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A Clovis Trouille nunca le importó el mal gusto ni le asustó el kitsch, como tampoco le interesó tener una carrera prestigiosa de artista serio, sino que fue, a conciencia, lo que suele llamarse con desdén un «artista de domingo» que pintaba en sus días libres, terminado su trabajo de decorador de maniquís para los escaparates de las tiendas de moda de París. De la estirpe de esos artistas que, condenado el placer carnal por pecaminoso y desterrado de los cielos, poblaron de parafilias los infiernos, llevaba en las venas la irreverencia del carnaval antiguo y el espíritu bufo de las obscenas gárgolas del Medievo; pero, más modernamente, su insolencia también se entronca con ese anticlericalismo dieciochesco que supo enarbolar imágenes lascivas para mofarse del orden, las jerarquías y el poder.
Camille Clovis Trouille (1889-1975) nació en La Fère, en la región francesa de Picardía, estudió en la École des Beaux-Arts de Amiens de 1905 a 1910, fue reclutado por el ejército en 1914 y la Primera Guerra Mundial lo convirtió en anarquista. «Fuimos la generación sacrificada –dijo–. Despojado de amor en la flor de la vida, salí de la guerra estupefacto por el peligro, con los ojos furiosos y con el corazón lleno de rabia». Llamó a la guerra una «infamia» que lo había marcado para siempre, y con un desenfrenado desfile de frailes necrófilos y novicias lésbicas sensuales como vampiresas, de obispos con portaligas de vedette bendiciendo entre muertos los campos de batalla y ardientes monjas fumando con las piernas abiertas bajo las tenebrosas carcajadas de un Cristo loco, su obra pornográfica y sacrílega propinó un bofetón a los valores que cimentaban la sociedad «decente» de su época.
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Cuando Trouille aceptó exponer su cuadro Remembrance en una muestra colectiva del Salon des Peintres et Écrivains Révolutionnaires en 1930, Louis Aragon y Salvador Dalí, asombrados, lo reprodujeron en el número 3 de la revista Le Surréalisme au service de la révolution. Así empezó la relación de Trouille con los surrealistas, hasta que André Breton le propuso organizarle una exposición individual y Trouille se negó, alegando que la terrible realidad que expresaba su obra estaba por encima del surrealismo. Trouille era un anarquista nato, de independencia absoluta y, por ende, alérgico al espíritu gregario de los movimientos artísticos, no menos que a su elitismo. Desde entonces, Breton no incluyó a Trouille en ninguna de las antologías del surrealismo, y, por su parte, Trouille pintó a un clerical Breton inspeccionando, lupa en mano, el desnudo derrière de una joven en su cuadro Stigma Diaboli.
De esto último informa el artista y escritor peruano Lorenzo Osores, conocedor (¿y discípulo?) de Trouille, en su artículo «¡Oh Clovis, oh Calcuta!» (publicado en el número 2 de la insolente revista El Salvaje Virtual, de mayo de 2021), cuyo título alude al de un cuadro de Trouille, Oh! Calcutta! Calcutta! (1946), que suena como «Oh, quel cul t’as! Quel cul t’as!» (en francés, una exclamación admirativa: «¡Oh, qué culo tienes! ¡Qué culo tienes!»), juego de palabras que tomó prestado Kenneth Tynan para su famosa comedia musical Oh! Calcutta!, estrenada en Broadway en 1969.
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Trouille hizo su primera gran exposición individual en 1962 en la galería Raymond Cordier de París, e impuso sus condiciones: estaba prohibida para menores de 18 años y mayores de 70, y el ingreso a La Voyeuse, cuarto oscuro donde colgaban las pinturas más audaces, prohibido para menores de 50. Del desinterés de Trouille por eso llamado el «éxito» da cuenta que no fuera una muestra abierta al público, sino de acceso permitido únicamente con invitación personal.
Quizá la mayor blasfemia de Trouille haya sido la serie de tres cuadros Mes Funérailles (1940), Mon Enterrement (1945) y Mon Tombeau (1947), donde se divierte a costa de su propia muerte. Mon Tombeau es una escena nocturna en un cementerio lleno de movimiento y de los eternos fantasmas de Trouille, fauna de zombis eróticos y macabros con murciélagos en los genitales. Entre las sepulturas del Comte de Lautréamont y el Chevalier de Sacher-Masoch –y la tumba sin nombre de un anarquista que solo lleva grabado el lema «Ni dieu ni maître»–, descubrimos, en una lápida, el epitafio del propio Trouille, que hace muchos años, antes de conocer su obra, yo creía haber inventado:
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–Ci-gît le peintre qui perdit sa vie à la gagner.
«Aquí yace el pintor que perdió la vida ganándosela».
Clovis Trouille siempre se rió al último.