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En 1976, cuando tenía veintiún años, realicé una serie de investigaciones en la Biblioteca Nacional sobre la historia de la etapa presidencial de Carlos Antonio López. Disfruté mucho ese tiempo en la biblioteca, aunque avancé poco en mis investigaciones. El director de la institución era entonces Francisco Pérez Maricevich, escritor e historiador literario a quien perdimos hace apenas unas semanas, a la edad de ochenta y cinco años. En 1976, él y su familia vivían en un anexo de la biblioteca y los veía con bastante frecuencia. Ellos, al igual que los empleados de la biblioteca, siempre fueron amables conmigo; nunca he olvidado la bienvenida que me brindaron en mi visita.
El edificio que albergaba las colecciones de la biblioteca había sido regalado a Paraguay, si no me equivoco, por el gobierno argentino pocos años después de la llegada al poder de Stroessner, con cuyo régimen los argentinos estaban ansiosos de mantener buenas relaciones. El diseño del edificio era un símbolo de ese deseo. Tenía una calidad distintivamente moderna, como si Federico Fellini se hubiera reunido con Arturo Frondizi para diseñar una estructura pública que a Jackie Kennedy y Juscelino Kubitschek les hubiera gustado visitar. El edificio sigue allí, y para aquellos de mis lectores que recuerden la atmósfera de esperanza y cooperación interamericana que caracterizó esos primeros días, quizá conserve un toque de su antigua fragancia (si es que la «modernidad» puede tener alguna fragancia distinta de los vapores de nafta).
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Para 1976, el brillo de la modernidad simbólica se había desvanecido y dado paso hacía tiempo a la realpolitik de una dictadura tradicional poco interesada en la educación o el servicio público. En vez de encontrarse preparada para responder a las necesidades de los lectores paraguayos, la biblioteca tuvo suerte sencillamente de seguir abierta. El eco de la vieja modernidad apenas se escuchaba a lo lejos, por así decirlo, y eso era todo. No había organización alguna en la colección, ni catalogación verdadera, ni capacitación, sospecho, para el personal. Uno encontraba títulos interesantes en los estantes casi exclusivamente por suerte. Incluso había ventanas rotas que dejaban caer la lluvia sobre los libros.
Esto fue profundamente triste. Me imagino que muchos paraguayos no saben lo impresionante que era la Biblioteca Nacional hace cien años. Gran parte de sus títulos habían pertenecido a Juansilvano Godoi, hombre muy rico y primer director de la institución. Su enorme colección privada, salvo quizás por la que tenía la familia Bioy Casares en Buenos Aires, pudo haber sido la mejor de todo el Plata en términos de calidad, si no de cantidad. Godoi entregó esa colección a la Biblioteca Nacional. Todavía se pueden encontrar listas bibliográficas que dan prueba de su grandeza.
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En 1976, sin embargo, mis intereses en la biblioteca eran bastante más mundanos. Al comienzo no hice muchos hallazgos, pero finalmente descubrí una impresionante y muy útil colección de recortes que perteneció a Juan E. O’Leary. La usé muy de paso, pero en los años siguientes encontré incluso más de estos materiales, que habían entrado en los fondos de la BNA, no estoy seguro de cuándo. Sí estoy seguro de que siguen ahí hoy, y los sigo considerando una fuente invaluable sobre la época lopista.
Permítanme enfatizar que las cosas han cambiado en la biblioteca. Aunque nadie diría que ya no cabe hacer mejoras, el tiempo de las ventanas rotas ha pasado. Deberíamos celebrar esto mientras reflexionamos sobre cómo ayudar a la Biblioteca Nacional en su tarea de atender las necesidades educativas de las generaciones más jóvenes y del pueblo paraguayo en conjunto. Podemos dar una mirada a su web: http://bibliotecanacional.gov.py/bibliotecadigital/. Actualmente ofrece un excelente ambiente de trabajo.
En fin, habiendo hablado ya de la biblioteca, permítaseme señalar que lo que realmente deseo comentar no tiene nada que ver con cuestiones administrativas, con el financiamiento adecuado de las instituciones públicas ni con libros digitalizados. Tiene que ver con una de las cosas más extrañas o surrealistas que encontré en Paraguay en 1976: un grafiti en la pared del baño de la biblioteca, que alguien había hecho con tinta carmesí.
Nunca lo olvidé. Los baños de la biblioteca, ubicados cerca de la oficina del director, eran como todas esas instalaciones, y no merecen mayores comentarios. No así este grafiti, que nadie se había molestado en limpiar. Decía: «¡Abajo Stroessner y sus comunistas!».
Puede que algunos jóvenes hoy no entiendan cuán loco fue meter al fanáticamente anticomunista Stroessner en tal exclamación. Probablemente haya muchas formas de interpretar ese extraño grafiti, parecido a otros escritos en espacios públicos. ¿No comienza Roa Bastos Yo, el Supremo con un papel clavado en la puerta de la catedral, supuestamente escrito por el Dr. Francia, que improbablemente pide su propia decapitación post mortem? ¿No es igualmente extraño? ¿E igualmente descarado?
Confieso que el grafiti me desconcertó en 1976, y ninguno de mis conocidos pudo arrojar luz sobre lo que significaba. Pregunté a varios clientes habituales del Bar San Roque –a Joel Filártiga, Benigno Riquelme García, Miguel Ángel Caballero Figún y otros– qué les parecía, y se limitaron a decir que tenía gracia.
Probablemente la interpretación más caritativa es que el grafitero surrealista de la biblioteca –tal vez merece esa designación de artista– era un poco tonto en materia política y estaba usando el término «comunistas» como sinónimo de «criminales» o «bastardos» Quizás en su interpretación todos los «rojos» (fueran soviéticos o colorados) eran igualmente reprensibles.
Insatisfecho con las «explicaciones» o encogimientos de hombros de mis amigos y conocidos, aparté de mi mente el grafiti hasta que hace un par de semanas vi en un reportaje televisivo sobre fake news algo que acicateó mi recuerdo de la biblioteca. Empecé a permitirme especulaciones descabelladas, tal vez tan descabelladas como las de los partidarios del expresidente Trump. Y esto es lo que surgió en mi imaginación.
¿Y si el grafitero de 1976 hubiera encontrado una forma de dar sentido al régimen estronista? Juguemos con esta idea por un momento. Los regímenes comunistas parten de que el Estado debe controlar los medios de producción a instancias de la clase trabajadora. Ahora bien, no se podría decir eso del Paraguay de Stroessner, pero sí podría decirse que estaba bajo el dominio de un pequeño número de funcionarios corruptos, no muy diferentes de los miembros del comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Entonces, podía razonar yo en 1976 (y razono ahora), superando las contradicciones ideológicas, los comunistas de Stroessner eran una fuerza palpable en Paraguay. De este modo, sin que los propios comunistas lo supieran, podrían haber estado más cerca del gran Alfredo de lo que cualquiera hubiera podido imaginar, excepto el grafitero de la Biblioteca Nacional, que acertó. No olvidemos que Jorge Luis Borges situó sus universos paralelos en las salas hexagonales de una biblioteca infinita. Dudo un poco que el baño de la Biblioteca Nacional tuviera forma de hexágono, pero a pesar de eso quizás debamos entender así el mensaje de aquel extraño grafiti.
¡No, no lo creo! Demasiado tonto, incluso en uno de mis estados de ánimo más tontos.
Sin embargo, hay una forma de averiguarlo con seguridad. Es muy posible que el artista que dejó ese singular grafiti siga vivo. ¿Él o ella dará un paso adelante y nos iluminará?
Thomas Whigham - Profesor Emérito, Universidad de Georgia