Ser inmortal… y después morir. Réquiem para un Maestro

Que el encuentro con el cine de Godard ha sido y es decisivo para otros realizadores lo confirma este bello testimonio del cineasta Hugo Giménez sobre su propia experiencia: «Nunca pensé que el cine podría ser eso».

Fotograma de “Éloge de l’amour” (Jean-Luc Godard, 2001).
Fotograma de “Éloge de l’amour” (Jean-Luc Godard, 2001).GENTILEZA

Cargando...

«Cuando sea el momento de cerrar el libro, no tendré ningún pesar; he visto a tantos vivir tan mal, y a tanta gente morir tan bien.»

Je vous salue Sarajevo (Jean-Luc Godard, 1993)

JLG/JLG - autoportrait de décembre (Jean-Luc Godard, 1994)

Me cuesta empezar. «Murió Godard» es el texto que encabezó la mayoría de las publicaciones y homenajes el 13 de setiembre de 2022 y en los días sucesivos. Me niego a escribir que Godard está muerto, que ya no está; no lo voy a hacer.

El comunicado de su familia aclara que fue suya la disposición de que se conociera la manera en que obró. Ha cerrado el libro. Ha puesto fin a una era que imaginó una imagen que luego fue pensamiento. En un último montaje, Godard convierte su propio final en su última obra; en ese sentido se emparenta de alguna manera con David Bowie, con un cierre último-final que inaugura una relectura total de su legado artístico.

En À bout the soufflé (1960), Patricia (Jean Seberg) entrevista en un aeropuerto a un director de cine llamado Parvulesco. Le pregunta: ¿Cuál es tu mayor ambición en la vida? El director, encarnado por el gran Jean-Pierre Melville, responde: «Ser inmortal… y después morir». Así, las obsesiones de un artista en relación a la muerte ya aparecen con fuerza poética en su ópera prima. Eran los tiempos de la acción, cuando Godard filmaba sus gustos por el cine norteamericano de clase B. Pronto llegó el tiempo de la reflexión, como bien expresara su personaje Bruno Forestier (Michel Subor) en Le petit soldat (1963). Ese tiempo de la reflexión ocupó la mayor parte de la vida y obra del Maestro, haciendo del cine un arte que pudo pensarse a sí mismo.

Filmó la palabra como nadie y la ubicó en un lugar central en sus relatos. La palabra, vehículo poético-estético en sus primeras películas, devino en complejas capas narrativas en su último periodo, creando, a través de la yuxtaposición con las imágenes y la intertextualidad, una hermética dialéctica que convirtió sus películas en dispositivos alejados de toda experiencia cinematográfica conocida. Un procedimiento aparte supondrá tratar de interpretar su opus mágnum, Histoire(s) du cinéma (1988), documental donde la idea de tiempo de reflexión es trabajada hasta imposibles límites narrativos; una obra que piensa el cine desde el cine con sus imágenes y sonidos, radical e irreverente (como toda la obra godardiana), la historia del cine y la historia del siglo XX a la vez. Una versión impresa de la obra fue publicada por la editorial Gallimard en cuatro volúmenes, 976 páginas en total, un libro de imágenes; como su última película, Le livre d’image (2018).

Fotograma de “Éloge de l’amour” (Jean-Luc Godard, 2001).
Fotograma de “Éloge de l’amour” (Jean-Luc Godard, 2001).

En la década de 1960 abrazó los vientos revolucionarios sin dejar de trabajar la forma cinematográfica. Es el Godard de este periodo el que descubrí por azar. Un día me topé con un registro de las grabaciones de un tema de los Rolling Stones. Mi cultura cinéfila se reducía a lo que cualquier joven de clase media-baja podía acceder en VHS en los videoclubes, artes marciales, western y policiales. El documental registraba las sesiones de grabación del tema Sympathy for the Devil. Los cuidados movimientos de cámara en el espacio del estudio brindaban un raro placer para ese tipo de obras relacionadas al rock, pero lo que realmente me sacudió fue que esas sesiones, que daban cuenta del nacimiento de una obra musical, eran abruptamente intervenidas por lo que parecía ser otra película; una sobre los movimientos políticos de la época en Europa, y también en los Estados Unidos, con las Panteras Negras. El montaje, el diseño sonoro y la manera de contar me golpearon con fuerza. Ahora puedo escribir sobre esos recursos cinematográficos, pero en ese momento no entendí nada y por muchos días no pude procesar lo que había acontecido. La experiencia de One plus One (1968) fue tan fuerte que ahora, mientras escribo, me inunda esa misma sensación ante lo desconocido. Nunca pensé que el cine podría ser eso, ni que pudiera prodigar tal estremecimiento. Así fue mi primer Godard. Seguramente algo asociado a esas emociones es lo que me llevó a ser cineasta y es por eso que todavía no puedo procesar del todo su partida.

Sobre Paradjanov, Godard escribió alguna vez «En el templo del cine hay imágenes de la luz y de la realidad. Paradjanov es el guardián de ese templo». Hoy, enfrentados a la obra culminada del Maestro, podemos verlo como un Sísifo que cargó ese templo una y otra vez hasta la cima de una montaña, donde procedió a destruirlo-construirlo una y otra vez; pues no hay nada más revolucionario en la obra de Godard que la constante re-invención. A veces concentramos su acto revolucionario en su primera época en la Nouvelle Vague, llegando hasta su periodo maoísta con el Grupo Dziga Vertov, pero lo cierto es que hasta su última película no dejaba de buscar nuevas posibilidades para la imagen y el cine. Abrazó el video y el digital para experimentar con las cualidades cromáticas del medio, sumadas a la capacidad de trabajar el collage y de manipular a su antojo el material en cuanto a duración y velocidad. Con ochenta años, explotó en Film Socialisme (2010) las capacidades de las pequeñas cámaras digitales, siempre dentro del rigor formal de su estética y discurso. En Adieu au Langage (2014), armó su propio sistema de grabación 3D para contrarrestar el uso mainstream de dicho recurso, que solamente se enfocaba en las experiencias sobre la profundidad de campo. En manos de Godard, toda tecnología debía corresponderse siempre con la forma y con el discurso.

Habitar sus películas desde el año 2000 en adelante es habitar un arte que solamente podrá ser comprendido cuando todo arte cinematográfico haya también llegado a su final. Esas imágenes en repeticiones, ralentizadas y congeladas; esos fundidos, esos textos y esas voces que resuenan con variaciones en distintas películas, que actúan como un sistema cerrado y único, son la misma película una y otra vez, profecía repetida y remixada a ser descifrada en el futuro. Hoy, a la espera, nos queda simplemente entregarnos sin más a sus imágenes y a sus sonidos.

Estos días pensé mucho sobre cuál obra de su vasta filmografía es mi preferida. Hay muchas, indudablemente, pero me quedo con una que llegó en un momento de maduración cinéfila y que a la vez era de la época en que el Maestro daba por terminado un ciclo, una obra cuya nostalgia me atraviesa cada vez que la revisito; esa obra es Éloge de l’amour (2001). Elogio del amor es un díptico en fílmico y en digital; en realidad, es una película que se pliega sobre sí misma. En ella conviven los fantasmas del pasado y del presente, como bien dice uno de los personajes cuando pasa frente a un cine donde los afiches de Pickpocket, de Bresson, y The Matrix comparten la cartelera. «Lo más extraño es que los muertos vivos de este mundo son modelados por el mundo que fue. La manera en que piensan y sienten viene de antes». Lo fascinante de esa película es que intenta filmar «un entre», no busca algo concreto sino lo que hay en esos espacios entre una cosa u otra, un sentimiento u otro, una imagen u otra. Édgar, el personaje principal, un director de cine, intenta filmar las cuatro etapas del amor, el encuentro, la pasión física, la separación y el reencuentro, a través de tres etapas del ser humano, la infancia, la madurez y la vejez. Una película dentro de otra película que formalmente habla sobre esos espacios entre las edades. Godard ya había hablado sobre esa obsesión a través de uno de sus más célebres personajes, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), en Pierrot le fou (1965). «He encontrado una idea para una novela. No describir la vida de las personas sino solamente la vida, lo que hay entre la gente, el espacio, el sonido y los colores. Habría que llegar a eso. Joyce lo intentó, pero se debe poder… llegar a algo mejor.» Elogio del amor es una carta de amor espectral a un cine que ya no volverá. Godard lo sabe, y filma el París del nuevo siglo evocando ese periodo de juventud de los años sesenta, pero la imagen también ya es otra, es una imagen cargada de sombría nostalgia.

Hoy, huérfanos de referentes, pero no de cinefilia, habremos de resguardarnos en las imágenes y el pensamiento del Maestro, volver cada tanto a su obra fílmica y literaria. Y también a sus contradicciones y puntos ciegos, porque al final era solo un hombre. Parafraseándolo, un hombre que saltó al vacío sin debernos ninguna explicación a nosotros, que nos paramos a ver.

menard.pierre@hotmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...