Contra la estigmatización de los ucranianos: «Hate is not an opinion».

Cuando circulan ataques contra la dignidad de otras personas, colectivos o individuos, hay que desenmascararlos.

Manifestantes rusos contra la invasión de Ucrania en San Petersburgo, Rusia, febrero de 2022 (Foto: Reuters).
Manifestantes rusos contra la invasión de Ucrania en San Petersburgo, Rusia, febrero de 2022 (Foto: Reuters).GENTILEZA

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Bajo la epidermis de los hechos transcurre una historia paralela e invisible que los vuelve inevitables. Algo parecido sugiere el personaje de Mohamed en el cómic Palestina, de Joe Sacco, cuando comenta la tendencia a exponer a los árabes de modo que no son percibidos «como seres humanos» y todos «ven gente… sucia, sin acceso a una higiene adecuada… Y se les mete en la cabeza: “Estos son mis enemigos”». Ya escribimos en otro artículo (1) que no por azar a los crímenes de Israel contra los palestinos les acompañan desde hace décadas bombardeos masivos de estereotipos como los que describe Mohamed. Con frecuencia en los crímenes la justificación precede al hecho. Está a priori, latente, en el inconsciente de la política, anunciando lo que no vemos hasta que es demasiado tarde. Así, diversos voceros y canales –como los medios de propaganda rusa erradamente considerados «de izquierda» por cierta «izquierda» erradamente considerada tal– han venido forjando desde hace años la estigmatización, la deshumanización de los ucranianos. Cuando Putin salió en la televisión rusa el día en que comenzó la invasión de Ucrania, las justificaciones ya estaban instaladas: de un lado, la expansión de la Otan; del otro, los nazis ucranianos y el consiguiente deber de «desnazificar».

Este es un juego de medias verdades porque para destruir la imagen del enemigo antes de destruirlo físicamente se necesitan mentiras, pero no puras.

Por ejemplo, cincuenta expertos estadounidenses en política exterior –senadores, militares retirados, diplomáticos, académicos– enviaron a Bill Clinton en 1997 una carta contra la expansión de la Otan porque extender al este sus fronteras podría «perturbar la estabilidad europea», y en la misma línea John Mearsheimer publicó en el 2014 en Foreign Affairs un artículo titulado «Why the Ukraine Crisis Is the West’s Fault» que hace poco el Ministerio de Relaciones Exteriores ruso tuiteó y que una periodista, Anne Applebaum, retuiteó con el comentario de que académicos como Mearsheimer proporcionan a Rusia argumentos para responsabilizar a Occidente por sus propias invasiones.

Applebaum señala a Mearsheimer porque suena como propaganda rusa. Pero las mentiras eficaces son impuras y la buena propaganda incluye una dosis de verdad, a la que debe su poder de convicción. De ahí que los calumniadores no suelan mentir del todo. Ya le decía el padre Merrin a Damien Karras en El exorcista que «el diablo mezcla mentiras con verdades para confundirnos». No hay astucia en la falta total de base fáctica: es en la mezcla y en la distorsión que la astucia opera.

No mienten Mearsheimer ni Putin sobre los avances de la Otan: solo omiten mencionar que similar queja podría, con justicia, venir de cualquier sirio. No mentía el entonces presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad en su carta del 2006 a Bush cuando condenaba el maltrato de los presos en Guantánamo: solo se olvidaba de los detenidos en la cárcel de Evin por su propio gobierno. No miente el opositor ruso Alexéi Navalny al denunciar la invasión de Ucrania, y aunque ni Navalny ni Mearsheimer sean precisamente héroes revolucionarios, por más que los neoconservadores descalifiquen las críticas del segundo al gobierno de su país, y los neoestalinistas las del primero al del suyo, nada puede eliminar lo que contienen de cierto.

¿Miente la propaganda rusa cuando justifica la invasión alegando que el gobierno ucraniano es nazi e incluso que, en una mayoría tan absoluta como para legitimar bombardeos sobre la población civil, lo es el pueblo ucraniano?

No miente la propaganda rusa al decir que existen en Ucrania grupos de ultraderecha; solo omite lo marginal de su presencia (en las últimas elecciones presidenciales, el candidato de ultraderecha solo tuvo 1,6% de votos; en las legislativas de ese año, la lista unificada de la derecha nacionalista tuvo solo 2% y se quedó sin diputado en la Rada (2), mientras que, por ejemplo, el Frente Nacional pasó a segunda vuelta en las elecciones del 2017 en Francia y Vox tuvo 15% en las elecciones del 2019 en España). No mienten los que dicen que en Ucrania hay fascistas: solo olvidan mencionar a los fascistas rusos (3), que, a diferencia de los ucranianos, no son una presencia marginal, sino que desfilan cada 4 de noviembre en la Marcha Rusa con protección policial –en un país donde se reprime a los opositores brutalmente– y presencia de jerarcas de la Iglesia Ortodoxa. No mienten los que dicen que en Ucrania se han prohibido partidos de izquierda: solo omiten aclarar que ni se los ha prohibido por ser de izquierda, ni son de izquierda todos los que se han prohibido (4).

Cuando hablamos de estos olvidos y omisiones, hablamos de propaganda. Muchos repudian las medidas tomadas por la Unión Europea contra medios de propaganda rusa: «ahora solo podremos acceder a lo que digan los medios occidentales», protestan. Sus protestas revelan que creen seriamente que propaganda es información; y tienen motivos para convencerse de ello, porque, aunque los medios censurados no sean –no lo son– ni independientes ni de izquierda, la identidad también se construye mediante el consumo, y el consumo de medios de esa clase forma parte de la (falsa) identidad «de izquierda» de mucha gente que solo así puede sentirse segura de estar del lado correcto y orgullosa de tener siempre lo que supone que son las opiniones correctas en cada tema.

Hace muchos años, en Ruanda, la llamada «radio del odio», Radio-Televisión Libre des Mille Collines, halagó la vanidad de innumerables oyentes proporcionándoles la sensación de superioridad colectiva propia de quienes están seguros de pertenecer al bando de los justos y de los bien informados (es decir, lo mismo que RT, Sputnik, TeleSUR, HispanTV, etcétera, hacen por la autoestima de miles de supuestos «izquierdistas» latinoamericanos), y ayudó a forjar un enemigo común, alimentando el brutal desprecio que terminó en lo que se recuerda como el genocidio de los tutsis. En el 2003, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda evaluó el papel de los medios de comunicación en esa masacre de 1994, condenó al cofundador y al director ejecutivo de la «radio del odio» y al fundador del periódico Kangura, y describió las transmisiones de radio y los artículos periodísticos que difunden el odio como «crímenes de lesa humanidad» (5).

Muchos hoy se envilecen repitiendo palabras tan ruines como «ucronazis» o difundiendo publicaciones tan peligrosas como «Ucrania, el huevo de la serpiente», donde un periodista chileno excita el odio contra el pueblo ucraniano de un modo que aplaudiría Goebbels –y ese texto de ignorancia abrumadora me lo envió una persona supuestamente «de izquierda» y respetada por todos como tal–, entre otros mil ejemplos. El debate sobre los conflictos entre la protección democrática de la libertad de expresión y la protección democrática del derecho de individuos y colectivos a vivir sin ser discriminados y estigmatizados siempre es actual, pero cuando circulan ataques contra la humanidad de las personas –en este caso, de los ucranianos– hay que desenmascarar todos sus medios de difusión y a sus voceros y cómplices. El término «desnazificación» suma la calumnia a los asesinatos y el gobierno ruso, que ampara la presencia del fascismo en su país porque es un Estado fascista, no tiene derecho a utilizarlo. La falsa «izquierda» que se alinea contra Ucrania se alinea en realidad con el fascismo, y al hacerlo revela lo que es. Donde se escuchen injurias como las aquí mencionadas, no las dejaremos pasar. No dejaremos pasar ninguna ofensa a la dignidad del pueblo ucraniano, que merece tanto respeto como cualquier otro. Por esa resistencia en la que no pelea un solo sector, sino muchos, e ideológicamente muy diversos. Esa resistencia con ecos –se cuentan en ella muchos anarquistas– de otras resistencias históricas, porque también contra los zares peleó Ucrania, y también contra los bolcheviques, sepultureros de la revolución. Fue Ucrania la tierra de la Majnovina, país sin amos ni siervos, sin esclavos ni señores, como un día lo será el planeta entero.

Notas

(1) Montserrat Álvarez: «Metapolítica: la fábrica de los hechos», 17/12/2017.

(2) Diego Russo: «Ucrania y Rusia: sobre fascismos y fascismos», 29/05/2022. Disponible en línea: https://litci.org/es/ucrania-y-rusia-sobre-fascismos-y-fascismos/

(3) Russo, op. cit.

(4) «No fueron prohibidos por ser de izquierda, sino porque eran pro-Putin. Los partidos de izquierda no prorrusos no fueron prohibidos […]. La lista de partidos prohibidos no se limita a partidos de izquierda», explica el socialista ucraniano Taras Bilous, del movimiento Sotcialniy Rukh (citado en: Russo, op. cit.).

(5) James Tasamba: «El papel que jugaron los medios para que ocurriera el genocidio en Ruanda», 05/04/2021. Disponible en línea: https://www.aa.com.tr/es/mundo/el-papel-que-jugaron-los-medios-para-que-ocurriera-el-genocidio-en-ruanda/2199074.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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