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Martín Dobrizhoffer (1717-1791) fue misionero en la última fase de la experiencia jesuítica en el Plata. Nativo de Graz, en Austria, se unió a la Compañía de Jesús a mediados de 1736. Trece años más tarde, después de haber prestado servicios en Paraguay y otros destinos de la compañía, fue encargado de establecer una nueva reducción entre los indios abipones, cerca de la confluencia del río Paraguay y el Bermejo. Este sitio, que no se encuentra en territorio paraguayo sino en la provincia argentina de Formosa, se fundó de manera temporal porque los abipones estaban acostumbrados a una vida migratoria, enviando ocasionalmente grupos de incursión a través del Pilcomayo hacia el Chaco Boreal, y tan al oeste como Santiago del Estero.
Dobrizhoffer consideró parte de su objetivo convencer a los abipones de que abandonaran la vida nómada por una más estable. El padre parece haber fracasado en esto, pero por lo menos pudo observar a estos indios, y el trabajo que produjo podría considerarse la primera obra de etnografía moderna en Sudamérica, anterior, por ejemplo, a Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, Keep the River on Your Right, de Tobías Schneebaum, y Chronique des Indiens Guayakí, de Pierre Clastres. Como ellos, Dobrizhoffer resultó ser un meticuloso escritor que registró detalles que se hubieran perdido sin sus anotaciones. Y, como esos otros testigos, narró la historia de una sociedad al borde de la extinción. Solo por eso, y con pleno conocimiento de que nosotros también podríamos estar pronto destinados a la extinción, merece nuestra atención.
Dobrizhoffer volvió a Europa tras la expulsión de los jesuitas en 1767 y se instaló en Viena, donde mantuvo una amistad cercana con la emperatriz María Teresa. Publicó sus reminiscencias en 1784 en dos ediciones, una en latín y otra en alemán. (La primera edición inglesa, de 1822, por cierto, fue traducida por la hija del famoso poeta Samuel Taylor Coleridge). Los siguientes pasajes de la Historia de los abipones han sido transcritos de la edición en tres tomos publicada entre 1968 y 1970 por la Universidad Nacional del Nordeste, en Resistencia, Argentina, con la traducción a cargo de Clara Vedoya de Guillén:
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«No todo lo que hay entre los naturales es bárbaro. A menudo del estiércol nacen elegantes florecillas, o entre las espinas crecen rosas. Como las cosas malas se mezclan con las buenas, así entre los abipones se asocian con los vicios algunas virtudes absolutamente dignas del hombre cristiano. Recordaré las principales de las muchas que ellos cultivan, pero no por ello olvidaré sus vicios. Los abipones sirven por la conformación de sus cuerpos al decoro, en tal medida que difícilmente lo creería un europeo. De su rostro y de su porte se desprende una jovial modestia y una gravedad viril que ellos supieron atemperar con una suave bondad. En sus cotidianos encuentros se muestran apaciguados y tranquilos. Cuando se reúnen jamás provocan desórdenes, griteríos, altercados o pronuncian palabras mordaces. Aman la conversación, de la que está ausente toda obscenidad y aspereza. Alternan las penosas caminatas diurnas y nocturnas con alegres charlas. Si surge una controversia alguno de los presentes pronuncia su sentencia con gesto sereno y a continuación un discurso tratando de calmar los ánimos; jamás, como sucede en los pueblos de Europa, prorrumpen en el amorío, amenazas o improperios. Con justicia hay que reconocer que los abipones merecen estas alabanzas. Sin embargo, en estado de ebriedad y al no poder razonar con claridad se muestran diferentes a sí mismos, como si estuvieran por completo desequilibrados.
Si uno toma la palabra, los demás lo escuchan atentamente sin interrumpirlo. Si durante media hora se dedica a relatar los acontecimientos ocurridos en alguna guerra, sus compañeros no solo le prestan atención, sino que a la vez aprueban cada una de sus sentencias con roncos sonidos de voz, o con diversos signos de afirmación... exclamaciones con las que demuestran admiración. Con los mismos vocablos pronunciados en voz baja, interrumpen al sacerdote mientras predica el sermón, pues lo consideran un gesto de urbanidad. Les parece que contradecir la opinión de otra persona, aunque esta divague mucho, es signo de mala educación…
Lo cierto es que, durante los siete años que vivimos entre ellos, no observé nada que pudiera amenazar u ofender el pudor o la castidad que los caracterizaban. En verdad este juicio corresponde a ambos sexos, cualquiera sea su edad. Consideran la poligamia y el repudio de la mujer como cosas lícitas, basándose en el ejemplo de otros pueblos de América y de sus mayores. Sin embargo, solo unos pocos abipones se entregan a esta licencia; el repudio de la mujer es más frecuente entre ellos que la procreación; pero la mayoría conserva una sola mujer durante toda su vida. Consideran el comercio con la mujer ajena como una deshonra; de modo que el adulterio es un hecho absolutamente inaudito entre ellos. La vida lujuriosa, tan familiar a los europeos, es desconocida por los naturales; ni siquiera conocen su nombre. Los rostros de los niños y las niñas reflejan una natural alegría; pero nunca los verás mezclarse ni hablar entre ellos. Cuando recién había llegado, para complacer el pedido de un compañero mío, cante para los fieles en la plaza pública; un grupo de mujeres quedo totalmente cautivado por la suavidad de los instrumentos musicales que nunca habían visto. Atraído por la música, acudió un grupo de adolescentes; pero al acercarse estos, las mujeres se dispersaron de inmediato.
Toman generalmente un baño diario en algún río cercano, sin que los acobarden el mal tiempo o los vientos fríos. Los abipones son discretos en la disciplina del sexo, de modo que no encontrarás ni la sombra de un varón en el lugar en que se bañan las mujeres. Con frecuencia un centenar de mujeres recorre en grupo campos más lejanos en busca de distintos frutos, raíces, fibras para extraer colores u otros materiales útiles. Aunque a veces tardan cuatro u ocho días en regresar del campo, no aceptan a ningún varón como compañero de viaje, ya sea para ayudarlas en los trabajos, vigilar los caballos o ponerlas a salvo cuanto se enfrentan con el enemigo o con las fieras. No recuerdo a ninguna mujer cuya muerte fuera provocada por un tigre o por mordeduras de víboras; sin embargo, conocí a numerosos abipones que dejaron de existir por ambas causas.
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No niego que los abipones fueron bárbaros, inhumanos, feroces, pero solo con aquellos que consideraron sus enemigos. Antes que pasaran a las colonias fundadas por nosotros y se firmara la paz, vejaron a casi toda la Paracuaria con sus crímenes, rapiñas e incendios durante muchos años. Lo consideraban un derecho de guerra puro y honorífico, porque siempre conocieron y desconfiaron que los españoles fueron hostiles y amenazantes con ellos. Trataron de repeler al enemigo empleando la fuerza, devolviendo injurias por injurias, rapiñas por rapiñas, muertes por muertes; y nunca aceptaron estos hechos como algo inicuo o torpe. Durante la guerra que sostuvieron los españoles con los portugueses, vieron cómo unos se enfrentaban a otros. Movidos por el ejemplo de estos, pelearon no como sicarios ni ladrones, sino como soldados, cuyo oficio era herir a los enemigos no solo para defenderse, sino para conservar la vida de los suyos.
Pelearon como fieras, distinguiendo a aquel que lo hacía con más arrojo; así lo asegura Marcial de Attalo. Conservaban las cabezas de los españoles como trofeos, y a la vez como testimonio de su valentía. Robaron a los hispanos gran número de armas, miles de caballos y todo aquello que podría serles útil; las llamaron presas de guerra, considerando su posesión como un derecho. Negaron que fueran ladrones. Escucha por qué; afirmaban que todas las cabezas de ganado de los españoles les pertenecían, porque nacieron en sus tierras que en otro tiempo ocuparon sus mayores sin que nadie los rechazara, y que les usurparon sin ningún derecho (como les parece en verdad). Todos nos empeñamos en borrar los errores que los bárbaros llevaban adheridos a sus fibras más íntimas, e inculcar en sus ánimos ideales de amistad y amor hacia los españoles; pero el resultado obtenido fue inferior a nuestros deseos. Aunque se ensañan en un hereditario odio hacia los españoles, sin embargo, aun en su matanza manifiestan cierta humanidad. Llevaban consigo la muerte; si bien el golpe fatal lo daban con la lanza, jamás se detuvieron a torturar, atormentar, destrozar, o despedazar a los moribundos, como fuera costumbre entre otros bárbaros. No obstante, no vacilaban en amputar las cabezas de los muertos para mostrarlas con ostentación a sus compañeros y dar así testimonio, ante su pueblo, de su fortaleza. Respetaban al sexo débil y llevaban consigo incólumes a los niños y niñas inocentes. Solían alimentar a los pequeños arrancados de los pechos maternos con jugos de frutas o hierbas silvestres y llevarlos a su casa, sin hacerles daño, por larguísimos caminos. Esta suavidad de los bárbaros es mayor de lo que podría creerse en Europa, pero nosotros la hemos conocido muy bien. Si alguna vez dieron muerte a las madres y a sus hijos, posiblemente este hecho lo llevaron a cabo adolescentes sedientos de sangre, o quizá los mismos adultos con el fin de vengar a aquellos antepasados que durante años soportaron el yugo de los españoles. De manera que esa crueldad no debe considerarse como tendencia natural del pueblo abipón, sino como resultado del ciego furor que despertaba en ellos la presencia del hombre hispano. Tal vez si hubieran tomado como ejemplo la errónea actitud de algunos soldados cristianos, el odio hacia los peninsulares se habría intensificado.
Creo oportuno recodar dos de los mismos: unos soldados paracuarios, oriundos de Asunción, después de dar muerte a un indio guaraní y destrozar su cadáver, completaron en venganza al orinar sobre el mismo. En otra oportunidad, estos mismos mataron a otro indígena guaraní; escondieron el cadáver entre sus ropas, para transportarlo hasta el río Tebicuary, donde volvieron a maltratar a golpes el cuerpo sin vida, arrojándolo luego a las aguas...
A través de lo expuesto, podrás deducir el temple de estos naturales en épocas de paz.
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Nunca consideraron a los prisioneros de guerra, ya sean españoles, indios, o negros, como siervos o esclavos; casi diría que los atendían con cierta indulgencia y afabilidad. Si el jefe ordena a los cautivos la realización de algún trabajo, lo hace con la mayor sencillez, ganando la voluntad de estos... Jamás los vi emplear el látigo o cualquier otro castigo corporal con los más negligentes o con aquellos que se insolentaban con su amo...
Conocí a muchos que, una vez pagado el precio de su rescate y devueltos a su patria, regresaron espontáneamente, permaneciendo fieles a sus amos abipones, a los que seguían tanto en la caza como en la guerra; y jamás temieron contaminarse las manos con sangre española, aunque esta corriera por sus venas...
Digamos, sin embargo, con la frente alta, respecto a sus acciones, que el hombre cristiano puede aprender de ellos el compañerismo, la honestidad, la tolerancia y la diligencia. Ojalá estas virtudes de los bárbaros no se oscurecieran, a veces, por los vicios y malas acciones, como se distinguen las pieles blancas de los tigres por sus manchas negras».
(Martin Dobrizhoffer: Historia de los abipones, Universidad Nacional del Nordeste, Facultad de Humanidades, Departamento de Historia, 1968-1970 [3 vols.])
Cabe señalar que los abipones ya estaban entrando en el ocaso de su historia cuando Dobrizhoffer los conoció. Parece probable que las enfermedades epidémicas que habían reducido tanto la población de otros grupos indígenas de la región finalmente arruinaran a los abipones. Experimentaron un enorme declive demográfico en los últimos años del siglo XVIII y, en general, se cree que se extinguieron como pueblo en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX. Los historiadores deberían estar agradecidos con Dobrizhoffer, de eso no cabe duda. Recomiendo a mis lectores que consulten su trabajo completo. Creo que les dará acceso a un Paraguay que ya no existe, pero que aún tiene lecciones que enseñar.
(*) Profesor emérito, Universidad de Georgia.