Cargando...
Gracias a Telefuturo pude ver, el domingo 13 de noviembre, la película paraguaya Matar a un muerto. El guion y la dirección son de Hugo Giménez. Una media docena de actores se lucen en las interpretaciones en un escenario de bosque tupido, de rancho destartalado, a orillas de un lago alejado de las poblaciones, repleto de soledad, de abandono. En ese lugar, dos hombres reciben los «paquetes», como se los anuncia desde la frecuencia de una radio clandestina: cadáveres de zurdos, comunistas o simplemente contreras que no soportaron las torturas.
Lea más: Documental “Fuera de Campo”: un filme que muestra lo acontecido en la Masacre de Curuguaty
Los paquetes tenían que desaparecer en fosas repletas de cal. Los dos contratados cumplen el «trabajo» puntual y monótonamente, hasta que uno de los paquetes respira… ¡Está vivo!
La historia se desarrolla en el año 1978, en plena vigencia del estronismo. Bajo la consigna «Orden, Paz, Progreso», el régimen, cimentado en el autoritarismo y la intolerancia frente a cualquier atisbo de disenso, había instalado el terror con persecuciones, exilios, destierros y tortura para los contreras. Ante las muertes de los torturados, se implementó un sistema de entierros clandestinos, hilo conductor de la historia que relata el filme de Giménez. Historia en la cual la tecnología está al servicio de la ominosa labor encargada a los dos hombres: una radio clandestina de frecuencia modulada es la anunciadora de los envíos de paquetes, así como la fiscalizadora a distancia de que la macabra tarea se cumpla a la perfección.
Pero también aparece en uso un aparato portátil de radio mediante el que pueden captar las propagandas gubernamentales, las inauguraciones de obras de progreso, así como los anuncios comerciales –por ejemplo, el de un seguro de vida altamente eficiente–. El aparato aparece en su máxima utilidad cuando les conecta a medias al Mundial de Fútbol de ese año, 1978, en que el país anfitrión del certamen, Argentina, será campeón del mundo. La paradoja es brillante, no solo en tal coyuntura, sino en su proyección futura: mucho más que lo miserable de sus trabajos y sus condiciones de vida, les interesa y obnubila el fútbol. La «pasión de multitudes», la «religión de los hombres buenos», como dirá un dirigente paraguayo, es el bálsamo para no ver, no pensar, no sacar conclusiones que no sean aplausos y vítores para así poder, mañana, volver a lo mismo de siempre.
Más adelante, aparecen en el escenario un militar de alta graduación y su escolta, un adolescente que está cumpliendo el servicio militar obligatorio y que no dice una sola palabra, pero responde automáticamente al menor gesto de su superior. Este transpira autoritarismo en todas sus frases y gestos, al punto que se nos muestra como un autómata sin vida, con movimientos maquinales. En poco tiempo, cumple sus objetivos: mejorar el sistema de la radio frecuencia y pispar cómo va el trabajo. Terminada la misión, superior e inferior se retiran.
Lea más: “Matar a un muerto”, para mantener viva la memoria
En medio, hay que señalar que el «paquete vivo» se salva porque ninguno de los dos esbirros se anima a ultimarlo. ¿Por qué? No lo sabemos. Pero cuando el responsable principal del trabajo toma la decisión de hacerlo, el otro lo salva. El no-muerto es epiléptico, además de curepí –esto último nos indica que la persecución de los contreras va más allá de las fronteras–. No pasa desapercibido que uno de los paquetes encierre a una mujer: es que «la más gloriosa de América» no fue exceptuada de la tortura, de la muerte.
Hacia el final de la película, uno se pregunta: ¿triunfó la vida? ¿No matan al muerto? No hay palabras. Solo queda una imagen borrosa por la lluvia, un espacio para esa vida que hace mucho dejó de ser vida. La de los muertos en vida, que ahora son tres, no uno.
Lea más: Obra de Hugo Giménez se exhibirá en el Museo Reina Sofía de Madrid
Hasta aquí la genial película de Hugo Giménez. Alguien, de cuyo nombre no puedo acordarme, me contó que el coronel que aparece en el filme, después de la noche de La Candelaria y la madrugada de San Blas, el 2 y 3 de febrero de 1989, pasa a ser cónsul en Oporto, Portugal; feliz, paseando a orillas del Douro, comparando la inmensidad de sus aguas con las leguas de tierra que, antes del viaje, le concedió el nuevo gobierno como promisorio agricultor.
Me cuenta también ese alguien que los dos encargados de los paquetes se fueron lejos del lugar del trabajo, que se radicaron a orillas del Paraná, donde son expertos en el pequeño contrabando y en el grande, el de los cigarrillos y el purete. Se unió a ellos el curepí, hasta que un día se largó a sus pagos. Me dice el incorpóreo narrador que el joven recluta volvió a su valle con su analfabetismo a cuestas, no solucionado en el ejército, pero feliz con los suyos. Solo una particularidad: no permite que lo llamen por su nombre. Se lo prohibió incluso a su mamá –al papá no lo conoció nunca– y a sus hermanitos; en cambio, deben llamarlo «arma», único nombre al que responde. Y, finalmente, que la radio sigue cumpliendo su vieja, imprescindible labor de propalar las grandes obras del gobierno, el advenimiento promisorio de la democracia, la vuelta a la grandeza heredada de los héroes y, ahora con ayuda de la televisión y las redes sociales, las noticias y eventos del fútbol, como el mundial en Catar.
Lea más: Vinimos todos
Allí, para el magno acontecimiento, convirtieron el desierto en un fosforescente crisol de las culturas, de las artes, de la integración de los pueblos. Solamente algunos medios difundieron que en las megaconstrucciones fallecieron unos 6500 obreros, cuyos cadáveres fueron a parar a las arenas del desierto. Pero sin cal, no hacía falta.