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El miércoles 12 de diciembre de 1979 se inició muy temprano en el hogar de la familia González-Bogado. ¡El gran día había llegado! Anita cumplía 15 años y esa noche habría fiesta en el patio de la casa. El piso de tierra roja había sido barrido, regado y apisonado veinte o treinta veces los días anteriores para que no se levantara ni una mota de polvo que pudiera avergonzar a los anfitriones ante «el general» y su «señora», los invitados más importantes de la celebración.
Doña Sofía, la dueña de casa, cuidaba de todos los detalles: una larga mesa había sido colocada de manera que los principales invitados estuvieran protegidos por las paredes de la casa. El resto estaban a prudente distancia de la mesa de honor. Los manteles, adornos y cubiertos se pondrían recién un poco antes de la llegada de los invitados.
No estarían todos los que hubieran querido: había primado el criterio de la seguridad total del principal invitado, Anastasio Somoza Debayle, y su «señora», Dinorah Sampson.
El exdictador nicaragüense en Paraguay
No era la primera vez que el exdictador nicaragüense visitaba la casa de Campo Grande.
Estados Unidos le había negado asilo político al otrora amo de vidas y muertes de Nicaragua, el país que su familia había gobernado desde 1937, cuando su padre, Anastasio Somoza García, dos años después del asesinato del general Augusto César Sandino, asumió la presidencia. Fue otro dictador, Alfredo Stroessner, quien le ofreció un lugar «tranquilo» para que disfrutara de la vida «en paz», pero sin que el nicaragüense se olvidara de traer los millones de dólares que se había llevado tras vaciar el Tesoro Nacional antes de huir de la embestida final del sandinismo.
A su llegada a Asunción, la dictadura paraguaya le asignó un equipo de seguridad integrado por personal de la Policía de la Capital y comandado por el subcomisario Francisco González.
El exdictador y su jefe de seguridad sostenían a diario largas conversaciones en las que el oficial le daba detalles sobre el día «normal» de los paraguayos y le hablaba de su familia. Un día, el dictador le dijo:
–González, vamos a tu casa, quiero conocer a tu familia.
A partir de entonces, Anastasio Somoza Debayle se convirtió en habitué del hogar de la familia González-Bogado.
Ana, la quinceañera de ese día, no lo recuerda muy gratamente:
–Somoza no salía de nuestra casa de Campo Grande. Pasaba muchas tardes enteras tomando tereré y yo tenía que aguantar a sus guardias nicaragüenses.
¿Anastasio Somoza tomando tereré?
No solo eso, ¡le gustaba acompañarlo comiendo chipa o chipa guazú!
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¿Qué llevaba a Somoza a refugiarse tres o cuatro tardes por semana en casa del jefe de su equipo de seguridad para tomar... ¡tereré!? Podría haberlo hecho en su propio domicilio o hasta en el Club Centenario u otro lugar de haberlo querido, pero no, tenía que ser en la casa de la familia González-Bogado. ¿Por qué el gourmet y sibarita exdictador, acostumbrado a que se cumplieran sus más mínimos deseos al pie de la letra, pagando por ello verdaderas fortunas, se conformaba con chipa y tereré tardes enteras?
El misterio de ese Somoza desconocido acaso seguirá vivo más allá de nuestro tiempo, hasta que un historiador avezado halle el hilo que conduzca al final de la historia. De ahí el título de este artículo.
Las tres fotografías que acompañan estas líneas son estampas de una Asunción que presentaba la idílica imagen de una apacible ciudad de provincia, donde la vida era tranquila, al menos en apariencia, y los habitantes la disfrutaban, aun cuando vivieran permanentemente atemorizados y bajo el férreo control de un auténtico Estado Policía, establecido en 1954 mediante la alianza Fuerzas Armadas-Asociación Nacional Republicana (ANR-Partido Colorado) y encabezado por el general del Ejército Alfredo Stroessner, un régimen cuya mano de hierro quedaba oculta bajo el guante blanco de una supuesta democracia. Ese fue el Estado Policía que acogió al exdictador nicaragüense Anastasio Somoza Debayle, figura que en estas imágenes privadas se nos revela tan ambivalente y llena de contradicciones como su propia época –y quizá como todas–.
La fiesta de 15 años
Los invitados comenzaron a llegar temprano. Una vez verificada su identidad por el personal policial que, vestido de civil, había reforzado la seguridad exterior de la vivienda, entraban y se iban acomodando en los lugares que les indicaban los anfitriones, dejando un gran espacio libre que sería la pista de baile.
Finalmente, los invitados de honor llegaron.
Somoza vestía pantalón negro y una fina guayabera de hilo blanco, una de las 120 que cada año le confeccionaban sobre medida en la ciudad de Mérida, Yucatán, México.
Dinorah Sampson, su amante por más de 15 años, lucía un largo vestido de fiesta y durante la noche se le vio sonriente, pero distante.
Era la misma mujer soberbia y prepotente que en 1964, a los 17 años de edad, se convirtió en el poder tras el poder en la Nicaragua gobernada por «su» Tacho, 22 años mayor que ella, y que había humillado públicamente a Hope Portocarrero, esposa y madre de los tres hijos del tirano, haciendo que lo abandonara y huyera a Londres, donde finalmente obtendría el divorcio tras la no comparecencia del demandado dictador.
El dueño de casa, Francisco González, llevaba traje negro, camisa blanca y corbata colorada, como mandaban los cánones de vestimenta de los «buenos colorados», fueran funcionarios civiles o uniformados al servicio del régimen.
Ana entra al patio sin el tradicional escolta de smoking, acompañada por sus progenitores. Viste el tradicional vestido largo y blanco de las debutantes y luce radiante, feliz.
Todos aplauden y el dictador deja su silla, se acerca a ella, le hace una leve reverencia y le besa ambas mejillas.
–¡Felicidades, te deseo una larga vida!
Cuando Somoza regresa a la mesa, los parlantes dejan oír los primeros acordes de la obertura del tradicional vals y padre e hija abren la fiesta desplazándose por el piso de roja tierra apisonada, pero antes de que el vals llegue a la mitad Francisco González se separa de ella, da dos pasos hacia la mesa de honor y se cuadra ante Anastasio Somoza, señalando a su hija.
El derrocado déspota se levanta sonriente para relevar al padre; se acerca a la festejada y la toma gentilmente por la cintura, dispuesto a demostrar a los presentes que hasta un tirano puede ser buen bailarín y que en sus años en West Point no lo habían bautizado como «Dancing Boy» solo por ser vástago de un dictador centroamericano.
Al terminar el último acorde, los admirados asistentes –incluyendo a Dinorah Sampson– los despiden de la pista con un estruendoso aplauso, y no falta el folclórico y tradicional «sapukai» bien paraguayo.
La fiesta sigue alegre su derrotero y los ritmos van cambiando hasta llegar en plena madrugada a la alegre música tropical...
«Tacho», liberado ya de cualquier inhibición, bailó una cumbia y un bolero tropical con Dinorah; luego invitó a la dueña de casa a la pista y, finalmente, al son de una salsa, demostró toda su habilidad como bailarín con Anita.
Poco después, llamó con una discreta señal a González, que se acercó raudo y, tras escucharlo brevemente, hizo sonar sus tacones y se dirigió a la entrada de la casa para preparar el retorno del exdictador a su domicilio.
Anastasio Somoza Debayle se despidió de cada uno de los invitados antes de tomar la mano de Dinorah y salir del patio de roja tierra apisonada.
Y lo hizo al más puro estilo Somoza, pues giró sobre los talones y, alzando el brazo derecho, lo agitó como si estuviera saludando a su pueblo.
César Gallardo, que había sido su chofer por más de 14 años, abrió la puerta del Mercedes Benz, para que «la señora» entrara primero, esperó que «su» general hiciera lo mismo, la cerró con sumo cuidado y, casi corriendo, abrió la puerta del conductor, se acomodó en su lugar y, tomando la radio portátil, murmuró:
–Alfa Sierra Delta está a bordo.
En el asiento trasero, cansado y adormecido, «Dancing Boy» volvía a ser el general Somoza. Ni él ni su chofer sabían que la vida les había marcado una cita con su destino. Faltaban 279 días para que acudieran a ella, y «Tacho» volvería a la casa de Campo Grande a tomar tereré y comer chipa y chipa guazú durante los meses siguientes...
Hasta el 17 de septiembre de 1980, cuando casi tres décadas de «paz y tranquilidad» saltarían por los aires y, dando paso a una de las mayores olas represivas del régimen estronista, desatarían el infierno que permanecía latente debajo de la fachada.
Rafael Alejandro Mella Latorre (Calama, Chile, 1949): fotógrafo, periodista y escritor. Ha publicado, entre otros libros, Somoza y yo. Crónica de un calvario en Paraguay (Ñandutí Vive, 1990; primera edición en francés, Somoza et moi, 2006) y El regreso y otros relatos (Arandurá, 2013).