Cargando...
Una mañana, hace poco, desperté convertido en un hombre de 70 años. ¿Es esto diferente de lo que le pasa a Gregorio Samsa en La metamorfosis? Él despierta convertido en un escarabajo (de creer a la mucama) de tamaño casi humano. Ambos estamos confundidos y perplejos y pensamos que esta ilusión pronto se disipará y nuestras vidas seguirán como antes.
¿Cuál es la fuente de estas metamorfosis? Sabemos cuándo llegará cada cumpleaños mucho antes de que llegue, y no debería chocarnos ni sorprendernos cuando llega. Y, dicen los amigos, 70 solo es un número. ¿Qué impacto tiene realmente ese número en una vida física humana?
Que un joven viajante de comercio duerma en casa de sus padres, en Praga, y despierte a una vida híbrida de humano-insecto es algo que nadie espera, y la reacción del entorno ‒madre, padre, hermana, mucama‒ es de horror y pasmo.
Ningún miembro de la familia desea consolar a la criatura; decirle, por ejemplo, que un insecto también es un ser vivo, que para un mediocre ser humano con una existencia vacía y tediosa convertirse en uno podría ser vibrante y renovador, y que, por ende, ¿cuál es el problema?
Lea más: Crash, de David Cronenberg: veinte años estrellándonos
Pero el consuelo no cabe en el relato, porque Gregorio puede entender el lenguaje humano, pero no ser entendido si intenta hablar, y por ello su familia nunca se acerca a él como a una criatura inteligente.
(Sin embargo, en su banalidad, ellos aceptan que, de alguna repelente manera, esa criatura es su Gregorio. Nunca se les ocurre, por ejemplo, que un escarabajo gigante podría haberlo devorado; no tienen suficiente imaginación, y Gregorio pronto se reduce a un inconveniente doméstico.)
Su metamorfosis lo deja tan solo consigo mismo como si hubiera sufrido una parálisis total. Su escenario y el mío parecen tan distintos que cabe preguntar por qué los comparo. Porque ambos hemos despertado al duro hallazgo de lo que somos, y es un despertar irreversible, y no es una ilusión sino otra realidad, nueva, y nuestras vidas ya no van a ser como antes.
¿Es la metamorfosis de Gregorio una sentencia de muerte, un diagnóstico fatal? ¿Por qué el Gregorio-insecto no sobrevive? ¿Su deprimido, triste, melancólico cerebro humano derrota a su robustez básica de insecto? ¿Su cerebro traiciona el impulso del insecto a sobrevivir, a comer? ¿Qué anda mal en este escarabajo? Los escarabajos, del orden de los coleópteros ‒coleóptero significa «ala envainada» (aunque Gregorio no desenvaina sus alas, plegadas bajo sus élitros)‒, son particularmente resistentes y aptos para la supervivencia; hay más especies de coleópteros que de ningún otro orden en la Tierra.
Bueno, Gregorio tiene pulmones débiles, y por ende el Gregorio-insecto también, y quizá sea ese su diagnóstico fatal; o quizá sea su creciente incapacidad de comer la que lo mata, como a Kafka, que terminó tosiendo sangre y muriendo de inanición, tuberculoso, a los 40.
Lea más: Cronenberg, el cineasta que empuja al público a sentir su misma experiencia
¿Y yo? ¿Mi septuagésimo cumpleaños es una sentencia de muerte? Claro que sí, y eso me deja tan solo conmigo mismo como si tuviera parálisis total. Y revelar esto es la función de la cama y del soñar en la cama, mortero en que las minucias del día se muelen y se mezclan con la memoria y el deseo y el terror. Gregorio despierta de unos sueños intranquilos que Kafka no nos cuenta. ¿Soñó que era un insecto y despertó para descubrir que era real? «¿Qué me ha pasado?», piensa Gregorio. «No era un sueño», dice Kafka, pero no queda claro si esos sueños intranquilos fueron, o no, premoniciones de insecto.
En La mosca, la película basada en el relato de George Langelaan, que coescribí y dirigí, Seth Brundle, interpretado por Jeff Goldblum, dice, mientras se sumerge en las fases de su metamorfosis en híbrido mosca-humano, «Soy un insecto que soñó que era un hombre, y al que le gustó serlo. Pero el sueño ha terminado, y el insecto despertó».
Y advierte a su amante que ahora es peligroso para ella, un ser sin compasión ni empatía. Ha dejado caer su humanidad como la cigarra ninfa su cáscara, y lo que ha emergido ya no es humano. Y sugiere que ser humano, un ser consciente de sí mismo, es un sueño que no puede durar, una ilusión.
A Gregorio le cuesta aferrar lo que aún le queda de humano, y cuando su familia empieza a sentir que la cosa en la habitación de Gregorio ya no es realmente Gregorio, él empieza a sentirlo también. Pero, a diferencia de Brundle-mosca, Gregorio-escarabajo solo es una amenaza para sí mismo, y muere de inanición, se apaga, se borra, liberando a su familia de la vergüenza y de la embarazosa carga en que se ha convertido.
Cuando La mosca se estrenó en 1986, muchos conjeturaron que la enfermedad de Brundle era una metáfora del sida. Es natural; el sida, en la mente de todos, era una vasta gama de males que se estaba revelando gradualmente. Pero la enfermedad de Brundle era más fundamental: en forma artificialmente acelerada, Brundle estaba envejeciendo. Consciente de su cuerpo mortal, participaba con aguda lucidez y sentido del humor en la inevitable metamorfosis que todos enfrentaremos si vivimos lo suficiente. A diferencia del pasivo y tan desarmado como oscuro Gregorio, Brundle era un astro en el firmamento de la ciencia, y fue un temerario experimento de transmisión de materia (y la mezcla de su ADN con el de una errante mosca) lo que lo puso en tan apremiante situación.
El relato de Langelaan, publicado en Playboy en 1957, es de ciencia ficción, con los ricos y cuidados mecanismos y razonamientos del género. La historia de Kafka, desde luego, no es ciencia ficción; no lleva a pensar los límites de la tecnología ni la hybris de la investigación científica. Sin las distracciones de la ciencia ficción, La metamorfosis nos fuerza a pensar en términos de analogía, de interpretación, pese a que ninguno de los personajes, ni siquiera Gregorio, lo hace. Tan monstruosa represalia de Dios o del Hado no lleva a nadie a cavilar en secretos o pecados familiares, ni a buscarle una razón o un sentido. El grotesco hecho es tomado del modo más superficial y mezquino posible y suscita las respuestas emocionales más estrechas imaginables, como un mero incidente desafortunado con el que hay que lidiar a regañadientes.
Las historias de transformaciones mágicas siempre han sido parte del canon narrativo de la humanidad. Articulan nuestra empatía universal hacia todas las formas de vida; expresan el deseo de transcendencia que anima toda religión; nos hacen pensar que, si convertirse en otra criatura es posible, también lo es reencarnar, lo cual, por horrible que sea el cambio, da esperanza. Mi Brundle-mosca tiene momentos de fuerza y poder maniacos, convencido de que aúna lo mejor del humano y del insecto, ciego para ver en su transformación otra cosa que un triunfo, aunque empiece a perder partes de su cuerpo humano, que cuidadosamente guarda en el Museo Brundle de Historia Natural.
Lea más: David Cronenberg será premiado en el Festival de San Sebastián
Nada de esto hay en La metamorfosis. El Samsa-escarabajo no repara en que es un híbrido, aunque disfruta pequeños placeres híbridos cuando puede, colgando del techo o escarbando en la suciedad y el polvo de su habitación (placer de escarabajo), o escuchando el violín de su hermana (placer humano). Su familia es su jaula; subordinado al bienestar de esta antes y después de su metamorfosis, comprende que lo mejor para ellos sería que él desapareciera, que eso expresaría su amor y, por ende, lo hace, muriendo calladamente. La breve vida del Samsa-escarabajo es fantástica aunque transcurre exteriormente en el nivel de lo funcional y mundano y no provoca en los personajes ninguna reflexión profunda. ¿Hubiera sido otra la historia si esa mañana fatal la familia Samsa no hubiera hallado en su habitación al joven viajante de comercio que los mantenía sino a un endeble y agitado octogenario semiciego con muletas temblorosas como varillas o partes de insecto, que balbuceara incoherencias, se ensuciara en los pantalones y, desde el país de sombras de su demencia, contagiara angustia e inoculase culpa? ¿Si tras un sueño intranquilo Gregorio Samsa hubiera despertado en su cama convertido en un inválido y pegajoso anciano?
Su familia se horrorizaría, pero algo les haría reconocerlo como su Gregorio, convertido en otra cosa. Quizá, sin embargo, como en la versión escarabajo de la historia, decidirían que ya no era en realidad su Gregorio, y que sería para él una bendición dejar de existir.
En la gira publicitaria de La mosca, me preguntaron varias veces qué insecto me gustaría ser si sufriera a una metamorfosis entomológica. Mis respuestas variaron según mi humor, pero me atraía la libélula, su radiante vuelo y su feroz etapa de ninfa submarina; y aparearse en el aire debe ser agradable. ¿Sería tu alma una libélula volando al cielo?, dijo alguien. ¿Es eso lo que buscas? No, dije; prefiero ser simplemente una libélula, lograr que no me coma un pájaro ni una rana, aparearme y morir cuando acabe el verano.
(David Cronenberg: «The Beetle and the Fly», The Paris Review, viernes 17 de enero del 2014. Trad. de Julián Sorel.)