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«Intentaron enterrarme vivo y ahora estoy aquí para gobernar el país», fueron las palabras de Lula aquel 30 de octubre tras derrotar por un mínimo margen de votos al entonces mandatario de ultraderecha Jair Bolsonaro.
Luiz Inácio Lula Da Silva es una figura de gran arrastre desde donde se lo mire. Podría ser fácilmente un personaje de best-seller: desde lo personal, un hombre que nació en la pobreza; hasta lo político, como presidente de Brasil, llegando a ser reconocido como el político más popular del mundo.
Lula nació el 27 de octubre de 1945 en Pernambuco, un estado desfavorecido del nordeste de Brasil, y fue el séptimo de ocho hijos de una familia de agricultores analfabetos.
Muchos intelectuales –y detrás de ellos algunos medios de comunicación– han ahondado en la infancia compleja de Lula. Pero si nos ponemos a indagar algunos momentos de la vida de Lula desde su niñez hasta su vida como tornero mecánico de profesión, dudar de tal complejidad podría ser más que válido.
Su padre lo abandonó a días de haber nacido para trabajar como estibador en Santos, estado de São Paulo, donde luego formó una familia con la prima de su esposa. Lula lo conoció recién a los cinco años de edad, en una breve visita. «En el fondo fue una gran liberación», expresó el mandatario respecto a la separación de sus padres, ya que el padre era agresivo y contrario a la educación de sus hermanos.
Entre la niñez y la adolescencia fue lustrador de zapatos, vendedor callejero, repartidor en una tintorería y ayudante de oficina. A los 14 años de edad, Lula dejó la escuela para trabajar y formarse en tornería mecánica, profesión que lo convirtió, a lo largo de su historia, en una figura combativa para los trabajadores, y posteriormente lo llevó a ser presidente de la república.
Así, en 1969 fue electo dirigente del sindicato de metalúrgicos de São Bernardo do Campo. En varias ocasiones, Lula afirmó que su sueño no se encontraba inmerso dentro de la política; su pasión siempre la encontró en el fútbol. Pero se dedicó a la vida sindical gracias a un hermano comunista: en 1975 fue elegido presidente de su sindicato. Ya con un liderazgo casi consumado, encabezó grandes huelgas obreras organizadas en la región industrial paulista bajo el régimen militar (1964-1985).
Su protagonismo como actor político empezó a tener más preponderancia en 1980, año en que se registran dos momentos cruciales en su devenir histórico. El primero: el encarcelamiento, junto con algunos compañeros sindicalistas; pasó 31 días en una celda del Departamento de Orden Político y Social (DOPS) del gobierno militar sin mandato judicial. El segundo: la fundación, junto con sus pares sindicalistas, intelectuales de izquierda y teólogos de la liberación, del renombrado y aglutinante Partido de los Trabajadores (PT).
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Vale recordar que las formas de llegar e instalarse en el poder que tuvieron en la historia la mayoría de los gobiernos en Latinoamérica han sido siempre diversas: desde golpes de Estado hasta reformas y enmiendas constitucionales una vez tomado el poder, pasando, claro, por la llegada gracias al voto popular.
En los últimos años destaca el uso del poder judicial (una vez también tomado el poder) con el fin de llevar a cabo una persecución política contra figuras y dirigentes políticos. Los procesos de lawfare o «guerra jurídica» no son otra cosa que el uso del sistema judicial para desacreditar, desgastar y cancelar en el ojo público a un adversario político.
Lula Da Silva es una de las figuras políticas del ala progresista que ha llegado al poder bajo el designio o mandato popular expresados en las urnas en tres ocasiones, y –quizás por eso mismo– fue cancelado de la arena política por medio del sistema judicial –¡por segunda vez!– con la ultraderecha gobernando. Muestra de ello son los 580 días que estuvo en prisión y su proscripción en las elecciones del 2018. Esta causa fue llevada por el entonces juez Sergio Moro, quien posteriormente ofició como ministro de Justicia de Jair Bolsonaro.
Los esfuerzos por cancelarlo fueron en vano. Hoy, la resurrección de Lula viene de la mano de aquellas mayorías que recuerdan el éxito de sus programas sociales, especialmente aquellos con menores ingresos. Hicieron que Lula vuelva por los buenos tiempos de abundancia y fuerte gasto social que caracterizó sus años de mandato. Pero actualmente la realidad es otra.
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El Brasil que le toca gobernar a Lula está marcado fuertemente por el fenómeno del bolsonarismo, que no genera coalición y no se dispone a dar apertura de negociación. Muestras de ello son la estrecha diferencia en el porcentaje de votos que se llevaron ambos candidatos en la primera y segunda vueltas, por un lado, y, por otro, la falta de respeto al proceso democrático perpetrada por los seguidores de Bolsonaro al invadir el Palacio de Planalto, la sede del Ejecutivo y la Corte Suprema en Brasilia el pasado domingo 8 de enero.
En el plano internacional, se ve inmerso en otro escenario: el principal motor del boom económico, China, está en un proceso de desaceleración económica; el mundo se encuentra caminando a duras penas después una pandemia y una guerra como la de Ucrania y Rusia ha puesto en tensión al mundo y, en consecuencia, las políticas sociales y económicas de cada región del globo se vuelven cada vez más impredecibles.
En este contexto, será un desafío enorme llegar a replicar los resultados gloriosos que caracterizaron a su gobierno y que mejoraron las condiciones socioeconómicas de las grandes mayorías de brasileños. Sin embargo, más allá de lo que hoy puede hacer Lula por Brasil, no hay que olvidar que fue una figura importante de una generación que exigió el retorno de la democracia en su país, con éxito. Después de haber sido electo como diputado en el 86, y luego de ser derrotado tres veces como candidato presidenciable, hizo historia en el 2002 al convertirse en el primer exobrero en ser presidente del Brasil.