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«…We’re not too low the bread to grow
But too low the bread to eat…»
Ernest Jones.
El verano de 1842 fue un verano «candente» en sentido político. Un periodo, si atendemos a lo que escribe Mick Jenkins en The General Strike of 1842 (Londres, Lawrence & Wishart, 1980), en el que «familias de trabajadores hambrientos vagaban por las calles». Ese año, el mundo vio el nacimiento de la primera gran huelga general de la historia moderna.
La comenzaron en junio los mineros de Staffordshire, que a las amenazas de recortes salariales respondieron retirando su mano de obra. Les siguieron los obreros textiles de Lancashire, y los metalúrgicos de Warwickshire, y los trabajadores del algodón de Stalybridge, y los mineros del carbón desde el norte de Inglaterra y Escocia hasta Cornualles y el sur de Gales y, sumando cada vez más trabajadores de cada vez más localidades, entre revueltas contra el alza de los precios, la ola creció hasta convertirse en el mayor ejercicio de fuerza de la clase trabajadora en la Gran Bretaña del siglo XIX.
Medio millón de trabajadores en 32 condados participaron en la Gran Huelga de 1842. Grupos de huelguistas iban de fábrica en fábrica, de mina en mina, de molino en molino, de una ciudad a otra, de un pueblo a otro, de un condado a otro llamando a sus pares de cada lugar a sumarse a la huelga por solidaridad. El contagio era irresistible; el fenómeno, impactante: los que nada tenían descubrían su fuerza; sin carbón no hay calderas, sin calderas no hay fábricas, sin fábricas no hay industria, sin industria el mundo entero que sostienen con su trabajo y los explota se derrumba. Podemos imaginar el miedo que esto inspira, porque ese miedo no es cosa del pasado.
La lección de los «Plug Riots»: coherencia entre demandas políticas y económicas
1842 fue también el año de la segunda petición de los cartistas, que debían su nombre a la Carta del Pueblo (People’s Charter: de ahí Chartism, cartismo; no confundir con el sector político del Paraguay actual, je). La petición tenía seis demandas de reformas democráticas –la primera, voto secreto para todos los hombres mayores de 21 años–.
El dandy Thomas Duncombe –famoso por ser uno de los hombres más apuestos de su época, y, según sus contemporáneos, tanto un abanderado de causas radicales como un notorio libertino– había presentado en mayo al Parlamento esa segunda petición, firmada por más de tres millones de personas. Fue rechazada por 287 votos contra 47.
Aunque el apoyo al cartismo no era unánime entre los trabajadores, la huelga no solo se hizo por mejores condiciones laborales sino también por las reformas políticas demandadas en la Carta. Dicen Arthur Morton y George Tate en Historia del movimiento obrero inglés (Madrid, Editorial Fundamentos, 1971): «En todos los mítines se aprobaron resoluciones en las que se decía que “todo trabajo deberá cesar hasta que la Carta del Pueblo se transforme en la ley del país”».
Muchos cartistas apoyaron a los obreros e incluso participaron en la organización de las huelgas –en La era de la revolución, 1789-1848 (Buenos Aires, Crítica, 2009), Hobsbawm llama «huelga general cartista» a la de 1842–, aunque, según Morton y Tate en su obra citada, otros tantos no lo hicieron. Mayor o menor, la asociación entre el cartismo y los hechos de 1842 es normalmente aceptada por los historiadores. Creemos que esta asociación pone de manifiesto la necesidad de coherencia entre demandas políticas y económicas en los movimientos sociales, sin la cual una democracia tiene de tal solo el nombre. Pocos años después de los Plug Riots, será Engels, en La situación de la clase obrera en Inglaterra (Die Lage der Arbeitenden Klasse in England, 1845), quien lo diga: «Los seis puntos [Engels se refiere a las demandas de reformas democráticas de la People’s Charter], que para el burgués radical representaban todo, y que a lo sumo llevarían a alguna reforma de la constitución, para el proletariado son solo un medio. “El poder político es nuestro medio; el bienestar social, nuestro fin” es ahora el lema electoral claramente expresado por los cartistas».
La mala conciencia (y el miedo) de la buena sociedad
Estas huelgas fueron conocidas como «Plug Riots», «motines del tapón», porque los obreros iban de fábrica en fábrica quitando los tapones (plugs) de las calderas de vapor para detener el trabajo. De ahí el nombre general del movimiento de 1842, «The Great Plug Plot Riot», «El Gran Motín de los Tapones». Que para principios de agosto había alcanzado las hilaturas de Stalybridge, de Asthon, de Hyde... Las ciudades quedaban paralizadas por manifestaciones de obreros llegados de todos los pueblos de los alrededores. Llegaron así a Burnley, a Fenton, a Yorkshire... El 13 de agosto empezó la huelga en la fábrica de algodón de Bayley, y grupos de huelguistas la llevaron a las ciudades próximas, como Preston, donde la huelga terminó en un motín con cuatro heridos a balazos en Lune Street, mientras disturbios de pareja gravedad se sucedían en Huddersfield, en Bradford, en Hunslet, y al menos seis personas morían en un enfrentamiento en Halifax.
Volviendo al dandy que presentó en mayo al Parlamento la petición rechazada, pese a «su apetito voraz por mujeres de dudosa reputación», Duncombe, miembro de una familia aristocrática que incluía al conde de Carlisle y al barón de Feversham, educado en Harrow y uno de los hombres más elegantes de su tiempo, era una cara tranquilizadora del cartismo. Pero fue la amenazadora imagen de miles de trabajadores hambrientos y explotados reclamando sus derechos con picas y antorchas lo que agitó la mala conciencia de la buena sociedad, que en ese movimiento poderoso y nuevo receló un descontento peligroso que podía salirse de control.
La respuesta del Estado a la Gran Huelga de 1842 fue brutal y contó con la aprobación e incluso la colaboración de los sectores más reaccionarios de cada una de las ciudades a las que la huelga había llegado. La represión a cargo de las autoridades recibió la ayuda de los industriales y sus partidarios en cada localidad, donde huelguistas con palos y piedras se enfrentaban a soldados con bayonetas y mosquetes.
Diez años después, en 1852, Ernest Jones publicó un poema escrito en la cárcel –excusas por esta grosera traducción, que no tiene el ritmo vibrante ni la gracia del original–:
«Aramos y sembramos, somos tan bajos
que ahondamos en el sucio barro
hasta que bendecimos la llanura con grano dorado
y el valle con heno fragante.
Conocemos nuestro lugar, es abajo, muy abajo,
abajo de los pies del propietario.
No somos demasiado bajos para hacer crecer el pan,
pero sí demasiado bajos para comerlo.
Abajo vamos, abajo, muy abajo,
hasta el infierno profundo de la mina,
pero traemos las gemas que relucen orgullosas
cuando la corona del déspota brilla.
Y cada vez que nuevas cargas
se digna depositar en nuestras espaldas,
somos demasiado bajos para votar el impuesto,
pero no demasiado bajos para pagarlo».
«We plough and sow, we’re so very, very low, / That we delve in the dirty clay, / Till we bless the plain with the golden grain, / And the vale with the fragrant hay. / Our place we know, we’re so very low, / ‘Tis down at the landlord’s feet: / We’re not too low the bread to grow / But too low the bread to eat. // Down, down we go, we’re so very, very low, / To the hell of the deep sunk mines. / But we gather the proudest gems that glow, / When the crown of a despot shines; / And whenever he lacks upon our backs / Fresh loads he deigns to lay, / We’re far too low to vote the tax / But we’re not too low to pay.»
Ernest Jones, The Song of The Low, 1852.