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«Dime de qué presumes y te diré de lo que careces» dice una de esas sentencias populares que resumen con bastante acierto una larga experiencia, acumulada generación tras generación; así que, cuando una cantidad de gente importante comenzó a declarar que el mundo había ingresado en la «edad del conocimiento», tendríamos que habernos imaginado que nos dirigíamos directamente a la proliferación de una ignorancia radical y una necedad recalcitrante.
Alguien puede explicarme cómo es que seguimos hablando de la edad o la era del conocimiento, cuando todas las mediciones educativas del mundo registran que la formación promedio de los estudiantes está cayendo en picado… Será que algún iluminado puede decirme de dónde va a sacar los conocimientos un alumnado cuyas peores notas son en lectura comprensiva; más aún, cuando las redes sociales y los distintos sistemas de comunicación en red rebosan de información equivocada o falsa.
No es que los pensadores, como Alvin Toffler, que pusieron en circulación la dichosa expresión no tuvieran algo de razón; el problema se inició cuando, precisamente por la abundancia de ignorancia, se generalizó una imprecisión en la terminología por la cual se comenzó a identificar automáticamente información con conocimiento, algo que cualquiera que se parase a pensarlo tendría que considerar disparatado. Pero, claro, la sobredosis de información que tenemos que administrar cotidianamente hace cada vez más raro eso de «pararse a pensarlo».
Información no es, ni mucho menos, igual a conocimiento. Las personas comunes estamos informadas de millones de cosas de las que no tenemos ningún conocimiento. Estamos informadas, por poner un ejemplo bien sencillo, de que existe un idioma llamado chino mandarín y ello no nos hace conocerlo, puesto que no podemos entenderlo, hablarlo o escribirlo, ni siquiera diferenciarlo de los otros idiomas que también se llaman chino.
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Claro que en internet está disponible prácticamente toda la información del mundo. El dato que antes teníamos que buscar semanas en bibliotecas o hasta rastrear en libros y centros de documentación fuera de nuestra ciudad, de nuestro país o, inclusive, de nuestro idioma, ahora está a nuestra disposición con solo meter la mano en el bolsillo y hacer una búsqueda de unos minutos en el teléfono.
El problema es que cuando se habla de «toda la información del mundo» se está hablando realmente de absolutamente toda: la acertada y la equivocada, la precisa y la imprecisa, la profunda y la superficial, la bienintencionada y la maliciosa, la verdadera y la falsa. Como por cada conocimiento certero hay miles de posibles imprecisiones, superficialidades, tergiversaciones maliciosas, falsedades bienintencionadas y mentiras descaradas, no es difícil inferir que la mayoría de la información que hay en internet no contribuye al conocimiento sino a la confusión y, en definitiva, a la ignorancia.
De hecho, internet y las redes sociales se han convertido en el blindaje óptimo, la armadura perfecta para charlatanes, necios, ignorantes y mentirosos de toda laya. En ese espacio es casi imposible desmentirlos eficazmente y, además, provoca un efecto multiplicador: crea y amplía las comunidades de creyentes de cualquier cosa, conspiranoicos compulsivos y necios militantes que respaldan con entusiasmo cualquier idea desquiciada, ya que jamás contrastan con ninguna argumentación que los contradiga, salvo para insultar con fervor de inquisidores a cualquiera, no ya que los refute, sino que no aplauda sus disparates como dogmas provenientes de genios iluminados por la sabiduría absoluta.
Este fenómeno no afecta solo a tontos, necios e ignorantes (que ya de por sí constituirían un número importante, porque por muy políticamente incorrecto que sea decir algo tan «elitista»: son –o quizás somos– amplia mayoría) sino que, por desgracia, infecta con frecuencia a personas de mejor formación que en persona y, ante unas tazas de café, discutirían argumentada y civilizadamente con un contertulio de opiniones distintas, pero que en red lo fustigarían con toda clase de improperios sin proponer un solo razonamiento ni dejar espacio para alguna réplica del adversario, convertido de pronto en el mismísimo diablo, al que sin más explicaciones hay que destruir y cancelar.
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La facilidad para enfurecerse por cualquier tontería y la hipersensibilidad para ofenderse por motivos nimios o imaginarios parecen ser virus muy contagiosos y poderosísimos que alteran la personalidad de los usuarios de internet. Algo parecido a esa transformación tan frecuente de personas, normalmente apacibles y educadas, devenidas histéricos energúmenos desquiciados en cuanto se ponen detrás de un volante y dan contacto.
Ese fundamentalismo furibundo en redes ha recogido y multiplicado la intransigencia ideológica más obtusa y, para colmo de males, ha contribuido a consolidar la tendencia a la intolerancia ya preexistente en el exterior del mundo virtual.
Las ideologías se han transformado, así, de herramientas interesantes, pero parciales y perfectibles para interpretar el mundo, en dogmáticas portadoras de la verdad absoluta, y los que piensan distinto, en vulgares herejes cuyo destino natural es la hoguera… Todos parecen estar dispuestos a corear con el insoportablemente edulcorado cantante de cuyo nombre prefiero no acordarme: «¡Es una experiencia religiosa o casi una experiencia religiosa!».
Esa referencia a la religión no es casual: todas las ideologías cuentan cada vez con menos conocedores y cada vez más creyentes. Ya casi no hay marxistas; en cambio, abundan los que creen en Marx padre sapientísimo; ya casi no hay liberales; en cambio, abundan los que creen en Adam Smith, infalible profeta de la mano invisible del mercado. La diferencia es significativa, porque los conocedores debaten; en cambio, los creyentes descalifican, mayormente porque ni los unos leyeron a Marx ni los otros leyeron a Smith… Al final, algo de razón va a tener la ironía de Chesterton cuando dijo, poco más o menos: «Lo malo de no creer en Dios es que se termina por creer cualquier cosa»… Esto es así porque creer es mucho más fácil, más cómodo, que dudar y analizar y, también, insultar es más descansado para el cerebro que argumentar.
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Una de las consecuencias de esta suerte de ascensión a los altares de las ideologías deificadas es que se formulan así: «si la mía es dios, las demás son el diablo». Así, asistimos con asombro a la proliferación de descalificaciones asertivas: «facho» dice el uno, «zurdo» contesta el otro, y ya no tienen más nada que decirse y, a decir verdad, tampoco tienen nada que decir a los espectadores de la contienda, que harían mejor en invertir su tiempo en escuchar a gente más razonable y un poco más tolerante.
Por otra parte, no solo se están eliminando los mecanismos de debate, sino que se desestiman todas las gradaciones y matices: zurdo es todo el que no piensa como yo, y facho también es todo el que no piensa como yo. Así se llega al disparate de que no hay problema en llamar facho a un izquierdista o zurdo a un derechista con que solo sea un punto más moderado o un milímetro más radical que el único e infalible propietario de la verdad, que, por supuesto, no es otro que ¡Yo Mismo!
Volviendo al principio: de esta manera hemos entronizado la ignorancia, fomentado la necedad y exiliado a la inteligencia; así estamos eliminando de la vida pública el debate sobre la realidad y convirtiendo cada desacuerdo ideológico en «casi una experiencia religiosa», o quizás fuera más exacto decir: una guerra entre creyentes.