendar, la versión española no es una fuente confiable.
El artículo sobre la escultura de Tamayo es un ejemplo entre miles. Muchos están en entradas sobre especies animales o vegetales: traducidas comúnmente del inglés, los redactores españoles suelen añadir de su cosecha la presencia de tal especie en el territorio ibérico, «localizando» la nota en el sentido de volver local un tema que es global. Quien pierde es el lector que llega a formarse una idea de dicha especie como solo presente en Europa, o de la que se aporta únicamente el nombre vulgar que se le da en España. Si los diarios inescrupulosos producen fake news, el dominio español sobre Wikipedia en español y muchos otros espacios de información produce fake knowledge, que afecta principalmente a los estudiantes latinoamericanos.
En la entrada sobre la escultura de Tamayo, la única pieza de información relevante es que la donación al Ayuntamiento de Oviedo vino después de que la UNAM recibiera el premio Príncipe de Asturias, que muchas cabezas colonizadas, siempre necesitadas de comparaciones con lo europeo, consideran el «Nobel» de «nuestro idioma», como suelen llamar al idioma de España que ella por un lado impone y por otro defiende para que no lo lastimen los pérfidos enemigos de la lengua que son los hablantes.
Para terminar con el adefesio (la wikientrada, no la escultura), al margen de la escueta nota aparece una foto panorámica del CCU de la Ciudad Universitaria en la capital mexicana, en la que se aprecia la pieza original en toda su magnitud, que no es poca, con el pie de foto «La Espiga ubicada en la UNAM, Ciudad de México». Y fin, termina el artículo.
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A diferencia de muchas entradas de Wikipedia en cualquiera de sus idiomas, esta no lleva la indicación al principio que pida a los editores voluntarios confirmar fuentes, aportar referencias o mejorar la redacción y establecer el wikiestilo. Nada. La obra de Tamayo se llama «La Espiga», la hizo en 2010, mide tres metros y se encuentra en un camellón en un principado de España.
Lo que estos improvisados enciclopedistas interpretan de la obra –«A través de la obra el autor parece que trata de representar…»– está en su título original; lo mencionamos al principio de este artículo: La universidad, germen de sabiduría y conocimiento. Fue donada por el autor a la UNAM en 1980, en agradecimiento por el doctorado honoris causa con que esta había reconocido su trayectoria poco antes, en febrero de 1979. Es tan importante que, al recibir la UNAM el premio que otorga la corona española, decidió llevar hasta esas tierras una réplica enana de la fabulosa efigie que sí, es la representación geométrica, abstracta, de una espiga de trigo, símbolo de germinación, fertilidad, crecimiento y, desde un punto de vista centrado en Occidente, de civilización.
Lo que queremos hacer notar tomándola como ejemplo no es que la página de Wikipedia reseñe la réplica antes que el original, sino lo que eso significa en términos geopolíticos y económicos para el idioma que hablamos. Tampoco son relevantes los errores de la nota: tomar por fuente autorizada la mercadotecnia turística, engañosa por naturaleza, editorializar, salir del tema, interpretar; vaya, ni siquiera escribir mal o cometer errores de forma. Incluso el hecho de que la entrada no lleve la tradicional advertencia de que se trata de un «esbozo» (stub en inglés) es irrelevante. Lo que hay que destacar, que además convierte esta historia en apenas un ejemplo mínimo de una ominosa realidad geopolítica, de una situación colonialista, es el dominio español de un medio que existe para atender un universo que lo excede por todas partes. La página de «La Espiga», decíamos, es un ejemplo entre miles: antes habrá una entrada dedicada a la réplica de España que a la original mexicana. Incluso cuando los editores españoles saben que la suya es una réplica, renuncian a investigar acerca del original que queda apenas mencionado como cosa secundaria e irrelevante, y los editores se abstienen de indicar a los lectores que se trata de un esbozo que requiere de fuentes autorizadas auténticas.
Comunidad alucinada
Hablar del universo de hablantes de español como de una comunidad es una exageración. Incluso en el confinamiento de las fronteras nacionales, antes que una comunidad de hablantes impera la ausencia de intercomprensión porque pertenecemos a diferentes clases sociales, a distintos géneros, a generaciones separadas, a regiones distantes, a sistemas educativos excluyentes. La forzada concepción como «comunidad» de los hablantes de toda esa diversidad incomunicable que conforma lo que llamamos español funciona, acaso, relativamente, en las élites intelectuales. Hay un español «culto» que resulta relativamente intercomprensible entre hablantes cultos; el de la literatura, el de la ciencia, que no tiene nada que ver con el de las calles. La imposición de una idea de comunidad sobre esas diferencias es una de las formas en que se establece el poder sobre todas las narrativas (y las narraciones) en español.
En la geopolítica y en la economía del idioma, España sigue ejerciendo un dominio colonial sobre la cultura latinoamericana. Esto es visible, entre otros muchos ámbitos –muy especialmente el editorial–, en las grandes desproporciones de la información en español en internet, cuyo desarrollo arrastra la desigualdad geopolítica del acceso a esta tecnología, la brecha digital internacional: cuando en México o en Perú teníamos que marcar el teléfono para conseguir media hora de una conexión a internet lenta y costosa, hacia fines del siglo XX, en Europa la conexión dedicada y la banda ancha, incluso satelital, ya era una realidad. Es decir, cuando apenas unos cuantos privilegiados latinoamericanos podíamos consultar una página de la naciente Wikipedia, los internautas españoles ya estaban terminando de escribir la versión en castellano –labor heroica que no nos cansaremos de encomiar–, básicamente a partir de traducir versiones en otros idiomas, y aderezarlas con alguna curiosidad local: una enciclopedia virtual española acerca de España, pero extendida como válida para todos los internautas hispanohablantes. Desde sus inicios, Wikipedia en español es obra de algunos internautas de un país donde viven poco más de 40 millones de hispanohablantes (menos del 10 % del total), con vigencia para el resto, conformado por más de 350 millones. 350 millones de hispanohablantes que merecen saber que «La Espiga» es una reciente réplica de una obra mexicana mucho mayor, con otro título y con algo de historia.
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Mil y un años de soledad
Durante el último siglo se consideró que los más antiguos vestigios escritos de una lengua romance castellana databan del XI: las llamadas «Glosas Emilianenses», halladas en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en la Rioja, al norte de España, en una región que colinda con el territorio vasco. Suponiendo que su aterrizaje sobre el papel habría sucedido cuando el habla ya tenía un par de siglos de soplar en el viento, se atribuyó entonces al idioma español una trayectoria milenaria. Pero los filólogos hoy discuten si esos torpes trazos de un monje medieval son realmente un protocastellano o más bien un protorromance navarro-aragonés; en todo caso proto, antes de consolidarse como lenguas, en esos siglos durante los cuales el latín vulgar, el de la calle y el campo (pero también del imperio), asediado por las lenguas nativas que encontró donde se expandió y por las bárbaras que lo redujeron desde todos los puntos cardinales, fue decantándose en lo que serán las lenguas romances: todas emparentadas pero todas diferentes. Los filólogos apuntan hacia el origen del español en el momento en que esas lenguas romances derivadas del latín vulgar comenzaban a ser ininteligibles entre sí, tal como son hoy las variantes del español en América. Así, la antigüedad del español como lengua autónoma sería similar a la del resto de las romances: el siglo XIII. El cálculo de mil años de edad de la lengua española es una exageración que parece tener la intención de legitimar cierta identidad –la de esa inexistente «comunidad» de hispanoparlantes– desde atribuciones históricas arbitrarias acerca de un lenguaje que, como casi cualquier otro, se debate cruel y permanentemente entre la regla escrita por las elites del poder y la palabra libre que hablan las personas comunes, pronunciada muchas veces por los oprimidos de tal manera que sea incomprensible para los opresores.
El libro Los 1001 años de la lengua española de Antonio Alatorre (1979) –del que hay una hermosa gran edición ilustrada– es una quimera: el idioma español no tiene los mil años que se le atribuyen, todavía le faltan un par de siglos (1).
Esto significa también que durante más de la mitad de su evolución como idioma, el español ha vivido subterráneamente en América, como resistencia de un conjunto de subalternidades que se diversifican y se alejan entre sí en el vasto territorio, en contra de la vigilante mirada unificadora del amo metropolitano. Toda la historia moderna del idioma español, uno de los hoy «más hablados del mundo», ha evolucionado en América. Aun cuando el imperialismo lingüístico español se niega a perder su dominio sobre nuestras hablas, las mayores transformaciones del lenguaje, sus mejores hitos, su luz más brillante, su imparable vitalidad, los ha dado América, en especial durante el siglo XX, verdadero siglo de oro de la lengua.
Lo que los filólogos llaman «español medio», sistematizado después de Alfonso X y madurado en el llamado Siglo de Oro (que no dura un siglo sino lo que le convenga a quien lo defina), tiene 500 años de edad, y todo ese tiempo se ha escrito y hablado, transformándose, en América, aunque los registros históricos recogen lo sucedido en España y ocultan lo americano (o lo entienden como sucedido en España o, peor aún, gracias a ella). Su expansión fue lenta, sí, pero constante. Quienes en España consideran que la visión americana de la Conquista es una «leyenda negra» en la que se acusa al imperio injustamente de todas las atrocidades que en efecto cometió, disfrutan de hacernos notar que la expansión del español en América fue obra de las repúblicas independizadas; la Colonia, dicen, respetó a las lenguas originarias; incluso las «civilizó», dirán, al ver las numerosas Gramáticas de las lenguas americanas que los monjes (no siempre españoles) fueron confeccionando.
Entre las primeras tareas de las nacientes repúblicas estuvo efectivamente la de dar forma a sus identidades dentro del paradigma de lo nacional que empezaba a adquirir fisonomía a partir de las revoluciones francesa y estadounidense. Para los criollos que llevaron a cabo las guerras de independencia contra España, el idioma que les daría identidad no representaba problema alguno: la organización de las nuevas naciones se haría en español, un legado incuestionable entonces, siendo los independentistas no precisamente americanos, sino españoles transterrados. No estaba en cuestión la lengua impuesta por el imperio, como no estaba en cuestión su religión ni lo estaban sus jerarquías sociales, ni su absurda definición de «castas», ni la esclavitud, ni el patriarcado ni el resto de las instituciones dispuestas para regular el acontecer social; fue muy difícil incluso poner en cuestión a la monarquía como sistema de gobierno. Vista así, la independencia parece un dominó de separatismos. La conciencia del despojo cultural –y, con ella, la certeza de que el proyecto independentista era un producto parcial e interesado de unas élites gobernantes constantemente opacadas por la corte metropolitana pero igualmente ajenas a la realidad local– apenas comienza a expandirse.
Durante la primera etapa de la Colonia, España controló cientos, miles de comunidades que hablaban idiomas propios, mediante las lenguas francas que fueron el quechua en los Andes, el náhuatl en Mesoamérica, el maya en Yucatán y Centroamérica, el guaraní en las selvas suramericanas. Dado que la iglesia consideraba que la evangelización debía realizarse en las lenguas de los pueblos por convertir, la corona alentó la expansión de aquellas que habían sido impuestas por incas y aztecas sobre los numerosos pueblos que sojuzgaron: un dominio de nuevo cuño se imponía sobre las rutas trazadas por el anterior; sería simplemente continuado por el siguiente, el republicano. Y esa sería también la derrota –en el doble sentido de ruta y de haber sido vencido– del español en el continente: sobre los vestigios del dominio metropolitano se generarían las «variantes» del español de hoy.
En paralelo, la Colonia (el imperialismo europeo en pleno, con ayuda de los esclavistas árabes) operaba otro despojo descomunal: decenas, quizás cientos de idiomas africanos desmembrados por la esclavitud se vieron obligados a ocultar o abandonar sus voces, sus sentidos y sus significados para sustituirlos por el español que se les impuso (que venía ya cargado de árabe): el de la servidumbre –sí, amo; a la orden, patrón; mande usted, señora; como disponga, padre–; apenas algunos vocablos de sus lenguas subsistieron; casi ninguna de sus ropas; sus dioses se disfrazaron de santos cristianos; quizá solo sobrevivió la invencible polirritmia de su música, pero marcaron las diversidades de todo el continente.
De no haberse expandido masivamente por América (un poco más tímidamente por el norte de África, el golfo de Guinea, el archipiélago filipino; quizás accidentalmente por Europa Central y del Este con los judíos expulsados de la península que después sería España) hasta convertirse en uno de los idiomas con mayor número de hablantes nativos en el mundo, ¿cuál habría sido el destino del español? Forzar su permanencia por encima de las hablas que se distancian cada vez más de su ortodoxia impuesta es un mecanismo colonial que no se sacudieron estas tierras cuando se hicieron repúblicas.
Debe haber menos diferencias entre el danés y el sueco, idiomas distintos pero inteligibles entre sí, que entre lo que hablan los estibadores del Callao y las vendedoras ambulantes de Tepito, los ganaderos del Paraná o las torcedoras de Camagüey. ¿Por qué seguimos insistiendo en la quimera de una comunidad lingüística en plena era de la diversidad en todos los ámbitos? ¿Qué necesidad tenemos de pertenecer a esta agrupación lingüística forzada en la que solo se desarrollan las industrias del idioma de aquel lado del Atlántico? ¿Cómo hacer que Wikipedia –internet, el mundo editorial, el cine– sea más representativa, que el conocimiento sea más democrático? Es momento de realizar la eternamente postergada independencia cultural.
Notas
(1) Alatorre, que recibe felicitaciones y agradecimientos de académicos españoles por tan portentosa obra, no sólo le aumentó la edad a la lengua sino que en su recuento dedica nueve capítulos a España y uno –¡uno! – a América.
Referencias
Agamben, Giorgio (2019). Creación y anarquía: la obra en la época de la religión capitalista. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
Alatorre, Antonio; Trueblood, Beatrice (1979). Los 1001 años de la lengua española. México: Bancomer.