Cargando...
Para aquellos lectores que aún no se hayan dado cuenta, soy aficionado a la literatura de viajes y los relatos de países extranjeros. Cuanto más extranjeros, más tienden a gustarme. Pero siempre recuerdo que los lugares y personas que en la superficie parecen muy diferentes son similares en muchos aspectos, y de formas que uno podría no sospechar. Y las experiencias de estos pueblos extranjeros tienen mucho que enseñarme sobre mí mismo. En cuarenta años de contemplar su cultura, he aprendido mucho de los paraguayos en este sentido. Y aquí hay un punto importante: leer sobre pueblos muy alejados de Sudamérica me ha facilitado la comprensión de Paraguay. Varios de los ejemplos con los que podría ilustrar esto son trágicos y tristes, pero muchos otros son paradójicos y divertidos.
Tomemos el caso de Sei Shonagon, una dama de la corte en el Japón del siglo X que registraba en un diario sus gustos, aversiones y reacciones. Vivió en la era Heian, al igual que su gran rival, la novelista Lady Murasaki, quien escribió La novela de Genji. Por su parte, Shonagon escribió El libro de la almohada, que sigue siendo fresco y encantador, en parte porque la autora era una mujer franca e independiente en una época en la que no había muchas personas así. En todo caso, como les quedará inmediatamente claro a quienes lean su obra, a la Shonagon le gustaba hacer listas de «Cosas deprimentes» y «Cosas elegantes». Y también de «Cosas odiosas», que tomaré aquí de modelo para mostrar a mis lectores lo que es posible cuando uno emprende tales listados. Shonagon escribió, por ejemplo, «No soporto a una mujer que usa mangas de distinto largo», y «Odio estar en la cama a punto de quedarme dormida y que aparezca un mosquito, anunciándose con voz aflautada; de hecho, puedo sentir el viento producido por sus alas y, por leve que sea, lo encuentro extremadamente odioso». Con su afición japonesa por los arreglos económicos pero finamente trabajados, la Shonagon sabía cómo presentar lo efímero de la vida de una manera a la vez ornamentada y simple.
Me haría muy feliz que alguien encontrara inspiración (o hilaridad) en mi trabajo. En todo caso, para mostrar a mis lectores cómo las evaluaciones de Sei Shonagon podrían reconfigurarse en comentarios sobre el Paraguay de, digamos, 1982, permítanme enumerar las siguientes cosas odiosas que encontrarían en mi lista de ese año:
Una semilla de frutilla entre los dientes.
El aguijón de un mbarigüí.
Hacer cola tres horas en el Consulado de Estados Unidos y aún así no poder obtener una visa.
El mensaje nocturno de Miguel Ángel Rodríguez, que comenzaba siempre con las mismas palabras: «El primer mandatario de la nación y comandante-en-jefe de las Fuerzas Armadas, el general del ejército don Alfredo…». Uno podría convertirlas en estribillo para cantar en la ducha y seguirían siendo igual de odiosas.
Un señor de mediana edad de Barrio Obrero que no tenía nada interesante que decir y que sin embargo disertaba sobre todos los temas imaginables como si lo supiera todo.
Tales tipos tavy son particularmente odiosos cuando se los encuentra en una peluquería o en un sauna.
Las adolescentes que querían ser Xuxa. Y sus madres, que querían ser Susana Giménez.
La que insistía en que todos elogiaran su gusto insuperable en materia de moda y desdeñaba el de otras paraguayas porque eran «muy campesinas».
El que eructaba cada vez que alguien elogiaba la inteligencia y sensatez de su esposa.
Dignatarios brasileños de visita que en televisión y radio se dirigían a los periodistas paraguayos exclusivamente en portugués, como si el idioma español no existiera.
Piropos vulgares (en oposición a creativos) dirigidos a las niñas que caminaban a casa desde el Colegio Nacional de Niñas.
Jóvenes empresarios insistiendo en que Henry Kissinger era un genio.
El embajador del régimen del apartheid afirmando en un comunicado de prensa que Sudáfrica estaba abriendo un nuevo capítulo de buenas relaciones con América Latina a través de su programa de acercamiento a Paraguay.
El olor a Giorgio falsificado.
La Voz del Coloradismo, en especial su comentarista más sonoro, a quien le pareció inteligente fingir ebriedad mientras insultaba a Domingo Laíno y otros políticos liberales.
Que dijeran que el padre de Miss Itauguá había comprado su corona mientras que Miss Mbocayaty (¿o Miss Ybytymí?) había ganado legítima o casi legítimamente la suya.
Aspirantes a artistas en San Bernardino y Caapucú que pensaron que el cubismo de Picasso y la Cuba de Fidel Castro estaban íntimamente conectados.
El cotidiano refugio de la ignorancia fingida (o ñembotavy), especialmente en asuntos de escasa o nula importancia.
Los que insistían en que era cuestión de tiempo que se descubrieran vastas reservas de petróleo en el Chaco Boreal.
Que On Golden Pond fuera la única película que se proyectaba en la ciudad. O, al menos, que pareciera serlo.
Los que repetían el dicho popular «Ñandejara riré, gringo» («Después de Dios, el gringo»).
Maestros de escuela que elevaban la nota de un estudiante holgazán al saber que era pariente lejano de Sabino Montanaro (y por lo tanto, sujeto a las reglas del poguasu).
La seriedad con que los rosacruces paraguayos tomaban su sistema de creencias.
La trivialidad con que los católicos paraguayos tomaban su sistema de creencias.
Extranjeros sorprendidos al saber que la capital de Paraguay no era Montevideo.
Que nadie pareciera saber qué hierba medicinal funcionaba mejor para el dolor de cabeza, pero todos supieran cuál servía para el estreñimiento.
Los inconexos y cómicos relatos de las glorias del mariscal López, y cómo los más inverosímiles tendían a sacar de circulación toda consideración seria de la historia paraguaya.
Los críticos que pensaron que los Compadres eran demasiado vulgares para un comentario serio y nunca asistieron a una presentación de «Ejú Lune» en el Teatro Nacional.
Los que pensaron que los jugadores del equipo de softbol de Corea del Sur no habían vencido a sus oponentes paraguayos, que debía ser una información errónea.
Obviamente, estas listas son altamente subjetivas, intencionalmente contradictorias y hechas para ser modificadas en cualquier momento y por cualquier motivo. En algunas obras de H. L. Mencken, Félix Fénéon, S. J. Perelman, Groucho Marx, Helio Vera, Aníbal Romero Sanabria y Guido Rodríguez Alcalá hay listas similares (aunque con sintaxis muy diferentes). Además, no creo que a la Shonagon, que nunca escuchó hablar del continente americano, y mucho menos de Paraguay, le preocupara mi lista de 1982 inspirada en su obra clásica.
Creo que podríamos seguir la trayectoria histórica de todas las personas que compusieron tales listas, no porque estemos de acuerdo con ellas, sino para entender por qué pensaban así. Incluso podríamos pedir a los lectores del Suplemento Cultural que ofrezcan sus propias contribuciones para ampliar o modificar esta lista de formas que yo nunca hubiera pensado. Hago esta última sugerencia sabiendo bien que no pocos podrían agregar lo siguiente a su lista de cosas odiosas de Paraguay: los yanquis sabelotodo que deberían guardarse sus opiniones.
A la pinta, ¿qué les puedo decir? Soy odioso, al menos a veces. Agréguenme a sus listas.
*Profesor Emérito, Universidad de Georgia