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La nueva trova terminó –aunque no comenzó– gozando del apoyo del régimen cubano y también terminó –aunque no comenzó– legitimándolo. Fuera de esta banda sonora oficial, la popularidad de otras obras las hizo forzosa pero, al cabo, convenientemente aceptadas por el gobierno (la más famosa probablemente sea Guantanamera, canción prerrevolucionaria de Joseíto Fernández a la que con gesto inspirado Julián Orbón –exiliado y, si no me equivoco, borrado de la historia de la música cubana después de 1959– acopló versos de José Martí).
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Si el inconformismo juvenil de las incipientes estrellas de la nueva trova inspiró desconfianza a los miembros del Partido al comienzo, esto cambió en los 70. Desde 1972, fueron apoyados por el gobierno, invitados a recepciones del presidente de la UNEAC y recibidos personalmente por miembros del Comité Central y hasta por el mismo Fidel Castro. En sus letras, las críticas a la política interna fueron eclipsadas por la política internacional, la lucha revolucionaria cubana y el antiimperialismo, y ganaron simpatías para el Partido en todo el mundo. Silvio dejó de escribir canciones como Resumen de noticias y Pablo olvidó que había estado preso en la UMAP.
Tardó décadas en recordarlo. Una foto tomada por el periodista Paul Kidd en 1966 fue la primera evidencia visual que el mundo tuvo de la existencia de campos de trabajo forzado en Cuba. Kidd fue expulsado del país, y mientras en la isla continuaban los crímenes y atropellos, la nueva trova siguió exportando una imagen de socialismo y revolución.
Pablo Milanés empezó a reclamar cambios en los 90. Terminó denunciando las injusticias que se cometían en Cuba, exigió a las autoridades que pidieran perdón a las víctimas de las Unidades Militares de Apoyo a la Producción y cuando el año pasado miles de cubanos salieron a las calles al grito de «abajo la dictadura», protestó contra la violenta represión de los manifestantes: «Es irresponsable y absurdo culpar y reprimir a un pueblo que se ha sacrificado y lo ha dado todo durante décadas para sostener un régimen que al final lo que hace es encarcelarlo». Todo esto le valió insultos y ataques hasta sus últimos días, pero era tarde para silenciar o invisibilizar a un ya inocultable Pablo Milanés.
Quisiera hablar de Pablo Milanés, que, como todos sabemos, murió el martes 22 de noviembre, que nació en 1943 en Bayamo y que ya cantaba, de niño, en la radio, cuando Batista aún no había sido derrocado y antes de que la nueva trova creciera al amparo de un régimen al que muchos le debieron no solo elementos esenciales para evolucionar musicalmente –infraestructura, equipos, instrumentos, estudios de grabación–, sino apoyo para participar en festivales dentro y fuera del país, difusión en la prensa y, al margen de sus indudables méritos, reconocimiento internacional, y al que tantos otros le debieron la marginación y el olvido.
«Se acabó la diversión –cantaron jubilosos octosílabos en los 60, acertando más de lo esperado–, llegó el Comandante y mandó parar». O disparar, cabría anotar al pie de esa tristemente profética canción del viejo Carlos Puebla / Pueblo (juego de palabras inevitable), que supo saludar con sus vibrantes guarachas y boleros de versos sencillos y francos la alegría de un acontecimiento que prometió cambiarlo todo y al que muchos consagraron sus fuerzas y sus vidas.
Pablo Milanés compuso su primera canción en 1963, Tú, mi desengaño, un bolero de esos que sabían a jazz y se llamaban filin, y aunque fue con la nueva trova, al amparo de la Casa de las Américas y el ICAIC, que logró renombre mundial, nunca perdió su marca. Empezó con el son, el bolero y el filin y pasó por el jazz de Los Bucaneros y los spirituals del Cuarteto del Rey, y los acentos populares resuenan hoy finalmente tanto como el frenesí cargado de futuro de los albores de la revolución en todas esas décadas de música.
Noche negra en La Habana, las luces de los postes arden sobre las agitadas aguas del malecón, la orquesta toca con el Chori arrastrando parejas a la pista, la gente recorre las calles de un bar a otro entre mulatas de ceñidos vestidos blancos que bailan sin soltar el vaso de cerveza ni el cigarrillo, con la mano de un hombre en la cintura, un mulato de perfilado bigote silba y toca el bongó y la ciudad se acoda en la barra, se multiplica en los espejos, se para ante las vidrieras, ríe, noche dos veces negra, adentro y afuera, en la oscuridad de las bodegas y en las calles, tres veces negra, en el misterio del deseo ubicuo, cuatro veces negra, en la piel de los negros que en todas partes son más de la mitad de esta nocturna población de fiesta que no piensa en dormir ni en levantarse al alba disciplinadamente a cortar caña y trabajar por la Revolución, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, blancos y negros fuman y se emborrachan y bajo trajes y corbatas aparece en el baile una antigua elasticidad felina cuando la música, hoguera de la tribu, los atraviesa.
Es La Habana nocturna, paisaje insomne de sombras, licor y rumba, y es PM, el cortometraje de 1961 de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante que las autoridades castristas vieron como «un montón de negros bailando», la primera obra de arte censurada por el gobierno o, como lo llaman algunos, por «la Revolución».
La imagen de la Revolución no sería esa, ni sería su música el bolero ni el mambo, ni el son ni la guaracha, ni el filin ni el sucusucu, sino un movimiento institucionalizado en 1972 por el Partido y dotado de acceso a estudios, productores y prensa, con supervisión, junta directiva, registro de miembros y centros de actuación en cada provincia, el Movimiento de la Nueva Trova.
Una imprecisa noche –pudo ser cualquiera de las mil y una– se desvaneció la bohemia habanera a la que Pablo Milanés había llegado siendo todavía muy joven, desde el oriente cubano, para inundarla con su voz, una de las más hermosas del largo siglo XX.
Arrojados a un lado del glorioso camino al Hombre Nuevo, los vestigios decadentes del mundo prerrevolucionario que llenaron de música las madrugadas desde el Rincón del Guanabo hasta Santa Fe, entre pianos y grillos y timbales y saxos, se apagaron uno a uno como velas en la brisa, mientras en el Night and Day Benny Moré y su Banda Gigante se desvanecían, espectrales, con los últimos tragos, cantando por última vez:
«…cómo fue,
no sé decirte cómo fue…».
Nadie supo decirnos cómo fue, pero un día cualquiera, en un higiénico operativo revolucionario, se llevaron en camiones las últimas rockolas que quedaban en las bodegas y bares de los barrios. Se cerraron los clubes y salones de baile. Muchos se fueron para no volver.
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Y entonces, antes de Ry Cooder y de Wim Wenders y del efecto Buena Vista Social Club, Pablo Milanés grabó discos con olvidadas estrellas de la noche habanera de los 50. Quiero creer, pese al otro, prolongado olvido, el de lo ocurrido en la UMAP, a las décadas de buenas relaciones con los funcionarios, a la fama como representante de todo lo que llegó a representar, que faltó solo un poco de tiempo para que recordara mucho más, en todos los sentidos diurnos y nocturnos, políticos y musicales. Esto no puede ser más que una canción; quisiera fuera una declaración de amor.