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El pasado viernes 12 de agosto el novelista Salman Rushdie fue apuñalado cuando iba a dar una conferencia en Nueva York. Rushdie fue internado de urgencia con heridas graves. Se cree que el ataque responde a la fatua lanzada el 14 de febrero de 1989 por el ayatolá Jomeini contra Rushdie, autor de Los versos satánicos, libro que declaró blasfemo, y contra todos los implicados en su publicación. Jomeini ofreció una cuantiosa recompensa por el asesinato de Rushdie, que tuvo que vivir durante años escondido, con nombre falso y protección policial.
El ayatolá Jomeini era el líder supremo de Irán. Para entonces, su rostro era el rostro de Irán. Desde hacía una década, dos constantes se repetían en las páginas de los diarios y en las pantallas de televisión, a través sobre todo de imágenes: la individualidad del líder y la masa indistinta del pueblo iraní.
También el escritor Christopher Hitchens repite ese par de opuestos, individuo / masa, que en su caso toma la forma de «la columna del amor y la columna del odio» y sugiere el par occidente / oriente. Eso está en su libro Hitch 22, del 2010, en la parte en la que recuerda su propia reacción, en 1989, al enterarse de la fatua del ayatolá:
«Cuando el Día de San Valentín de 1989 el Washington Post me llamó para saber mi opinión sobre la fatua del ayatolá Jomeini, sentí de inmediato que algo me comprometía por completo. Era, por así decirlo, un asunto que enfrentaba todo lo que odiaba contra todo lo que amaba. En la columna del odio: dictadura, religión, estupidez, demagogia, censura, amenazas e intimidación. En la del amor: literatura, humor, ironía, el individuo y la defensa de la libertad de expresión».
Hitchens opone dos universos culturales que siente totalmente opuestos e irreconciliables, con el individuo del lado democrático y laico.
Cuando estalló la revolución iraní en 1978, el mundo vio en imágenes –sobre todo, mucha gente siguió el proceso por televisión– una parte de la dicotomía de Hitchens entre «la columna del amor y la columna del odio»: de un lado, muchedumbres indistintas en las calles de Teherán; del otro, la individualidad impactante del rostro del líder. Esa representación se siguió reiterando con variantes en los años siguientes. Necesitaré revisar muchos archivos para confirmar esto, pero lo adelanto: mi impresión es que las facciones individuales de los miembros de las muchedumbres iraníes fueron desdibujándose cada vez más en el periodo posrevolucionario.
Gradualmente, ese único rostro individual fue dando una poderosa unidad, visual y simbólica, a las muchedumbres.
Unidad ficticia, porque la revolución que derrocó al Sha movilizó a sectores diversos, entre los cuales los discípulos y seguidores de Jomeini eran un pequeño grupo. Hecha la revolución, monopolizaron poco a poco el poder, y Jomeini dejó de representar el amplio movimiento revolucionario original para convertirse en un sectario líder religioso que compensó su gradual pérdida de apoyo popular con la ampliación terrorista de un brutal aparato represivo.
Hubo pocas imágenes de la resistencia iraní a la dictadura pos-revolucionaria, tema presentado –si se lo presenta– de forma marginal. Tal escasez o ausencia de noticias e imágenes complementó la abundancia de fotos y filmaciones de multitudes bajo la mirada omnipresente del ayatolá. Ya difunto, su sombra aún traza los contornos de un pueblo, indiferenciado y uniforme, mero color que rellena su silueta. Si hoy preguntáramos al público cómo esa muchedumbre tan monolítica y amante de la autoridad pudo un día levantarse y derrocar al Sha, nadie sabría responder.
El libro de Rushdie que motivó la fatua, Los versos satánicos, fue publicado en el Reino Unido en 1988. Era el final de los 80, la década inmediatamente posterior al ascenso de Jomeini al poder. A lo largo de esa década, Irán apareció con mucha frecuencia en la prensa escrita y en los noticieros de televisión. Y desde los millones de iraníes que celebraron el regreso del ayatolá en las calles de Teherán en febrero de 1979 hasta los miles que apoyaron su fatua contra Rushdie congregándose frente a la embajada británica en esa misma ciudad en febrero de 1989, fotos y filmaciones mostraron una y otra vez la misma imagen: una multitud de barbudos frenéticos y mujeres de negro.
Nadie notó si algo había cambiado en esa muchedumbre durante los años transcurridos entre las imágenes de las manifestaciones revolucionarias contra el Sha y las imágenes de las organizadas ya por el Estado Islámico. Si algún elemento extraño había aparecido, si algo se había movido de lugar, si algo, que alguna vez estuvo ahí, había desaparecido.
El día de la fatua, el 14 de febrero de 1989, el programa inglés de televisión Panorama emitió el documental de la BBC Inside the Ayatollah’s Iran. Desde la neutralidad generalmente atribuida al género, ese documental «reflejó» un apoyo masivo de los iraníes a Jomeini.
Al otro día, el 15 de febrero, The Guardian citó el documental en un artículo sobre el escándalo de la víspera, la fatua del ayatolá: «Es muy probable que, como mostró el programa Panorama de ayer, el gobierno de Irán tenga el apoyo del 75% de los iraníes». Y el artículo seguía: «Quizá el 99% estaría muy feliz de no ver nunca un ejemplar de Los versos satánicos».
Nótese que, bajo su aparente oposición, la prensa occidental y la maquinaria de propaganda del régimen iraní emitían el mismo mensaje: que la abrumadora mayoría de los iraníes apoyaba ese régimen.
Y a la inevitable pregunta acerca de cómo se puede apoyar un régimen que niega los derechos más básicos, la respuesta ha sido siempre: es que ellos no son como nosotros.
La imagen pública de Salman Rushdie, a despecho de su origen indostánico y musulmán, como ciudadano británico educado en Cambridge y novelista célebre en Occidente, se coloca en el lado de ese «nosotros», contra el oscurantismo y la barbarie de «ellos». «Durante 33 años –tuiteó hoy (al escribir estas líneas, 16 de agosto) el presidente de Francia, Macron–, Salman Rushdie ha encarnado la libertad y la lucha contra el oscurantismo. Acaba de sufrir un cobarde ataque de las fuerzas del odio y la barbarie…».
Pero los libros anteriores de Rushdie habían sido aplaudidos en Irán. Es difícil adivinar lo que hubo detrás de la aparentemente caprichosa fatua del ayatolá. Quizá fuera oportuno desviar la atención con un escándalo –Jomeini había hecho ejecutar a miles de presos políticos meses antes y algunas imágenes de fosas comunes se habían filtrado a la prensa extranjera–, pero plantear esa hipótesis sería aventurado en el estado actual de nuestro conocimiento sobre el tema. Es, sí, un factor entre muchos a considerar. Sirva para ilustrar nuestra ignorancia y el hecho de que todas «nuestras» opiniones sobre «ellos», al igual que sobre el caso Rushdie, siguen flotando todavía en la cómoda superficie de los tópicos más banales.