Mirando hacia 1988: los múltiples desafíos de la democracia en Paraguay (y otros lugares)

Una cosa es establecer un gobierno democrático y otra, muy distinta, vivir una vida democrática, escribe el historiador Thomas Whigham en este artículo sobre algunos desafíos de la convivencia en nuestras sociedades.

Vista panorámica de Asunción a fines de la década de 1980.
Vista panorámica de Asunción a fines de la década de 1980.GENTILEZA

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No estuve en Paraguay cuando cayó el régimen del general Stroessner, pero hablé por teléfono con conocidos de Asunción y sentí su entusiasmo por ver restaurada la democracia después de tantos años de dictadura. Los jóvenes paraguayos, debemos recordarlo, solo habían conocido un gobierno autoritario. Por lo tanto, no sabían bien lo que habían ganado. Lo que sí sabían era que estaban viviendo un momento emocionante, y todos se dejaban llevar por el optimismo.

Francamente, no les debí caer muy simpático a los paraguayos con los que hablé por teléfono ese día. En vez de contagiarme automáticamente del ánimo de celebración, insistí, quizá de manera inoportuna, en preguntar: «¿Y después, qué?». El general Rodríguez no tenía la mejor reputación, y no era imposible que bajo su administración las circunstancias no fueran mucho mejores que bajo la del gran Alfredo y su Cuatrinomio de Oro. Sin embargo, todo salió bien. Me sentí felizmente sorprendido cuando la censura y las normas autoritarias quedaron atrás y los paraguayos de todas las clases y credos pudieron mirar a su país con ojos claros.

Aquí, en mi opinión, surgieron algunos desafíos fundamentales, porque una cosa es establecer un gobierno democrático y otra, muy distinta, vivir una vida democrática. La mejor manera de ilustrarlo es con una anécdota. Meses después volví a Paraguay y encontré que, en mi ausencia, una pareja mayor había abierto un bar al lado de mi departamento en Ciudad Nueva. Su horario de atención se prolongaba hasta bien entrada la noche. El antiguo toque de queda asociado a la dictadura había terminado, y los dueños del bar estaban felices de tener más tiempo para vender cerveza y caña. Pero muchos de sus clientes eran ruidosos y problemáticos, como los borrachos lo son a menudo.

Una madrugada, a eso de las tres, me cansé y fui a tratar de convencer a esos clientes de que dejaran de hacer ruido y se fueran a casa. Habían estado rompiendo botellas, y el local no estaba a más de diez metros de mi puerta. Les dije, cortésmente: «Mira, chera’a, aquí hay niños, ¿no puedes ser comprensivo?». Hay borrachos en mi país, por supuesto, y sé que una apelación al bienestar de las criaturas a veces funciona con ellos. Grande fue mi sorpresa cuando el borracho más ruidoso me replicó, en voz muy alta: «¡Pero esto es democracia!».

Bueno, como dije, esas palabras me sorprendieron. Traté de que se pusieran en mi lugar, pero no vieron ninguna razón para cooperar. «Si no se van –les dije entonces–, voy a llamar a la policía, y podrán discutir con ellos». Y el grandulón, seguro de sí mismo, respondió: «Adelante, gringo. A ver si les importa».

Así lo hice. ¿Y saben qué pasó? La persona que atendió el teléfono en la comisaría me contestó, en voz casi tan alta como la del borracho: «¡Pero esto es democracia!».

Se me ocurrió que quizá ciertos miembros de la Policía querían que el nuevo régimen fracasara, y de ahí su falta de voluntad para ayudar en esa situación. En todo caso, como no tenía más remedio, volví a mi departamento. Al otro día fui a visitar a todos mis vecinos. Todos habían oído el alboroto de la víspera, y todos estaban de acuerdo conmigo en que deberían haber cerrado el bar y enviado a los borrachos a casa. Y también en que la policía no había cumplido su deber al ignorar el problema. Algunos incluso añadieron que hubiera sido mejor bajo «el General». Sugerí que hiciéramos una petición. Me ofrecí a escribirla de manera que todos los vecinos estuvieran de acuerdo con su contenido.

Entonces descubrí que nadie estaba dispuesto a firmarla. Alguien dijo que el dueño del bar era amigo del jefe de la seccional local. Argumenté que, si todos cooperábamos, incluso el jefe político y el dueño del bar encontrarían la manera de llegar a un acuerdo. Pero no pasó nada. Una y otra vez, hasta los vecinos que sufrían por el ruido y los vidrios rotos decían lo mismo: «¡Esto es democracia!».

En ese momento, me rendí. Es fácil reconocer que la voluntad de la mayoría no es sinónimo de sabiduría. A menudo, como en este caso, es lo contrario. Vencer o morir, dicen los paraguayos, y yo había sido vencido. Aguanté el ruido unas semanas más hasta que llegó el momento de regresar a Estados Unidos. Los amigos me dijeron que el bar finalmente cerró, pero nunca olvidé ese episodio, ni ese respaldo casi universal a la democracia como libertinaje. Incluso los que sufrieron toda esa rudeza y comportamiento indecoroso parecían dispuestos a defender, o al menos aceptar, esa «democracia». La mayoría de los paraguayos que conocí en esos tiempos parecían pensar que la libertad consistía en hacer lo que quisieran, aunque perjudicara a sus vecinos. Y también parecían pensar que el estado de derecho era la antítesis del ejercicio de los derechos democráticos.

Para mí, era una interpretación extraña. Siempre había pensado que la libertad y el orden deben ir juntos para que cualquier experimento democrático tenga éxito. Sin embargo, mi experiencia con los paraguayos me sugirió que no debía dar tanto por sentado. Quizás el término «democracia» no significaba exactamente lo mismo para todos.

Hasta aquí he estado suponiendo ciertos contrastes entre las democracias en Estados Unidos y Paraguay, pero quizás el contraste con otros países y tiempos sea más revelador. Las facciones conservadoras en muchos países latinoamericanos durante los primeros años del gobierno independiente pensaban en la democracia como una amenaza jacobina, y afirmaban que todas las instituciones construidas durante la era borbónica (bancos, escuelas, sistemas de transporte y de correos) serían destruidas por las pasiones del momento, y que al final surgiría algún nuevo tipo de dictadura, algún nuevo caudillo, y habría que empezar de nuevo la larga búsqueda de un orden constitucional.

Me pregunto, recordando lo visto en las calles paraguayas en 1988, si los rompe-botellas del bar no estuvieron preparados para las responsabilidades (y los buenos hábitos) que tendrían que haber acompañado a la libertad tras la caída de Stroessner, ¿estarían preparados hoy, en 2022? Caña es caña, después de todo.

Miro mi país y me hago preguntas similares. Como muchos, vi por televisión aquella turba de insurgentes derechistas intentando tomar el edificio del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021. ¿Habrían gritado también «¡esto es democracia!»?

Le comenté esta historia a mi amigo italiano Marco Fano, quien me contó que en Paraguay, en la inauguración del nuevo edificio del Congreso, unos pilluelos de la calle interrumpieron la ceremonia. Abuchearon a los soldados, a la policía, a los dignatarios y al público. Nadie hizo nada, hasta que un oficial de alto rango se les acercó y cortésmente les pidió que se fueran. Se burlaron de él y se negaron a moverse. Si eso hubiera sucedido en Italia, me dijo Fano, «un policía los habría ahuyentado de manera bastante brusca». Debo decir que lo mismo hubiera sucedido en Estados Unidos. Nadie diría que Italia y Estados Unidos son menos democráticos que Paraguay, pero tal vez de esta manera curiosa lo son.

Saben, creo que hay una cultura de la «turba» en Paraguay que ha estado creciendo durante largo tiempo. En una ocasión, en la década de 1890, cuando Cecilio Báez y los demás miembros del Ateneo Paraguayo intentaban realizar una de sus reuniones públicas, Blas Garay, que era la bestia negra del momento en Asunción, envió una multitud de alborotadores al edificio donde se realizaba el evento para que gritaran insultos a los viejos. Misma historia.

Cuando uno reflexiona sobre estos temas, encuentra aspectos deprimentes. Y, sin embargo, es algo para reflexionar. Los Trumps, los Bolsonaros y los Daniel Ortegas del mundo llegarán y se irán, pero la democracia no estará garantizada si no la protegemos. Y un buen comienzo sería respetar los puntos de vista de otras personas y tratar de trabajar juntos. Estoy listo para empezar admitiendo que todo lo que he escrito aquí puede estar equivocado. ¿Qué opinan los lectores?

*Profesor emérito, Universidad de Georgia

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