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Me entero en estos días, por los titulares de la prensa internacional, de que el poeta Charles Simic acaba de morir. A consecuencia, informa el editor Daniel Halpern a The New York Times, de complicaciones de la demencia que, al parecer, padecía. Me pregunto qué es la demencia. Entiendo que no es la desmemoria propia de la vejez. Intento imaginarlo y especulo que desde el comienzo probablemente existirán sutiles e insidiosas diferencias. Que olvidar dónde dejaste el libro que estabas leyendo no es lo mismo que guardarlo en la heladera. Diferencias que en un poema de Simic podrían ser cómicas, sin dejar de ser lo que en verdad son, presagios siniestros. Pienso que, en términos de lógica proposicional, la demencia quizá podría definirse como la pérdida de los conectores. Que, sin ellos, los enunciados y sus elementos, los átomos del mundo, se disgregan. Que la fuerza que para Empédocles une el cosmos se extingue y todo se disuelve en el caos de lo inerte, una muerte en slow motion, no una, sino muchas muertes. Que desaparece el télos, como lo pensó Aristóteles, y cuerpo y mente, sin él, se desmantelan. Que, como el animal humano no se mueve sin saber que se mueve, el movimiento se desorganiza. Que, por ende, aun caminar y respirar, sin verbo, se vuelve imposible humanamente hablando. Y como nada hace el humano sin conciencia, y por eso el primer poeta, Adán, nombra las cosas del mundo, ¿qué es un poeta sin palabras? Un misterio, me digo; lo indecible.
Charles Simic nació como Dusan Simic en Belgrado el 9 de mayo de 1938. La guerra terminó la víspera de su séptimo cumpleaños. Antes de eso, su padre, George, después de ser arrestado en muchas ocasiones, había huido a Italia, y luego a Estados Unidos. Su madre, Helen, intentó más de una vez salir de Yugoslavia en la posguerra y fue encarcelada brevemente, con sus hijos, por las autoridades comunistas. Finalmente, les dieron pasaportes en 1953 y tomaron un tren a París. Cuando consiguieron visas, zarparon a Nueva York a reunirse con George.
El entorno del padre de Charles Simic, hombre de familia obrera, era ruidoso y bebedor. El de su madre, en cambio, de una antigua familia de Belgrado bastante rica en el siglo XIX, que lo había perdido todo, era de gente reservada y suspicaz, preocupada por las apariencias, sin demasiado sentido del humor.
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Charles Simic llegó de una Europa sombría a la asombrosa Nueva York de 1954, llena de luz y ruido, carteles de neón y taxis amarillos. A su padre le encantaba salir de bares, y la noche de su llegada lo llevó a un club a escuchar jazz en vivo. En Belgrado, Charles había escuchado por la radio a Glenn Miller y las grandes orquestas. En Estados Unidos, llegó a conocer casi todos los discos de jazz producidos entre 1920 y 1960. Y de blues. Lo sorprendente del blues, decía, es la economía de las letras: pueden resumir un drama muy complejo en pocas líneas.
La familia vivió un año en Nueva York y luego se mudó a Chicago. Chicago, ciudad de grandes mansiones y barrios marginales: de un lado, exclusivas tiendas y lujosos hoteles, y del otro humo y fábricas y obreros esperando el autobús, las caras negras de hollín. Suecos, alemanes, italianos, polacos, mexicanos, judíos, negros. Todo era nuevo. Conocer en el trabajo todo tipo de personas y escucharlas hablando de sus vidas por las noches en los bares.
Charles Simic dejó la casa paterna en el verano de 1958 y volvió a Nueva York. De noche iba a clases, de día trabajaba como pintor de obra, vendedor en tiendas de ropa, empaquetador, cajero, y cuando no estaba en el trabajo ni en el aula salía a los bares y al cine. Una buena vida, libre y sola, si se me permite la opinión. Suele señalarse que cruzan sus poemas borrachos, vagabundos, eternos habitantes de moteles de mala muerte... Seres solitarios respirando una atmósfera de cine noir, ese cine peligroso y oscuro como el Belgrado de su infancia.
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En una entrevista publicada en el número 173 de The Paris Review, en la primavera (boreal) de 2005, el entrevistador, Mark Ford, comenta que uno de los placeres que encuentra en la obra de Simic es que nos recuerda los placeres ordinarios de la vida –cosas, dice Ford, como el vino tinto o los camarones fritos– y nos invita a disfrutarlos mientras podamos. Y Simic le responde: «¡No se olvide de las salchichas salteadas con papas y cebolla! También es recomendable tener a mano uno o dos filósofos. Unas páginas de Platón mientras prepara un jamón al horno. El Tractatus de Wittgenstein sobre un plato de espagueti con almejas. Pensamos mejor cuando juntamos los opuestos, cuando nos damos cuenta de que todas estas realidades están conectadas de alguna forma. Así aparecen el deslumbramiento y el asombro necesarios para la poesía y la filosofía…». Eso, la conexión subyacente –el sentido que vincula el gris de Europa y el humo de Chicago, las cucarachas y la soledad, las sombras del viejo continente y el cine negro de Hollywood, la guerra y el jazz, las ciudades y los perros– es, me imagino, el fondo de las cosas, la oculta fuente de la palabra adánica, la noche universal en la que lo disperso se reúne, el philotés de Empédocles, que en secreto hace el mundo.
Two Dogs
An old dog afraid of his own shadow
In some Southern town.
The story told me by a woman going blind,
One fine summer evening
As shadows were creeping
Out of the New Hampshire woods,
A long street with just a worried dog
And a couple of dusty chickens,
And all that sun beating down
In that nameless Southern town.
It made me remember the Germans marching
Past our house in 1944.
The way everybody stood on the sidewalk
Watching them out of the corner of the eye,
The earth trembling, death going by . . .
A little white dog ran into the street
And got entangled with the soldiers’ feet.
A kick made him fly as if he had wings.
That’s what I keep seeing!
Night coming down. A dog with wings.
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Dos perros
Un perro viejo, temeroso de su sombra
en un pueblo del sur.
La historia me la cuenta una mujer casi ciega,
una cálida noche de verano
mientras las sombras del bosque de New Hampshire
se deslizan a lo lejos:
una calle extensa, un perro inquieto,
un par de gallinas polvorientas
y el sol cayendo a plomo
en un pueblo sin nombre del sur.
Me hizo recordar a los alemanes
desfilando ante nuestra casa en 1944.
El modo en que todos nos quedamos en la vereda
mirándolos con el rabillo del ojo,
el temblor de la tierra, el paso de la muerte…
Un perrito blanco corrió hasta el asfalto
y se enredó en los pies de los soldados.
Una patada lo hizo volar
como si hubiera tenido alas.
Eso es lo que sigo viendo.
La noche cayendo lentamente. Un perro con alas.