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«Después de hundirse el espacio y amanezca (surja) una nueva era, yo he de hacer que circule la palabra nuevamente por los huesos de quienes portaran la vara-insignia»
León Cadogan, Ayvu Rapyta. Textos míticos de los My’a-Guaraní del Guairá, 1959.
En la sinopsis del documental Damiana Kryygi de Alejandro Fernández se lee: «Cuenta la historia de una niña de la etnia aché que sobrevivió a la masacre de su familia en la selva paraguaya por parte de colonos blancos en 1896 y que se convirtió en objeto de estudio antropológico en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, Argentina. A 100 años de su muerte, un joven antropólogo identifica parte de sus restos en un depósito del Museo. Su cabeza es encontrada poco después en el Hospital Charité de Berlín. A partir de las fotografías existentes y los registros antropológicos en Argentina y Alemania, la película busca restituir su historia y acompaña a los aché desde que toman la decisión de reclamar la repatriación de sus restos, hasta que por fin les dan sepultura en la tierra de sus ancestros».
La película se nos presenta como thriller pausado –bien puede ser un cuento de terror– que reconstruye un crimen, recorre un duelo y a la vez filma un tardía victoria sobre los verdugos. La empresa, a priori, se erige titánica, pero, gracias al tono elegido, la obra logra una coherencia formal que la hace valiosa.
El primer gesto documental de Fernández se instala al inicio: mientras vemos la fotografía de Kryygi, la voz en off del director reflexiona: «cuando miro esta foto, me pregunto si es posible reconstruir su historia; responder a esa mirada». Se nos exterioriza un deseo desde la incertidumbre, desde la posibilidad; no estamos ante una mera reconstrucción de hechos que intercala entrevistas clásicas e imágenes de relleno; no hay certezas. La obra, por el contrario, intenta responder lo que esconden las imágenes, lo que esconde la mirada de esa niña fotografiada en 1907, unos meses antes de morir de tuberculosis a los 14 años.
En su monumental película Shoah (1985), Claude Lanzmann toma una decisión formal para hablar-mostrar el holocausto, huye de toda imagen de archivo (fotografías, películas) para dar cuenta del exterminio, se refugia en el testimonio de los sobrevivientes de los campos de concentración y así, a través de la evocación (volver a traer al presente el pasado), genera esas imágenes inexistentes e inabarcables del horror por medio de la palabra. Lanzmann filma a algunos de los protagonistas regresando a los campos y a otros en su cotidianidad; el rigor de la puesta en escena hace que las más de nueve horas de duración de la obra permitan una mirada profunda a todo el sistema pensado y montado para el exterminio. La evocación intangible se hace material por medio del cuerpo presente que vuelve a re-presentar los hechos, los gestos, las posturas, las voces; la restitución de la memoria se realiza por ese intercambio intelectual y emocional de volver a re-vivir el horror. Similar exploración también puede verse en el documental S21: La máquina de matar jemeres rojos (2003), de Rithy Panh.
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Fernández, por su parte, sustenta su obra sobre la materialidad. Son los huesos de Kryygi, rastreados y devueltos a su comunidad para ser enterrada y poner fin a un duelo de más de cien años. Tierra y huesos que hacen volver a encarnar el habla. En este caso, lo tangible permite la evocación por parte de la comunidad –operación inversa a la Shoah de Lanzmann– y entonces los restos de la niña también son los restos de todas y todos los miembros aché exterminados en ese prolongado genocidio iniciado el 12 de octubre de 1492. Kryygi está presente en las niñas y niños filmados en la película. Kryygi está también en todos los desaparecidos de los campos de exterminio y también está en las personas desaparecidas de las dictaduras que todavía no encuentran restitución, justicia y descanso.
La palabra es otra capa narrativa por donde se filtra el cuento de terror en el documental; hay descripciones y números que meticulosamente relatan los estudios de Kryygi viva y muerta. La palabra también está escrita en los huesos. El narrador se limitar a leer libros y publicaciones, no hay necesidad de explicar o agregar nada. Luego de la masacre en el campamento, escriben sobre una mujer asesinada en el lugar: «El estado de descomposición desarticuló el cuerpo tanto como fue posible y se colocó en un bolsa grande. El viaje de vuelta de Sandoa a Villa Encarnación fue una verdadera tortura, por el aire pestilente de nuestro botín; pero el Museo de la Plata se ha enriquecido con un bien precioso». Sobre los restos de Kryygi en la caja 5602 se lee: «esqueleto (sin cráneo) de una india Guayaquí, Damiana, fallecida en Melchor Romero en 1907, la cabeza con el cerebro fue remitida al Prof. Hans Virchow, de Berlín», «Los miembros de nuestra sociedad saben que es una ocasión muy especial poder presentar la cabeza de una india Guayaquí en Europa», «Cráneo Nro. 515».
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La ciencia europea de finales del siglo XIX y principios del siglo XX experimentó con seres humanos a través de las peores humillaciones físicas buscando sustentar la supremacía racial de ciertos grupos humanos; en el núcleo de esas nefastas prácticas ya estaba el germen de lo que más tarde culminaría con el funcionamiento de los grandes hornos en los campos de exterminio nazi en la llamada «solución final». En ese punto, el documental de Fernández también dialoga con una de las más grandes tragedias del siglo pasado; narrativamente, en la película se acumula un horror sobre otro para dar cuenta del Gran Horror. Las historias siempre conectan con la Historia y el cine permite esas operaciones y licencias para salvar una distancia a la luz de su re-lectura contemporánea.
Con la restitución de los restos de Kryygi, un pueblo casi espectral se permite cerrar un prolongado duelo con más de 100 años de distancia. Fernández filma lo poco que queda de los bosques aché y su contexto de kilómetros de soja que oprimen a toda una comunidad. En un momento de profunda intimidad, la colectividad se reúne nuevamente donde descansan los restos de Kryygi y proceden a tocar y frotar la tierra, se impregnan de lo que consideran un lugar sagrado mientras el abuelo improvisa nuevos cantos que otros miembros cantarán en el futuro. Se rescribe la memoria, siempre; sin importar de dónde venimos. El ritual funerario vuelve a sembrar donde ya no crece nada; son los huesos las semillas-memoria que permitirán continuar el Gran Relato de un pueblo.
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En un momento la película recrea la fotografía tomada a Kryygi en el hospital psiquiátrico donde estaba recluida. Se logra ubicar una esquina de los viejos pabellones que podría corresponder al lugar donde ella posó desnuda y enferma una fría mañana de mayo de 1907. La imagen actual nos devuelve una composición, ahora a colores, de ese espacio marcado por la humillación de ese acto pasado. Se intenta también restituir la imagen, ahora sin el aura de objeto-trofeo de la original. El plano solo puede sostenerse por unos segundos, no hay restitución posible; el cine no puede hacerlo.
Hugo Giménez menard.pierre@hotmail.com