¿Mba’e piko la interculturalidad?

El término «interculturalidad» está muy presente en los debates públicos, pero su definición es más problemática de lo que suele pensarse. A explicar su sentido y cuestionar las limitaciones de su acepción más generalizada dedica el antropólogo José Zanardini el siguiente artículo.

Asunción, miércoles 29 de septiembre del 2021: joven aché en las protestas contra un proyecto de ley que amplía la pena por ocupación de tierras (Fotos: Julián Sorel)
Asunción, miércoles 29 de septiembre del 2021: joven aché en las protestas contra un proyecto de ley que amplía la pena por ocupación de tierras (Fotos: Julián Sorel)

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¿Qué es esa interculturalidad de la que todos hablan? En torno a este concepto se han desatado amplias discusiones, especialmente en el ámbito educativo, generando divisiones y contrastes. El debate, con sus secuelas, está abierto y durará mucho tiempo todavía.

Para hablar de la interculturalidad me parece oportuno introducir previamente algunas características del concepto de cultura.

No hace mucho tiempo, me encontraba en un modesto copetín del interior comiendo una comida típica: vori vori.

–Está muy rica tu comida –le dije a la doña–. ¿Cómo la haces?

Ella me explicó con muchos detalles los ingredientes y el proceso de preparación.

–Tenemos muchas recetas aquí, y también remedios naturales –añadió la kuñakarai.

–¡Ustedes tienen suerte! –exclamé.

–Vivimos bien, pero somos marginados –me respondió ella–. Yo no sé leer ni escribir, en mi familia nadie estudió y no tenemos cultura.

–No es posible que no tengas cultura. ¿Qué es la cultura para ti?

–Lo que está escrito en los libros y los conocimientos que la gente tiene en su cabeza.

Cuando volví a Asunción le pregunté lo mismo a un estudiante universitario de Administración de Empresas y me dijo que la cultura es algo mucho más amplio que los conocimientos, que es también todo lo que los seres humanos hacen, crean o producen.

Finalmente, le hice la misma pregunta a un indígena, que me dijo escuetamente:

–La cultura somos nosotros y nuestro entorno.

Creo que ni Edward Taylor ni Nietzsche definieron la cultura de manera tan clara y abarcante, en tan pocas, esenciales y precisas palabras.

La cultura es una construcción social, producida colectivamente por los seres humanos en cada momento histórico; los seres humanos necesitan construir y reconstruir lazos para convivir entre sí y con el cosmos. Este proceso de construcción responde a la necesidad de la sobrevivencia y de dar sentido a la vida del grupo. Es para que se instaure la armonía y para que la afectividad encuentre su lugar apropiado y compita con la hegemonía de la razón.

Comunidad indígena a orillas del río Paraguay (EFE)
Comunidad indígena a orillas del río Paraguay (EFE)

Cuando surgen conflictos se alteran ciertas construcciones sociales, produciéndose asimetrías, desigualdades e inequidades.

Para entender la interculturalidad debemos partir del concepto de cultura. La cultura es una construcción simbólica. El pensamiento racionalista no llega a lo profundo del ser humano, donde se albergan los sentimientos, los temores, los ideales. La razón no logra explicar esas realidades complejas, invisibles e intangibles; por eso cada cultura crea símbolos que dan sentido a la experiencia.

La construcción de símbolos no es un procedimiento irracional, sino profundamente humano y racional en el sentido de que se reconoce que el ser humano tiene componentes y elementos que permiten crear los símbolos que por ende dan sentido a la vida.

El enfoque de la cultura como construcción de universos simbólicos tiene implicancias políticas. Los poderes dominantes crean su universo simbólico para legitimar su actuación en el mundo, clasificar, ordenar, interpretar y decidir la vida de otros grupos o pueblos, y establecer los roles económicos, sociales y políticos que le convengan, dejando afuera de ese universo a los demás pueblos de la tierra que no bailan la misma música. A los pueblos que quedan afuera solo se les permite crear un universo simbólico reducido al ámbito del folclore, fiestas, danzas, rituales y otras prácticas exóticas que no modifican la relación entre dominados y dominadores.

Así, a los pueblos indígenas se les permite exhibir su exotismo, sus vestimentas plumarias, sus cantos tradicionales, pero no se les da acceso a sus territorios ancestrales, porque estos fueron vendidos por el Estado paraguayo a grandes compañías. Recordamos que en la década de 1880 el Estado paraguayo vendió más de cinco millones de hectáreas en el Chaco, con indígenas incluidos, a la empresa argentina Carlos Casado SA; los ancestrales dueños de esas tierras fueron obligados a cortar quebracho colorado como esclavos para producir tanino de exportación.

En el mismo periodo, el Estado paraguayo vendió un territorio de los indígenas ava guaraní en la región oriental (Canindeyú y Alto Paraná), con una superficie de más de tres millones de hectáreas, a la empresa La Industrial Paraguaya SA (LIPSA). También los ancestrales pobladores fueron esclavizados para trabajar en los yerbales.

Se necesita un proceso de liberación por el que los pueblos construyan un universo simbólico fuera de las manifestaciones arriba citadas. Se necesita dar nuevos sentidos a la sociedad, a la vida de las personas, de las plantas, de los animales, de las aguas, del aire y, en general, de nuestro planeta y del cosmos entero.

Los pueblos indígenas han resistido durante siglos soportando atropellos, desprecios y privaciones. Han padecido la usurpación simbólica, o sea, el vaciamiento de los profundos sentidos y valores de los símbolos; por ejemplo, el contenido simbólico de la tierra. Para los indígenas, la Madre Tierra es sagrada porque nos da la vida, los alimentos, los medicamentos, la belleza, el aire y el agua. A la Madre se le cuida, agradece y respeta. Para las sociedades no indígenas la tierra es un objeto comercial que se compra, se vende, se envenena con agrotóxicos y se maltrata sin remordimientos. Para los indígenas, la tierra es como la Madre, no se compra ni se vende, se le ama.

Ha llegado el momento histórico de la insurgencia simbólica: es la lucha de los pueblos indígenas desde hace unas decenas de años; tenemos a la vista elementos que confirman esto en Paraguay: marchas indígenas desde el Chaco y la Región Oriental hacia la capital para presentar propuestas y reclamar mejores condiciones de vida; movimientos indígenas por pueblos, por departamentos y a nivel nacional. Su fuerza política está creciendo a pesar de ser numéricamente una minoría. Se hacen escuchar cada vez más en la prensa. Han logrado mostrar sus rostros y sus problemas, no solo a las autoridades, sino también a la ciudadanía en general. A pesar de la discriminación que les afecta, han logrado pasar de la invisibilidad a la visibilización.

En Paraguay, los jóvenes indígenas, especialmente aquellos que han podido acceder a estudios universitarios, y que algunos llaman la «intelectualidad indígena emergente», se han dado cuenta de que el Estado-nación moderno que la élite mestiza había venido construyendo con tanto ahínco desde el siglo XIX fracasó. En vez de ser un Estado incluyente, resultó excluyente: las culturas indias fueron negadas; los pueblos fueron víctimas de racismo y discriminación, y excluidos del bienestar económico, la igualdad social, los procesos de decisión política y el acceso a la justicia. El surgimiento de organizaciones indígenas refleja la emergencia de una cosmovisión que todavía no constituye un proceso político estructurado y coherente, pero que contiene elementos que la distinguen claramente de las otras ideologías que permearon el pensamiento social durante muchas décadas.

La cultura ha sido siempre utilizada como fundamento de la lucha de los pueblos indígenas y no-indígenas, partiendo de su memoria colectiva y su historia para despertar las utopías dormidas en sus corazones y construir otros proyectos de vida, conforme a sus sentimientos ancestrales.

Paraguay es un país pluricultural y plurilingüe, pero la globalización cultural y económica ha llevado sistemas masivos de comunicación como la televisión, la telefonía celular e internet incluso a lugares remotos de la selva. Aparentemente, el planeta se ha convertido en una aldea global. Productos de grandes empresas se publicitan hasta en la más pequeña aldea rural de América Latina. Esto ha supuesto un choque cultural muy fuerte, o, mejor dicho, una agresión directa a los sistemas socioculturales tradicionales. Los pueblos en general, ante este impacto, han quedado enceguecidos y han entrado en el torbellino de las nuevas ofertas del mercado.

A nivel mundial, hace pocas décadas, con la disolución de la Unión Soviética y Yugoslavia, se ha evidenciado y restablecido una gran diversidad de culturas, lenguas e identidades. El mundo es diverso y asistimos a fuertes procesos de anti-homogeneización cultural. La insurgencia simbólica de los pueblos apunta a un nuevo orden socio-cultural-económico-cósmico.

También en Paraguay ha crecido la conciencia de la diversidad como factor fundamental y fundante de la sociedad nacional. Las diversidades son percibidas como una riqueza que debe ser valorada y tener espacio en la sociedad. Nuestra Constitución Nacional, al reconocer que el país es plurilingüe y pluricultural, garantiza jurídicamente las prácticas de las diversidades, siempre y cuando no atenten contra la integridad de los ciudadanos.

–¿Qué es para usted la interculturalidad? –le pregunté a una profesora del ciclo medio.

–La verdad es que –me respondió– tengo las ideas bastante confusas, escucho muchas cosas a favor y en contra y no entiendo mucho de esos temas.

Le hice la misma pregunta a una persona del primer ciclo, que me respondió:

–Yo creo que la interculturalidad es algo muy feo porque se está hablando bastante mal de esto; parece que se quieren inculcar ideas raras en los niños y niñas de las escuelas.

La sociedad está dividida, y por eso es necesario esclarecer los conceptos. El reconocimiento de la pluriculturalidad es un primer paso, importante, pero no suficiente, para la convivencia y el desarrollo integral; de hecho, podría suceder, y ha sucedido, que se reconozca la existencia de culturas diferentes, pero se les atribuyan connotaciones de inferioridad social.

Se debe, por lo tanto, cuestionar las relaciones establecidas entre diferentes culturas, porque se han generado situaciones socialmente asimétricas, en detrimento de la igualdad de derechos para todas las poblaciones. La tolerancia de la diversidad, pero en condiciones de diferencia de estatus social, económico y político, impide el pleno crecimiento de los pueblos y genera conflictos que deben ser resueltos políticamente antes de llegar a posibles iniciativas violentas.

A raíz de todo esto, es necesario también en nuestro país construir relaciones de equidad entre las culturas. No se trata solo de convivir, sino de establecer canales políticos sólidos para el diálogo, el mutuo respeto, el entendimiento en condiciones de paridad jurídica, social y política. Se trata de reconstruir universos simbólicos que otorguen sentido a la vida de cada pueblo a pesar de sus diferencias con los otros.

Me parece muy significativa la descripción que hace de la interculturalidad el antropólogo Patricio Guerrero:

«La interculturalidad es resultante de la dialéctica de un proceso social de construcción simbólica en el cual se expresa la conciencia, la voluntad, la creatividad, los imaginarios sociales, las representaciones, las esperanzas, los sueños, las utopías, los proyectos de existencia de diversos actores que, en un determinado momento de la historia, buscan la construcción de nuevas formas de sentir, de pensar, de hacer, de significar, de tejer la vida».

La interculturalidad entendida como proceso político tropezará con serios obstáculos, como los grupos que defienden el poder, que tendrán miedo de perder sus privilegios e influencias sobre otros pueblos más débiles, y es justamente aquí donde los pueblos históricamente postergados deben insurgir cultural y simbólicamente, utilizando los recursos de sus culturas e identidades para enfrentarse con el «otro» poderoso. Se trata de una lucha basada en la fuerza de la negociación para buscar salida a la encrucijada sociopolítica en que se encuentran, para que cada cual encuentre nuevos sentidos y puedan convivir armónicamente.

Para llegar a esa situación de diálogo negociador de sentidos, es necesario resolver previamente situaciones de pobreza, desnutrición, enfermedades. Los grupos con muy baja calidad de vida están tan angustiados por las calamidades cotidianas que no tienen la fuerza de soñar un futuro mejor.

El poder, el saber y el ser de las culturas occidentales (griega, latino-romano, anglosajona) han extendido a lo largo de la historia un tipo de pensamiento, una filosofía y una política. También en América, por las culturas y la filosofía de vida de los indígenas desde fines del siglo XV. Son dos filosofías y prácticas muy distintas: la cultura indígena es cosmocéntrica (el ser humano es parte de la naturaleza y la considera un alter ego); la cultura occidental es antropocéntrica (el ser humano se siente superior a todo y con derecho de explotar y agotar cualquier recurso del planeta); estas actitudes antropocéntricas están generando desastres climáticos y sociales; de no intervenir rápidamente, se podría llegar, en un plazo no muy lejano, hasta la extinción de los seres humanos.

Frecuentemente, se utiliza el término interculturalidad con el simple deseo de reconocer y proteger otras culturas, siempre y cuando no modifiquen las estructuras políticas, sociales y económicas. En este sentido, los paladines de este concepto abogan por la conquista de una armonía social, porque es necesario respetar y dialogar con los otros, con sus culturas. Consideran una conquista intercultural que se sienten alrededor de una mesa académicos, campesinos, políticos, indígenas, marginados urbanos, etc. Al hecho de que estén hablando, de que se estén escuchando, de que estén organizando juntos actividades culturales, conferencias, congresos, programas educativos y materiales escolares bilingües, lo llaman interculturalidad, pero eso es solo el primer paso.

Nadie duda de la buena voluntad de las personas involucradas en esas actividades, pero eso no es suficiente. Se deben explorar más posibilidades transformadoras de la interculturalidad. Cuando se reúnen respetuosamente en diálogo y armonía diversos grupos culturales, no se evidencian las intenciones y objetivos menos visibles y más profundos. Con esto quiero decir que no se evidencian las relaciones de dominación y desigualdad existentes entre los diferentes grupos culturales.

La interculturalidad no se puede construir si no cambiamos la estructura de dominadores y dominados. La verdadera armonía se construye sobre la base de la justicia cultural y social.

El sociólogo Jorge Viaña escribe: «La interculturalidad como aspiración a un tipo de relación social de respeto y diálogo entre diversos para vivir en armonía, no existe como fenómeno social general ni existirá si no desmontamos y deconstruimos este orden (económico, político, social y cognitivo) de desigualdad y de dominación».

De hecho, en nuestro continente latinoamericano existe un sistema civilizatorio liberal, mercantil, que se mantiene social y económicamente en un nivel superior a los otros sistemas, integrados pero subordinados. Estas relaciones de marcada desigualdad no permiten establecer una verdadera interculturalidad, porque propiciar el diálogo entre diversos no se reduce solo a lo lingüístico y cultural, sino que implica cuestionar las relaciones de dominación y colonialidad.

La interculturalidad, al asumir un rol crítico, ya no es una realidad concreta sino un proceso largo y a veces conflictivo, una construcción paciente y en continua búsqueda de nuevos equilibrios y perspectivas.

En este proceso se generan conflictos epistemológicos entre el saber occidental y los saberes tradicionales, porque estos últimos son considerados primitivos e insuficientes para resolver los problemas de hoy. En el diálogo intercultural entre saberes tradicionales y tecnologías contemporáneas es preciso reconocer críticamente la pluralidad de los conocimientos para avanzar en las formas de comprender, investigar y actuar.

Entre los innumerables y valiosos saberes tradicionales de nuestra región quiero mencionar un mito de creación de los mbya guaraní recogido por León Cadogan en el libro Ayvu Rapyta: Nuestro Padre Grande Primigenio, antes del cosmos y de todos los seres vivientes, creó la palabra, o sea el lenguaje, la comunicación, la verdad, y luego creó el amor, o sea la fuerza vital. La energía creadora, la belleza, la generosidad y la apertura a otros seres. Es reconfortante constatar la profundidad de conceptos en estos hombres y mujeres de la selva, que no han tenido acceso a ninguna educación académica ni a libros.

Y el sabio indígena Miri Poty, de la Región Oriental, nos dice: «El mundo está enfermo, la Madre Tierra agoniza porque el hombre blanco es un devorador que nunca se sacia, pues le importa mas el dinero que la vida». No hay que olvidar tampoco las palabras del sabio Jesús de Nazareth: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia».

El dialogo intercultural será un instrumento adecuado para alcanzar el equilibrio epistemológico; este proceso crítico exige que se reconozca que tanto el sujeto como el objeto son afectados y se modifican por la presencia del otro y que la relación intercultural dialéctica genera un cambio recíproco.

La interculturalidad no hace referencia a un simple reconocimiento o tolerancia de la alteridad ni a procesos de dialogo con identidades inamovibles. «La interculturalidad –escribe Walsh– hace referencia a prácticas en construcción y de enriquecimiento. A diferencia de la multiculturalidad, que es un hecho constatable, la interculturalidad aun no existe, se trata de un proceso a alcanzar por medio de prácticas y acciones concretas y conscientes».

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