La conciencia de Claude Eatherly

En agosto, mes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, el mes en el que el mundo cambió para siempre, recordamos a Claude Eatherly, el «piloto loco» que, con su arrepentimiento, acusó a la sociedad de convertirlo en un héroe para no tener que ver su propia infamia.

Claude Eatherly en Memorias de la Tierra (Mondadori, 2012), cómic de Miguel Brieva (Sevilla, 1974).
Claude Eatherly en Memorias de la Tierra (Mondadori, 2012), cómic de Miguel Brieva (Sevilla, 1974).gentileza

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A las 8:16:43 horas del lunes 6 de agosto de 1945, una diminuta luz roja apareció en el horizonte de la ciudad de Hiroshima.

Nadie sabía aún lo que era esa lucecita.

Mejor dicho, solo un puñado de hombres lo sabía. Apenas diez, que esa noche, muy lejos de allí, en torno a un aparato de radio, escucharían en silencio la transmisión de la BBC sobre el «triunfo de los científicos aliados». Ellos eran los científicos triunfantes, paralizados ese lunes frente a un horror desconocido, un pequeño grupo agolpado junto a una radio que incluía dos premios Nobel de Física –Heisenberg y Von Laue–. Los diez hombres más peligrosos del mundo.

La lucecita no tardaría en expandirse.

La bomba atómica es una joya tecnológica. Hay millones de horas de trabajo en su interior de uranio enriquecido, más precioso que el oro puro. La mayoría de los átomos de ese uranio tienen 143 neutrones en vez de 146. De vez en cuando, un neutrón errante se integra en un átomo, forma un núcleo de 144 neutrones y 92 protones y genera un ínfimo excedente de energía. El núcleo habitualmente no logra absorberlo; entonces, se rompe en dos núcleos más pequeños. Dos o tres neutrones se desprenden. Una pequeña porción de masa desaparece. Cada colisión del neutrón errante genera dos más, cada uno de los cuales puede generar otros dos. Pronto habrá cuatro, que serán ocho, que serán dieciséis... Luego de diez colisiones, habrá más de mil; luego de veinte, más de un millón; luego de treinta, más de mil millones.

El interior de la bomba está dividido en dos mitades, que una primera explosión cuidadosamente calculada hace que se acoplen; entonces, los neutrones que hasta ese momento hubieran podido escapar quedan atrapados en la masa, que se vuelve más grande, mientras, en la superficie, la barrera reflectante retiene a los que intentan huir. Ya nada se opone a la reacción en cadena. Mil millones de neutrones errantes se vuelven billones que se vuelven cuatrillones, y la cascada se expande en el núcleo de uranio desatando una energía incontrolable, según la ley de Einstein de la transformación de la masa en energía. E = mc2.

Esa mañana del lunes 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, la diminuta luz roja se expandió en milésimas de segundos en un fulgor que dejó invidentes a miles de seres vivos, y una detonación colosal les destruyó los tímpanos. Una esfera de fuego azul de cien metros de diámetro y trescientos mil grados de temperatura desintegró a todos en un kilómetro cuadrado. Más allá, las personas se convirtieron en fotogramas. Los que estaban junto a una pared, quedaron impresos en ella. Luego cayó la negra lluvia radiactiva, se desató el huracán atómico y se alzó el hongo humeante en el cielo de la ciudad, por cuyas calles aullaban sin rumbo ciegas teas humanas.

La víspera de aquel lunes, el domingo 5 de agosto, el coronel Paul Tibbets había pintado bajo la cabina de su B-29 las palabras «Enola Gay». A medianoche, la tripulación del Enola Gay había recibido sus instrucciones. El piloto Claude Eatherly fue el encargado de sobrevolar la zona en el avión de reconocimiento Straight Flush, e indicó al Enola Gay dónde soltar la bomba Little Boy. Ni Claude Eatherly ni nadie sabía aún lo que era una bomba atómica. Esa fue la primera.

Pero sí se sabía ya tres días después, el jueves 9 de agosto, cuando una segunda bomba, Fat Boy, incineró a miles en Nagasaki. Impertérrito, el general MacArthur sostendría que los bombardeos, al abreviar la guerra, salvaron vidas.

Claude Eatherly fue condecorado como un héroe, pero él se llamaba a sí mismo un asesino. A los pocos meses intentó devolver su medalla: no la quería, le quemaba las manos. Claude Eatherly empezó a enviar sus cheques de veterano de guerra, con cartas desgarradas, a familiares de las víctimas, en Japón. Ya que nadie quería ver su crimen real, Claude Eatherly buscó castigo por delitos ficticios, e irrumpió en bancos y gasolineras con pistolas de juguete, simulando asaltos para dejarse llevar por la policía. Por último, el gobierno encontró inconveniente que un héroe de la Segunda Guerra exhibiera en público tal arrepentimiento por lo que debía ser aceptado como un triunfo para la paz mundial. Le diagnosticaron desorden de ansiedad, esquizofrenia, síndrome postraumático. Lo cierto es que Claude Eatherly nunca pudo olvidar. Cada hora de cada día de su vida, revivía las muertes infernales de las que se decía culpable por haber indicado Hiroshima como objetivo. Claude Eatherly no podía dormir. Los muertos volvían a desintegrarse sin cesar en su mente en abismos cegadores, aullaba, temblaba, alucinaba, y por el horror de lo cometido solo recibía la demencial respuesta de la admiración y las felicitaciones de un mundo enajenado que terminó encerrándolo de por vida en el manicomio de Waco para poder seguir creyendo sus propias y cómodas mentiras. La verdad de lo cometido devastó a Claude Eatherly en medio de la gran farsa siniestra de los buenos ciudadanos. Nunca se justificó con los argumentos usuales de la obediencia militar o de la inercia del seguimiento «inocente» de las normas sociales. Gracias, Claude Eatherly, por la pesadilla que devoró tu existencia en el pabellón psiquiátrico, rechazado por el mundo entero, hasta la hora solitaria de tu muerte, porque toda esperanza de futuro se cifra en tu pesadilla y porque solo ella le devuelve un poco de dignidad a la especie humana.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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