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«¡Fiesta! ¡Linda! ¡Alegre! ¡Con música! ¡Con militantes negras, con mujeres indias! ¡Con muchos deficientes! ¡Con hombres gay!». Con Jair Bolsonaro de vacaciones en Disney World, confraternizando con terraplanistas, comenta la periodista Eliane Cantanhêde, Brasil pudo dedicarse seriamente a festejar la democracia. El 1° de enero, bajo un cielo sin nubes, una recicladora urbana afrodescendiente le colocó la faja a Luis Inácio Lula da Silva: por tercera vez en su vida, el obrero fundador del Partido de los Trabajadores (PT) desfiló en el Rolls Royce presidencial saludando a la gente de a pie en Brasilia.
Muerto Pelé, Lula es el brasileño más famoso del mundo. Símbolo de su país, del Mercosur, del Sur Global, de la Democracia, de las Elecciones Directas Ya, de la Organización Obrera de base, de la Resistencia organizada contra la Dictadura, de la Reducción eficaz de la Pobreza, de la Amazonia verde y oxigenada, símbolo de la vieja Izquierda proletaria y de la Nueva Izquierda progresista, Lula es también un político experto en retórica simbolista. Su primer acto de gobierno fue inmunizarse contra un juego de palabras. Para que nadie dijera «Lula subiu a rampa do Palácio do Planalto y subieron los precios», ordenó seguir pagando el subsidio a los combustibles que pagaba Bolsonaro.
El pájaro de plumas de cristal
Con Gabinetes de ministros avaros en carteras, Michel Temer y Bolsonaro simbolizaban la responsabilidad fiscal y su perfil de jefes de gobiernos austeros. En sus tres mandatos, Lula pobló de Ministerios los inmuebles de la Esplanada, el área que el plano de Brasilia reserva al personal de cada Administración. Repudio de la penuria neoliberal, símbolo y prenda de una agenda plural de urgencias, todas, impostergables.
Símbolo en el símbolo, sobre 37 juras ministeriales, el Presidente petista sólo fue a dos. A la de su vice, Geraldo Alckmin, el ex rival al que en el balotaje presidencial de 2006 derrotó con el 60,33% de los votos. Varias veces gobernador de San Pablo, el más poblado y rico de Brasil, Alckmin renunció en 2022 al partido de toda su vida, el PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña, el partido neoliberal de Fernando Henrique Cardoso) para afiliarse al PSB (Partido Socialista Brasileño) y acompañar a a Lula en el binomio ganador. Educado por el Opus Dei, y médico anestesista de profesión, Alckmin asumió al frente del Ministerio de Desarrollo, Industria y Comercio.
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Por sobre todo, Lula racionaba su asistencia para una asunción doblemente simbólica guionada como jubilosa continuación espectacular de la asunción presidencial. Una ceremonia diseñada con regocijada minuciosidad, y celebrada el 11 de enero, de acuerdo con el libreto, en el Palacio de Planalto. Puntuales, a las 5:00 de la tarde, entraron en escena las dos protagonistas: Sonia Guajajara, primera ministra indígena de la historia de Brasil, y Anielle Franco, militante negra, a cargo de la cartera de igualdad racial, hermana de la concejal carioca Marielle Franco, asesinada en 2018. Vestidas una con plumas y otra con textiles de motivos africanos, descendieron tomadas de la mano la rampa helicoidal que lleva al Salón Noble de Planalto. Centenares de personas, incluido el Presidente, incluida la ex presidenta Dilma Rousseff, aplauden; algunas, lloran.
Las cámaras captan el cuadro viviente, poderoso, irresistible. La imagen de las que son mucho más que dos recuerda y actualiza la de Lula diez días antes, el día de su asunción, el primer domingo del mes que era también el primer domingo del año, cuando marchó del brazo del cacique Raoni Metuktire. Sin embargo, la continuidad es ilusoria. Está fracturada. Tres días atrás, el 8 de enero, el segundo domingo del mes y del año, en una tarde sin nubes, una sublevación popular derechista que había asaltado Brasilia invadió y vandalizó el Palacio de Planalto. Las cámaras también captan los vidrios rotos, testimonio de la violencia del asalto.
Tótems de la derecha, tabúes de la izquierda
Último país de América en abolir la monarquía y la esclavitud, Brasil fue, desde su emancipación en 1822, una referencia conservadora en todo el continente. La Ley Áurea de la princesa Isabel acabó con la esclavitud en 1888, y en 1889 un Golpe de Estado antiabolicionista derrocó al emperador Pedro II. Coroneles golpistas y masónicos fundaron la República. La única sangre derramada en defensa del Imperio derribado fue de libertos afrodescendientes y campesinos católicos nordestinos. Un lema del filósofo positivista francés Augusto Comte modernizó para siempre la bandera nacional: Ordem e Progresso. Ante un flamante telón de palacios de gobierno modernistas, desde el golpe de Estado de 1964 cinco veces un general nacionalista sucedió en el poder a otro general desarrollista en Brasilia.
Cuando en 1985 un político civil asumió la presidencia en Brasil, la arquitectura de la nueva capital diseñada por el comunista Oscar Niemeyer había sido tan reproducida por los medios que, perdido su carácter de obra de arte laica, había ganado un aura de simbolismo cuasi religioso. Extinto el milagre económico de Brasil creciendo a tasas de un 14% anual, misticismo y nostalgia se resistían a fenecer. Brasilia era prosaico símbolo de la dictadura militar latinoamericana más larga del siglo XX, a la cual había servido de escenografía y santuario. Más de dos décadas después del golpe de 1964, la administración votada en elecciones se disponía a habitar los espacios que los militares dejaban libres. Menos automático que ocupar los edificios públicos era que la simbología de Brasilia dejara de aludir a los ocupantes de 21 años y representara ahora a los recién llegados.
Un vándalo es un vándalo es un vándalo
Edificios públicos de pisos y columnas de hormigón y muros exteriores de cristal figuran en todo slogan fotográfico de Brasilia. El 8 de enero, cientos de opositores virulentos, armados con piedras y palos, llegados a la capital brasileña en decenas de transportes colectivos, rompieron cuanto era de vidrio y estropearon cuanto era de madera, tela, plástico u otro material vulnerable en las arquitecturas modernistas, brutalistas, funcionalistas de las sedes de los tres Poderes del Estado.
Al final de la tarde del segundo domingo del mes, un millar y medio de golpistas fueron detenidos por las fuerzas policiales. Sus procesos judiciales están en curso. Entre los cargos penales que se les formulan está el de ataque contra la Democracia, en flagrancia: atacaron a la democracia porque los edificios que son la sede de los Tres Poderes del Estado son el símbolo de la Democracia. ¿Quien ataca el símbolo ataca la cosa, cuando el primer mérito de todo símbolo es el de no ser en absoluto una cosa, esa cosa? El palacio de Planalto, la sede de una presidencia que Bolsonaro había abandonado una semana antes, ¿simboliza la Democracia? ¿O es nomás comodidad periodística, metonimia prosaica, como el Palacio de López o La Moneda designan a los Ejecutivos paraguayo y chileno?
Una gacetilla firmada por Lula, por los presidentes de las dos Cámaras del Congreso y por la presidenta de la Corte Suprema condena los actos «terroristas, vandálicos, delictivos, golpistas» de los asaltantes. «Terroristas» es metáfora, aclaran, porque en Brasil es delito o xenófobo o racista. «Golpistas», con piedras y palos en edificios públicos vacíos, ¿buscaban derribar a las autoridades elegidas? Para el gobierno, los asaltantes son golpistas que hicieron menos de lo que intentaban (porque fueron frustrados en su tentativa). Para Bolsonaro, según tuiteó desde Florida, era una manifestación opositora que hizo más de lo que debía cuando vandalizó la propiedad ajena (porque no fue frustrada en su exceso). Se comportaron, manifestantes y gobierno, respectivamente, como manifestantes de izquierda y como un gobierno inepto o cooptado, según su analogía favorita, en el «estallido social» chileno de octubre de 2019.
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El Doctor Don Juan Pérez de Montalbán era autor de una vida de Lope de Vega. Este productor de dramas y comedias monárquicas no era del gusto del poeta barroco Quevedo. Menos todavía en su faceta de satisfecho biógrafo: «El Doctor tú te lo pones, / el Montalbán no lo tienes; / conque, quitándote el Don, / vienes a quedar en Juan Pérez». Ni terroristas, ni golpistas: una banda de hooligans enardecidos que rompieron todo y nadie hizo nada. El mejor lugar para esconder un cadáver es una batalla, se dice en un cuento policial del también conceptista G. K. Chesterton. En su escenografía de trampantojos, Lula disimula una batalla perdida por su gobierno detrás de la supuesta ofensiva de Blitzkrieg de una guerra contra la Democracia.
Una simbología kitsch, un mensaje sin adorno
Para tipificar el asalto de Brasilia del 8 de enero como ataque a la Democracia se alegó también el daño sistemático causado en Brasilia al patrimonio artístico e histórico del Estado. El mismo jefe de Patrimonio de Brasilia señala que, en la teoría estética de los golpistas, el metro universal, el patrón oro de las artes visuales y decorativas, es Disney World. En Orlando, donde el presunto titiritero, Bolsonaro, paseaba ese domingo.
Para la masa treinteañera de los invasores, la arquitectura de Brasilia ha dejado de ser vanguardista –les resbala el si alguna vez lo fue–: es kitsch. El de ellos es el estándar cosmopolita de excelencia cultural-industrial moderna. Al ojo de esta población, la noción de modernidad pasa por las redes. La estética de los productos culturales es un efecto de la perfección monumental o audiovisual. El cielo arquitectónico es Miami o Qatar. El género musical más popular de Brasil es el sertanejo –el gobierno de impronta popular del PT la excluyó del Lulapaluza del 1° de enero, porque estos músicos son antidemocráticos o bolsonaristas o viceversa–. Pero el rango de coreografía de canto y baile sincronizados en los shows de sertanejo no queda en segundo lugar comparado con los de K-pop. Hay que decir que la masa invasora no está sola en su evaluación del modernismo de la euforia de la revolución posible sesentista como estilo prontamente fechado, apreciable con la misma distancia que el barroco mineiro del Aleijadinho o las sibilantes veredas cariocas de Burle Marx.
El compositor modernista alemán Karlheinz Stockhausen fue abucheado en 2001 cuando confesó su admiración personal por la perfección estética insuperable que reconocía en los ataques del 11-S a las Torres Gemelas. No solo los miles que murieron en Nueva York ese día, sino los millones que sufrieron en el mundo por años en consecuencia, ensucian de imperfección aquella performance. El asalto de Brasilia podría ser mejor candidato a las felicitaciones del músico, una dramaturgia de teatro físico donde sincronizados participantes ocupaban la Plaza de los Tres Poderes multiplicando los colores de la camiseta verde-amarilla.
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La obra de los asaltantes fue de destrucción pura. Como en el cuento pre punk del también católico converso Graham Greene «Los destructores», en el que una pandilla de niños demuele el interior de una residencia londinense, patrimonializada obra del arquitecto barroco o13 de mayo de 1888: una narrativa racista sobre la abolición de la esclavitud en Brasilficial Wren, como el «Demoler, demoler la estación del tren» del hardcore peruano de Los Saicos. La memoria involuntaria del 11-S fue concitada por Lula en un inesperado casting para el papel de George W. Bush en remake tropical. En un delirio de punición, amenazaba, bíblico: «Todos los terroristas serán buscados, los jueces los procesarán y condenarán rápidamente, aplicarán siempre las penas máximas, que servirán de ejemplo, para que nadie atente nunca más contra la Democracia. Brasil no olvidará el terrorismo y perseguirá a los terroristas donde estén, y a los que los ayudan, los instigan o los financian. El responsable es Bolsonaro, ese genocida».
Al asumir, el 1° de enero, Lula recordó que cuando había asumido por primera vez la presidencia, en 2003, la palabra clave de su discurso era cambio. Esta vez, dijo, era reconstrucción.
Festa do interior
Los asaltantes de Brasilia, en todas sus convocatorias, jamás dicen actuar en contra de la Democracia, sino en nombre de la Democracia. Una diferencia mayor del asalto a Brasilia del domingo 8 de enero con el ataque al Capitolio del miércoles 6 de enero de 2021 es que Congreso y Corte Suprema, vacíos, están en receso hasta febrero, y que tampoco funcionaba el Ejecutivo. La otra diferencia mayor es que en EEUU el presidente entonces era Donald Trump; en Brasil ya era Lula.
Bolsonaro tuitea desde EEUU: «A Lula no lo votó el pueblo, lo hicieron presidente la Corte Suprema y la Justicia Electoral». ¿Qué podría hacer de mejor el presidente del Tribunal Superior Electoral (TSE) para darle, al ojo golpista, la razón a Bolsonaro? Nada mejor que lo que hizo. Alexandre de Moraes, juez del Supremo Tribunal Federal (STF) y presidente del TSE, ordenó el apartamiento del cargo por seis meses de Ibanéis Rocha, gobernador de Brasilia (que es como un estado más), reelegido en las elecciones generales del 2 de octubre. Un juez supremo, por una decisión monocrática, de oficio, sin pedido del electorado o de autoridades, con su sola voluntad, decidió quién gobierna ahora, dejando sin efecto la decisión de la soberanía popular. Todos los Poderes del Estado muestran una solidaridad única en defensa de la Democracia, que corre peligro por ataques únicos del golpismo de Derecha. Tanto más golpista por negacionista: negacionista de las elecciones, negacionista de su golpismo. (El 30 de octubre, Bolsonaro ganó 60 millones de votos, 1,8% menos que Lula).
El asalto había sido un medio de comunicación antes que una intentona golpista. Una performance vandálica, pero, como en «Festa do interior» (1981), aquel alegre clásico tropicalista que cantaba Gal Costa cuando la dictadura se volvía dictablanda, ninguém matava, ninguém morria. El mensaje era claro: ¿qué gobierno es éste, que no ha sabido detener esto?
Después de décadas de gobiernos de derecha, en 1969 Willy Brandt fue elegido primer canciller socialista de Alemania Occidental. Desde 1970, trabaja en la cancillería Günter Guillaume, que será su secretario. En 1973, se descubre que es un espía de Alemania Oriental, que filtraba secretos militares a la Unión Soviética. Inocencia de Brandt, incorruptible socialista. Responsabilidad de los servicios de inteligencia: no investigaron, o no advirtieron a tiempo. Pero ¿volvería Usted a votar como jefe del Ejecutivo de su país a un político que no se da cuenta de que su secretario privado es un espía enemigo?