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Unas cuantas veces ya he defendido, oralmente y por escrito, que se subestima la importancia que ha tenido la estupidez humana en la historia del mundo. Parece necesario volver al tema ante la andanada de adolescentes muy furiosos, pero vestidos a la moda, que están atacando obras de arte, en nombre de vaya uno a saber qué activismo, a lo largo y ancho del primer mundo, mientras en el resto del planeta la gente está demasiado ocupada tratando de sobrevivir a diversas combinaciones de calamidades sociales, económicas, políticas y militares, según la latitud que nos haya caído en suerte.
Escuché al paso, en uno de esos videos que la gente te manda al teléfono, que un youtuber cuyo nombre no recuerdo, más desolado que enojado, los llamaba «idiotas útiles». Lamento tener que estar un cincuenta por ciento en desacuerdo con tal afirmación, porque de las dos palabras sobra una: la segunda. Pero que sean idiotas (en este caso no es un insulto, sino un adjetivo perfectamente descriptivo según el diccionario de la Real Academia) no significa que sean inofensivos y que debamos desentendernos de ellos.
No se deben subestimar ni los efectos potencialmente catastróficos de la estupidez, ni la facilidad con que deviene pandemia contagiosa contra la que aún no se ha inventado ninguna vacuna, pero en cambio sí un fulminante multiplicador del contagio llamado internet. Para quienes lo duden, permítanme traer a colación un caso bastante conocido y, sobre todo, muy ejemplar de victoria de la idiotez sobre la inteligencia: la historia de la Biblioteca de Alejandría.
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Cristianos y musulmanes pocas veces se han puesto de acuerdo a lo largo de la historia de lo que, con algo de ironía, podríamos llamar sus mil y pico de años de «convivencia»; pero algo en lo que los idiotas de ambas religiones estuvieron cien por ciento de acuerdo (y ese acuerdo se mantuvo durante siglos) fue en destruir la Biblioteca de Alejandría. Primero, en la época de Hipatia, la incendiaron los cristianos, que de paso torturaron y lapidaron a esta filósofa, científica y matemática, que en aquel entonces la dirigía; un par de siglos después, los musulmanes acabaron el trabajo, quemando lo que se había salvado. Algo así como: «Si coincide con el Corán no es necesario, hay que quemarlo; si no coincide con el Corán es mentira, hay que quemarlo», cuentan los historiadores de la época que sentenció el pirómano, muy ufano de su razonamiento.
No sé si se calibra cabalmente el suceso: cientos de miles, quizás millones de obras, conteniendo todo el conocimiento de la antigüedad, el trabajo de miles de mentes brillantes e investigadores puntillosos, durante muchos siglos, más de un milenio; todo lo que pensadores brillantes habían creado y generaciones de dedicados bibliotecarios habían reunido, compilado, cuidado, protegido, copiado y clasificado sobre todas las materias imaginables: ciencia y literatura, historia y geografía, matemáticas y poesía, tradiciones y costumbres; todo destruido en pocas horas por unos cuantos idiotas fanáticos, armados de antorchas y de una necedad más ardiente que sus teas.
Con frecuencia un idiota, si se le da la oportunidad de actuar a sus anchas o si obtiene algo de poder, puede ser más peligroso y dañino que un malvado. Así pues, estos neoiconoclastas tienen una larga cadena de antecesores: desde mucho antes de los fundamentalistas católicos y musulmanes de Alejandría, que pusimos como ejemplo. Entre otros casos de la antigüedad, comenzamos con la cicuta de Sócrates, pasamos por los primeros iconoclastas (literalmente, «rompedores de imágenes»), que, además de destruir gran cantidad de obras de arte, llevaron a Bizancio a una guerra civil, y, saltando unos cuantos siglos para no hacer la lista interminable, desembocamos en la quema de libros «corruptores» de los nazis y, finalmente, la destrucción de estatuas por el estado islámico, sin olvidar a sus colegas actuales, los canceladores de todo lo políticamente incorrecto… Esa lista de predecesores, aún tan incompleta, no parece precisamente la reunión anual de los héroes de la humanidad.
Me responderán: «¡No exageres! Estos chicos equivocados, pero bienintencionados, no irán tan lejos». Ese es el gran peligro de tratar a los idiotas como si fueran solamente incultos o tontos; la diferencia es que la idiotez es, según la frase de Goethe, «ignorancia en movimiento»; es decir, implica además actuar en consecuencia con toda la arrogancia y necedad que proporciona la propia idiotez.
«La inteligencia humana es limitada, pero la idiotez es inconmensurable», palabras más, palabras menos, han dicho muchos grandes pensadores, de Euclides a Einstein. Un ser humano puede aprender mucho, pero no todo; en cambio, puede no saber nada, y cuanto menos sepa menor será la conciencia de su ignorancia. Un fenómeno que está bien estudiado por la psicología bajo el nombre de síndrome de Dunning Kruger. Si quieren conocer un verdadero idiota, busquen a alguien que esté total y arrogantemente seguro de sí mismo y de todo lo que piensa y cree.
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Para hacer la figura de la peligrosidad de la idiotez un poco menos abstracta: ¿no les resultan sospechosamente similares los botes de pegamento, pintura y sopa industrial de los coléricos «activistas» adolescentes contra obras de arte y las piquetas del Estado Islámico? Es porque tienen exactamente la misma motivación profunda: manifestaciones radicales de cólera fundamentalista, impulsadas por la ignorancia movilizada a su máxima velocidad y, de paso, por el mal de nuestra época: la búsqueda desenfrenada de notoriedad a cualquier precio, el abandono de cualquier escrúpulo o racionalidad a cambio de los tópicos «quince minutos de fama», aún si se trata de una fama triste y una efímera gloria, tan dañina como banal.
El hombre, decía Aristóteles, es un animal racional. Ni siquiera el fanatismo más desaforado puede desactivar totalmente el cerebro de una persona perteneciente al género sapiens ante ciertas obviedades: ¿de verdad alguien puede creer que la forma de protestar y modificar lo peor de la humanidad es atentar contra lo mejor del patrimonio que han producido los seres humanos? ¿En serio «los malvados del mundo» se pondrán de rodillas, arrepintiéndose de sus pecados, pidiendo piedad para (qué se yo) Klimt, Goya, El Bosco o Van Gogh? ¿Alguien puede creer que existe alguna posibilidad de que tales acciones atraigan a ciudadanos comunes y razonables para sumarse a su causa? Francamente, creo que no se hacen estas preguntas, que son las más básicas en cualquier campaña de reivindicación o protesta, porque prefieren no conocer la respuesta. De lo único que están seguros es de los minutos de fama, porque todo lo demás, en el fondo, no les interesa.
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No estamos hablando solo de agresiones a obras de arte, demeritando a sus creadores, que, con frecuencia, lo pasaron bastante mal. El desprecio por el arte es solo uno de los síntomas de la incapacidad de empatizar con el resto de la humanidad y sus logros artísticos, científicos, tecnológicos y sociales, y, como no tienen empatía, tampoco perciben que, sea cual fuere la reivindicación que promueven, la están desprestigiando, y, sean cuales sean los «enemigos» a los que «denuncian», los están favoreciendo.
Como vivimos en tiempos coléricos, en los que absolutamente todo es motivo de enojo desproporcionado y solo la furia desmedida puede reclamar tolerancia desde su autoproclamado lugar de víctima máxima de todos los males de este mundo, en lugar de que los calmos sosieguen a los violentos, son los más furibundos los que arrastran o, al menos, obligan a callar a los moderados… No habrá ningún impacto real en las políticas mundiales, pero sí animarán a mostrar su furia a cambio de un poco de notoriedad a unas docenas más de neoiconoclastas, que, a medida que el impacto mediático se atenúe, subirán la intensidad de las agresiones.
Cuatro gatos lo bastante idiotas, animados y retroalimentados por unos cuantos likes en internet, pueden destruir mucha belleza, dilapidar mucho patrimonio y ni siquiera conseguir nada a cambio. Estas líneas no son para ellos, porque de todas formas a los neoiconoclastas nada de esto les interesa ni lo entenderían. Son para proclamar ante quienes los disculpan, subestimando el efecto catastrófico de la idiotez a lo largo de la historia, que los idiotas no son inofensivos, sino muy peligrosos.