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Originalmente titulado en holandés Het Achterhuis (La casa de atrás), el diario de Ana Frank es un testimonio de la vida cotidiana de ocho judíos hacinados en una habitación en Ámsterdam durante la Segunda Guerra Mundial, un documento de uno de los capítulos más oscuros de la historia del siglo XX y un registro íntimo de los pensamientos, sueños y penas de una niña de trece años, Annelies Marie Frank, más conocida como Ana Frank, que empezó a escribirlo un día como hoy.
Ana nació en Alemania, en la ciudad de Fráncfort, el 12 de junio de 1929, pero a los cuatro años de edad se mudó a Holanda con su familia, una familia judía que, ante el antisemitismo creciente desde el arribo del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, NDSAP) al gobierno en 1933, decidió probar suerte en Ámsterdam, donde Otto Frank, el padre, se dedicó a vender pectina para repostería.
Sin embargo, ¡ay!, como se sabe, en 1940 Alemania invadió Holanda. Y en el país ocupado, con la colaboración de informantes locales, la Gestapo empezó a cazar judíos.
Así que, para escapar de la cacería, la familia Frank –Anna, su padre, Otto, su madre, Edith, y su hermana Margot–, junto con el dentista Fritz Pfeffer y la familia Van Pels –Auguste, Herman y Peter, de dieciséis años–, también judíos, llevaron durante dos años una existencia clandestina en una habitación secreta de 46 metros cuadrados en la parte trasera de la fábrica paterna, a orillas del canal Prinsengracht.
En la fantasía de Ana, la acompañaba allí Kitty (según algunos, su amiga Käthe Egyedi; según otros, una amiga imaginaria cuyo nombre tomó Ana de Joop ter Heul, serie de relatos de Sietske de Haan, una de sus escritoras favoritas). Invisible para los demás habitantes de aquella ratonera, la misteriosa Kitty fue desplazando a Conny, Marianne, Emmy y Pop, las otras personas, reales o ficticias, a los que Ana se dirigía en sus primeras anotaciones.
El 12 de junio de 1942, cuando Ana cumplió 13 años de edad, le regalaron por su cumpleaños un libro en blanco, en el que esa tarde, con mucha ilusión, comenzó a escribir su hoy famoso diario. Cuando se le terminaron las páginas, tomó dos cuadernos del colegio y siguió escribiendo, hasta que en agosto de 1944, la Gestapo descubrió el escondite y Anna, sus padres, su hermana, los Van Pels y el dentista Pfeffer fueron llevados en un vagón de ganado a campos de exterminio.
Meses después, entre febrero y marzo de 1945, cuando su madre y su hermana ya habían muerto, Ana, víctima de una epidemia de tifus, murió en el campo de exterminio de Bergen-Belsen a los catorce años de edad.
De toda su familia, solo sobrevivió Otto Frank. Miep Gies, que les había ayudado cuando vivían escondidos, le entregó a Otto el diario de su hija. Otto decidió publicarlo. Con el título de Het Achterhuis fue publicado en Ámsterdam en 1947 por la editorial Contact. La primera versión en español fue publicada en Barcelona en 1955 por la editorial Garbo con el título Las habitaciones de atrás. Los tres cuadernos manuscritos del diario de Ana Frank se conservan en el Instituto Holandés de Documentación de Guerra (RIOD), en Ámsterdam.
El diario de Ana Frank ha suscitado controversias sobre su autenticidad. Para algunos críticos, su «madurez» es impropia de una niña de trece años. Otros ven faltas de concordancia estilística y caligráfica entre algunas partes del manuscrito. Pocos documentos han sido sometidos a tantas verificaciones y pruebas grafológicas.
Entre los cuestionamientos más conocidos a la autenticidad del diario están los del inglés David Irving (Brentwood, 1938), que en la década de 1970 intentó demostrar que era un fraude, y los del francés Robert Faurisson (Surrey, 1929-Vichy, 2018), que, con el mismo propósito, denunció que partes de los documentos originales estaban escritas con bolígrafo –el bolígrafo, inventado en 1938, llegó a Alemania a fines de 1944, cuando Ana, ya enviada a Auschwitz, había dejado de escribir–. Estudios realizados tras las publicaciones de Faurisson encontraron, en efecto, partes a bolígrafo, pero eran dos anotaciones hechas al margen en 1960 por una grafóloga que revisaba el texto.
Cabe quizá mencionar, por otra parte, que Irving y Faurisson son considerados negacionistas del Holocausto. Faurisson, otrora profesor de literatura en la Universidad de Lyon, se volvió notorio por «Le Problème des chambres à gaz, ou la rumeur d’Auschwitz» («L’inexistence –leemos ahí– des “chambres à gaz” est une bonne nouvelle pour la pauvre humanité». «La inexistencia de las “cámaras de gas” es una buena noticia para la pobre humanidad») (1). Ante la indignación que causó, el lingüista Noam Chomsky, con otros cientos de simpatizantes, firmó una carta que dice: «Desde que empezó a hacer públicos sus hallazgos, el profesor Faurisson ha sido objeto de una feroz campaña de acoso, intimidación, calumnias y violencia física en un crudo intento de silenciarlo» («Since he began making his findings public, Professor Faurisson has been subject to a vicious campaign of harassment, intimidation, slander, and physical violence in a crude attempt to silence him»). Aunque Chomsky justificó su traspié como una defensa de la libre expresión, no escapó a la aguda mirada de Pierre Vidal-Nacquet (2) que, de ser solo eso, la carta tendría que haber hablado de views (puntos de vista) u opinions (opiniones), y no de findings (hallazgos).
Dicho esto, hay que coincidir con Christopher Hitchens en que tildar de antisemitas a los críticos de Israel (como Chomsky) es «una trivialización del Holocausto». Hitchens observó esto en un artículo publicado en 1985 en Grand Street –en el que, por cierto, defiende a Chomsky, víctima, a su juicio, del aprovechamiento por los neonazis de su apoyo democrático a la libre expresión, que le llevó a firmar esa carta– (3).
David Irving, por su parte, quizá conoció su momento de mayor fama en 1994, cuando, en medio de una conferencia de la historiadora Deborah Lipstadt en el DeKalb College de Atlanta, la retó a gritos a debatir con él y, agitando un fajo de billetes, ofreció mil dólares a quien pudiera hallar una orden escrita de Hitler de perseguir judíos. La reputación de Irving como historiador quedó destruida tras el juicio por difamación que entabló en 1996 contra Lipstadt por su libro Denying the Holocaust, de 1994. El tribunal sentenció que era Irving quien había tergiversado evidencia histórica en sus obras «por sus propias razones ideológicas».
Dos décadas antes, en el prefacio de su libro Hitler und seine Feldherren, de 1975, Irving había cuestionado la autenticidad del diario de Anna Frank, adelantándose tres años a Faurisson, que publicó su estudio «Le Journal d’Anne Frank est-il authentique?» en 1978.
Otto Frank se dedicó a desmentir a los detractores del diario de su difunta hija. En 1959, querelló por calumnia, injuria y difamación de la memoria de un muerto al profesor Lothar Stielau, que escribió en una revista escolar que el diario de Ana era una falsificación. La audiencia territorial de Lübeck, tras un estudio de los manuscritos, sentenció que eran auténticos. En 1976, querelló ante la audiencia territorial de Fráncfort a Heinz Roth, que difundía folletos llamando embuste al diario. Se sentenció que la querella era fundada. Roth recurrió y presentó los estudios de nuestro viejo conocido, el profesor Faurisson, pero no convenció al tribunal. La causa contra Edgar Geiss y Ernst Römer, con Otto Frank como coquerellante, se extendió desde 1976 hasta 1993. Otto ya había muerto en 1980. Casi cuarenta años después de aquella mañana del 4 de agosto de 1944 en la que cuatro hombres armados llegaron a la fábrica de Prinsengracht 263, en el barrio Jordaan de Ámsterdam, se dirigieron a la escalera disimulada con un estante, artilugio revelado por algún delator anónimo, y subieron hasta el escondite para llevarlos a todos a su destino final.
«Espero poder contártelo todo a ti, como nunca lo he podido hacer con nadie, y que seas mi gran apoyo», fueron las primeras palabras que escribió Ana, estrenando su flamante diario el día de su cumpleaños número 13. Junto a las ilusiones esperanzadas de la edad, retrospectivamente parecen cruzar esas palabras iniciales la sombra de una premonición solitaria, macabra memoria del inminente futuro. «Sigo buscando la manera de llegar a ser la que tanto quisiera ser, la que yo sería capaz de ser... si no hubiera otras personas en este mundo», escritas el 1 de agosto de 1944, fueron las últimas.
Notas
(1) Robert Faurisson: «Le Problème des chambres à gaz, ou la rumeur d’Auschwitz», Le Monde, 29 de diciembre de 1978, p. 8.
(2) Pierre Vidal-Naquet: «De Faurisson et de Chomsky», Esprit, septiembre de 1980.
(3) Christopher Hitchens: «The Chorus and Cassandra», Grand Street, otoño de 1985.