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Mi comprensión de Paraguay como país y sociedad no fue instantánea, lo que no es inusual –después de todo, nadie nace sabiendo montar bicicleta o atarse los cordones de los zapatos: otros nos enseñan, y esos maestros, sean padres, amigos o conocidos, saben que cometeremos muchos errores antes de aprender–. Comenzó realmente en 1976, pues había estado en Paraguay tres años antes como voluntario médico de Amigos de las Américas, pero era parte de una organización y tendía a ver el país a través de su prisma, mientras que en 1976 volví solo. Y estando solo, creo, es que puedes comprender el mundo que te rodea.
¿Y cuál era mi mundo paraguayo? Bueno, inicialmente pensaba quedarme en casa de un médico que conocí cuando trabajaba en el programa de vacunación, pero habían llegado familiares suyos del campo y el espacio quedaba corto, así que su hijo mayor me encontró un hostal notablemente barato a pocas cuadras del Archivo Nacional, donde pensaba hacer investigaciones históricas para mi tesis de licenciatura.
El albergue, muy modesto, frente a la Casa de la Independencia, se llamaba entonces Hotel Virginia (luego se convirtió en el Hotel Embajador). Fue mi introducción no solo al Paraguay urbano, sino también a lo que George Orwell, en su primera novela, Down and Out in Paris and London, llamó «desbaste». Mi «desbaste» en el hotel implicó pasar tiempo con muchas personas diferentes. Algunas eran pobres y estaban llegando al final de sus recursos; otras, sorprendentemente prósperas. Este curioso elenco de personajes me enseñó mucho, no solo sobre Paraguay, sino también sobre cómo un joven extranjero puede sacarle el jugo más sabroso a una vida muchas veces confusa.
A 55 dólares al mes con tres comidas y lavado, el Virginia debía ser uno de los hospedajes menos costosos en Asunción. Las habitaciones eran pequeñas y un poco sucias, libres de ratones pero no de cucarachas; el menú, muy paraguayo: mandioca, guisos, relativamente poca proteína, platos simples que aprobé porque en las comidas podía conversar con los otros huéspedes.
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Había extranjeros y paraguayos de otras partes del país, de todos los oficios: zapateros, albañiles, estudiantes, prostitutas, tahúres, turistas, jornaleros. En una habitación con cuatro camas dormían al menos doce chinos, todos pensando enriquecerse con algún negocio que conectara Paraguay y Taiwán. Una de las prostitutas, muy apropiadamente, estaba estudiando para ser abogada, y practicaba su inglés conmigo. Un ingeniero chileno aparecía y desaparecía periódicamente para ir al Chaco en busca de escurridizos, tal vez inexistentes, yacimientos de petróleo. Siempre levantaba el índice y me decía: «Estados Unidos es un gran país», divirtiendo a todos menos a mí.
Y había un periodista australiano llamado Murphy, en busca de anécdotas interesantes para un libro de viajes que estaba escribiendo. Y una alsaciana misteriosa y sexy cuyo francés sonaba a alemán, y viceversa. Y un hombre de mediana edad que me contó cómo había sido torturado por la policía de Stroessner, a un par de cuadras del hotel, en Investigaciones, pasando la Librería Comuneros de Ricardo Rolón y el Teatro Nacional. Y universitarios más interesados en mi calculadora Hewlett Packard –a los lectores de hoy puede extrañarles, pero en esos días las calculadoras manuales eran una rareza en Paraguay–, y en que les diera consejos para obtener becas en América del Norte, que en mis investigaciones históricas.
Virginia, la propietaria del lugar, mujer robusta de unos cincuenta años, era la antigua amante o la esposa separada (sus antecedentes variaban según quién contara la historia) de algún oficial de policía importante. Me tomó cariño desde el principio. No por mi encanto o buena apariencia (o modestia, ja, ja), sino porque los otros huéspedes le contaron que yo era «doctor», y Ňa Virginia, apreciando el estatus del título, pensaba, extrañamente –nunca se me hubiera ocurrido verme así–, que mi presencia daba «tono» a su establecimiento.
Éramos tres «doctores» en el Hotel Virginia, y yo, por mucho, el más joven y, salvo lo aprendido en los libros, el más inocente de los tres.
El mayor era Bob Chust, un apuesto «hombre de mundo» de unos sesenta años, de la generación de mi padre. Aunque nacido en algún lugar del norte de Paraguay, tenía nacionalidad brasileña, de la que estaba muy orgulloso. Había viajado mucho en su juventud, había trabajado como actor en ciernes en Hollywood –en mi estado natal, California– a fines de la década de 1930, conocía personalmente a varias estrellas del cine clásico y contaba historias graciosas de John Wayne, Rita Hayworth, Orson Welles, Cantinflas y no sé cuántos más. Hace unos meses busqué su nombre en el sitio de IMDB y lo encontré como director de una película brasileña de 1944, O Brasileiro João de Souza.
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Bob finalmente decidió que no tenía futuro en la pantalla grande y se unió a la Fuerza Aérea estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. La metralla alemana le había dejado una cicatriz en la pierna como recuerdo de su servicio. Al terminar la guerra, regresó a Brasil y se estableció como un exitoso hombre de negocios, ocasional cineasta y productor de televisión en Río de Janeiro.
Cuando lo conocí, era un alto funcionario del Banco do Brasil en Asunción. ¿Por qué frecuentaba el Virginia, un establecimiento de cuarta categoría? Una vez, tomando un café en su espaciosa oficina del banco, me lo explicó: «Tommy –siempre me llamaba Tommy–, todos estos tacaños que vienen a Asunción están ansiosos de hacer negocios conmigo, inversiones y demás, y el Virginia es un buen escondite. Además, ustedes me gustan más que ellos».
Quizá mis lectores paraguayos de cierta edad recuerden el nombre del otro «doctor»: Eliseo Sosa Costantini, alguna vez líder del Partido Demócrata Cristiano y profesor de Psicología en (creo) la Universidad Católica, hombre extravagantemente gay cuando ser gay no solo estaba mal visto en Paraguay, sino que era ilegal y peligroso. Sabía mucho de guaraní, etnofarmacología, política paraguaya moderna e historia temprana del país. Recuerdo que me habló de los diferentes cantos de pájaros que se escuchaban de noche en el campo, y cómo distinguir el urutaú de otras aves raramente vistas. Su conocimiento de tales cosas era inagotable, y lo considero un hombre del renacimiento.
Veinte años antes, había ido a Washington a reunirse con John F. Kennedy y otros demócratas, que le dieron consejos para armar un movimiento político con principios cristianos liberales. Tristemente, el Sosa de 1976 había perdido casi todo su afán reformista, aunque era importante aún entre los demócrata-cristianos. Esto, por supuesto, significaba poco en un mundo dominado por los liberales, los colorados y la policía.
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Sosa no se hospedaba en el Virginia para esconderse de nadie, sino porque un equipo de arquitectos estaba reparando su casa, al otro lado de la ciudad, y tardarían un par de meses en terminar. Algunos de sus estudiantes lo visitaban de vez en cuando en el Virginia para recibir alguna tutoría. Tuvimos largas charlas sobre cultura y política paraguaya. Me regaló un ejemplar de su libro Las fuentes de la revolución cristiana, publicado en 1963. Hasta hoy ocupa un lugar de honor en mi biblioteca de rarezas paraguayas, y mientras escribo esto leo con nostalgia la dedicatoria: «A Thomas Whigham, a quien conocí como un joven de ideales nobles y admirable sentido de objetividad, Eliseo Sosa, Asunción, 31 de agosto de 1976».
Esas palabras aún conmueven lo que queda de joven en mi interior, y me doy cuenta de que, a los 67 años, me sigue quedando un largo camino para alcanzar la nobleza y la objetividad que Sosa vio en mí.
Sosa fue asesinado años después, en lo que pudo haber sido una pelea de amantes. Nunca lo supe con seguridad. Cuando me enteré de su muerte, sentí como si una fea nube negra cubriera el sol del mediodía. Es difícil explicar ese tipo de pérdida, que no fue tanto mía como del Paraguay.
Lo más importante que encontré en el Virginia no fueron los consejos o las historias de vida de esas figuras inolvidables, aunque ciertamente merecían atención por sus propios méritos, sino cómo sus personalidades se enfrentaron en una síntesis difícil de describir. Había algo así como un sentimiento de solidaridad entre los habitantes del hotel, que siempre pude apreciar, aun sabiendo que desaparecería rápidamente si alguien mostraba un fajo de billetes. Incluso en esto, el lugar era en parte Casablanca y en parte Tombstone, Arizona. Y, sin embargo, era Paraguay.
Después de dos meses en el hotel recibí una invitación del artista Joel Filártiga para hospedarme en su casa de Sajonia; me quedé dos meses más en Paraguay antes de regresar a Estados Unidos. La historia de Filártiga, por supuesto, es muy conocida, y reflexionar sobre la tragedia que tanto sufrimiento causó a su familia probablemente sería excesiva digresión.
Después de unas semanas en Sajonia, decidí ir al viejo Hotel a saludar a quien encontrara. Chust ya había regresado a Brasil, y Sosa a esa hora estaba en la universidad. Pero Ňa Virginia me agarró de la muñeca con gran entusiasmo y me dijo: «Oh, doctor, ¿no podés volver y quedarte con nosotros en el Hotel otra vez?».
Si tan sólo pudiera.