La conservación y el carácter real del tesoro de plata en Paraguay

De consumo y modernidad, de basura y tesoros habla este artículo del historiador estadounidense Thomas Whigham que, para entender ciertos cambios en la sociedad paraguaya del último medio siglo, nos lleva a una remota compañía de Ybycuí en 1973.

El Paraguay de mediados del siglo XX en una fotografía de Klaus Henning.
El Paraguay de mediados del siglo XX en una fotografía de Klaus Henning.Gentileza

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Cuando llegué por primera vez a Paraguay en 1973, vi poco en el campo que oliera a la sociedad de consumo que hoy cubre la nación. Déjenme ilustrar esto. La gente reutilizaba las latas como macetas o recipientes una y otra vez. Usaban periódicos viejos como papel higiénico. Cubrían la cama con pieles de vaca en vez de frazadas. Un ejemplo más llamativo lo encontré en una visita a una de las compañías más aisladas de Ybycuí, tal vez Rincon’i o San Galeao o Potrero Alto (antes se rebautizó como César Barrientos, en honor al ministro de Hacienda de Stroessner). Ya no recuerdo cuál.

En ese momento, como recordarán algunos de mis lectores, estaba trabajando en un programa de vacunación masiva con enfermeras del Ministerio de Salud. Estábamos aplicando vacunas contra el tétanos, la difteria, etc., y descubrimos, como era de esperarse, que a los niños de la compañía no les gustaba mucho que se les pinchara el brazo con una aguja. Así que inventamos un truco para calmarlos. Les limpiábamos el brazo con alcohol que venía en pequeños paquetes cuya parte posterior estaba forrada con papel de aluminio. Bueno, a los niños el brillante papel les parecía un tesoro de plata, y descubrimos que si les regalábamos los paquetes soportaban de buena gana el pinchazo. Nunca habían visto tales «tesoros», que para nosotros eran simplemente basura. Nuestro truco funcionó y vacunamos a muchos niños.

Eso era Paraguay en los viejos tiempos: una amplia dosis de autosuficiencia, casi sin plástico, sin televisión, con muy poca electricidad. Incluso la capital era un lugar tranquilo con un mercado sencillo, árboles de apepú en las avenidas y poco o nada de basura en la calle. Creo que mucha gente, incluidos algunos paraguayos, consideraba estas cosas como indicios de la pobreza del país, tal vez incluso de su atraso, y pensaban que sería bueno que la nación saliera de él.

Esa no fue mi interpretación. Sentí que Paraguay aún podía tener la oportunidad de evitar los desagradables problemas que mi propio país experimentaba en materia de desafíos ambientales y responsabilidades sociales. Que aún podía evitar las aburridas convenciones de la era moderna, la Coca Cola y las pestañas postizas. Que, en cierto sentido, podía seguir siendo auténticamente paraguayo, sin importar cuánto lo afectaran las tentaciones del mundo moderno.

Ahora, cuando observo cuánto ha cambiado Paraguay desde que lo vi por primera vez en 1973, cuán «moderno» se ha vuelto, siento cierta desazón que no es simple nostalgia. En ese entonces, la ciudad de Asunción estaba tan orgullosa de la distancia que había puesto entre ella y el pasado. Había celebrado esa distancia con su símbolo más actualizado: el Hotel Guaraní, cuya imagen el gobierno imprimió en el billete de 5 guaraníes. Cuando pienso en los cambios que realmente estaba experimentando Paraguay, me siento vaga e involuntariamente atraído por la paradoja de Zenón sobre la naturaleza del movimiento. Muchos de mis lectores la conocerán. Un cuerpo en el punto A nunca podrá llegar al punto B porque primero debe cubrir la mitad de la distancia entre los dos, y antes de eso la mitad de la mitad, y antes de eso la mitad de la mitad de la mitad, y así hasta el infinito. Según esto, el cambio en la capital paraguaya y en el país en su conjunto bien podría ser una ilusión, incluso ahora, en el siglo XXI.

Les diré algo: a veces podía cruzar una calle en Asunción sin molestarme en verificar el tráfico. Cualquiera que lo hiciese hoy estaría arriesgando su vida. Supongo que se podría argumentar que la presencia de tantos automóviles en Paraguay indica cierta prosperidad en algunos aspectos. Después de todo, fue una señal de que la clase media en Paraguay, tras un largo estancamiento, estaba avanzando. La gente en todo el país estaba ansiosa por atribuirse el mérito del progreso, que se había producido a pesar de la dictadura (o, según algunos, debido a ella). El orgullo por un nuevo coche chino o un nuevo televisor tenía sentido para quienes siempre habían prescindido de ellos. Pero gran parte de la autosuficiencia que dominaba el campo comenzó a dar paso a los hábitos modernos, a la moda moderna. Si van a la Biblioteca Nacional, cerca del Gran Hotel, y examinan las revistas ilustradas de fines de los años setenta y principios de los ochenta, verán lo ansiosamente que las mujeres de clase media de Paraguay querían parecerse a Susana Giménez. Y lo mismo pasaba con los automóviles, los zapatos y las opciones de comida. La prosperidad entra, la autenticidad desaparece.

Ahora bien, ¿por qué pasó todo esto? Debido a la prosperidad que había experimentado el país como resultado de la construcción del complejo hidroeléctrico de Itaipú, los paraguayos sintieron que tenían que reconocer su pobreza anterior y avergonzarse de ella. La nueva clase media pasó a imitar los peores hábitos de sus pares argentinos, brasileños y norteamericanos. Y lo hizo sin paciencia ni encanto. Desde entonces, en lugar de reciclar, se descartaron objetos después de una cantidad mínima de tiempo como inútiles. Los paraguayos se rindieron a la moda, como guiados por la «mano invisible» de la obsolescencia programada, lo que representó el triunfo final del capitalismo de consumo entre ellos.

En otros lugares, a este proceso se lo solía llamar «americanización». Podría llamarse «hecho en Miami», como una forma genérica de cultura latina envasada por la misma empresa Goya que nos ofrece jugo de tamarindo enlatado (en vez de mosto) en Don Francisco Presenta. A pesar de los colores tropicales y los ritmos seductores, lo que más llama la atención en esta «cultura» es su monotonía aburrida. Hoy luce igual en las compañías de Ybycuí que en Caracas y Miami. Y así como la basura plástica de hoy se tira a los vertederos, eso también sucedió con gran parte de la cultura paraguaya legítima que vi con tanta claridad en 1973.

Sospecho que muchos de mis lectores dirán que soy innecesariamente pesimista, que hay muchos bienes que el capitalismo moderno está poniendo a disposición de la gente en Paraguay. Además, me dirán, hay ejemplos de consumismo inteligente en el país. Mira, por ejemplo, la Orquesta de Instrumentos Reciclados de Cateura. Quizás eso sea solo el comienzo. Ciertamente, los músicos de Cateura merecen elogios por hacer algo hermoso con la basura; poder tocar Pájaro Campana con arpas fabricadas con materiales desechados sin duda es bueno.

Pero lo que extraño del Ybycuí de hace ya casi cincuenta años no es tanto el sentido anterior de conservación, sino la inocencia de todo. Los niños que vacuné vieron los sobres metálicos como tesoros. En ese sentido, eran como los españoles que llegaron a Paraguay en 1535 buscando la Sierra de Plata. Ellos también eran inocentes. No vieron que el metal (o el plástico) en sus manos podía ser algo más que bonito: podía ser peligroso.

Profesor Emérito, Universidad de Georgia

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