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Este jueves fue el quinto aniversario de lo que llamó «el segundo marzo paraguayo», el día en que la gente salió a las calles de Asunción a protestar contra el gobierno por lo que todos señalaron como un «atropello a la institucionalidad» (un intento de enmienda constitucional para permitir la reelección presidencial). Aquel 31 de marzo del 2017 era viernes y varios amigos salíamos de una reunión a medianoche, de modo que nos subimos a una camioneta y fuimos al centro, donde desde la tarde se concentraban las manifestaciones y también, naturalmente, la represión. Diez minutos después –o sea, ya en la madrugada del 1 de abril–, estacionamos en la calle Oliva y caminamos hacia el Congreso.
Al llegar a la esquina con Nuestra Señora, una joven aterrada, que venía por Estrella, nos detuvo y, jadeante, nos contó que no encontraba a sus amigos, que echó a correr cuando la policía comenzó a dispararles y ahora no sabía dónde estaban. En ese momento, una pareja de ancianos llegó por Independencia Nacional, se detuvo también en nuestra esquina y nos avisó que los policías se estaban llevando a todos los que andaban por la calle. Mientras hablábamos con estas personas, un grupo de gente cruzó la plaza y la calle y se sentó junto a nosotros, que seguimos de pie, en la vereda, usando como respaldo la muralla del Hotel Guaraní; gente cansada, con la evidente resaca de la adrenalina previa. Así intercambiamos información, conocidos y desconocidos, contra un violento fondo de ruido próximo y gritos desfigurados por la urgencia –«¡La montada! ¡Viene la montada!»– en medio de una noche que se había vuelto sórdida e inquietantemente triste, pese a las inevitables retrospectivas narcisistas que después dirían que fue hermosa.
Horas más tarde supe que la policía había asesinado a un joven dirigente liberal y, ya en la vereda del barrio, todos con nuestras latas de cerveza en la mano durante una madrugada en la que nadie durmió, nuestro vecino M. llegó, agitado, destapó una fría, bebió un larguísimo trago y dijo al fin que venía del centro y que horas antes había visto «con sus ojos» cómo le disparaban a alguien en pleno rostro.
El centro de la capital paraguaya fue un territorio sin ley para todos durante aquella noche y la madrugada siguiente, hace cinco años. Fue durante aquellas largas horas el territorio sin ley que habita ese otro «pueblo» que no lleva tal nombre, gemelo oscuro de lo que en estos relatos se respeta como la «ciudadanía», se idealiza como la «juventud», se reconoce como los «compatriotas», etcétera, etcétera. El territorio en el que naufragan desde que nacen y para siempre los sospechosos ante la policía por norma y no, como nosotros, por excepción. Los irrecuperables, los perdidos, moradores de veredas y zaguanes cuyos lechos y baños son la calle, los que merodean fuera de los extramuros de la vida «política», los auténticos expulsados de la polis. El terror impune del estado de excepción que vivimos esa noche es a lo sumo hipérbole de sus vidas, si no retrato fiel; la violencia policial que quebró hace cinco años el orden cotidiano de nuestro mundo es la norma en el suyo. Esa noche, el Estado nos negó protección a nosotros; a ellos se las niega siempre. Ni el crimen se considera crimen, ni nada que se haga u omita hacer contra ellos tiene consecuencias en su país paralelo, ese país del caos, un país fuera del mapa del orden jurídico, que los demás visitamos por unas horas esa noche.
Videos de celular, testimonios dispersos, fragmentadas visiones de locura ajena desmienten los relatos –desde las vanidosas épicas de pacotilla de las hordas de nenes bien con poses de izquierdistas y aspirantes a revolucionarios hasta los flagrantemente absurdos discursos de las autoridades– que dicen que fue hermoso. Fue, eso sí, excepcional, pero no por la súbita presentación del poder «civilizado», institucionalizado, «democrático» en su faceta loca y desatada, sino por lo indiscriminado de su ejercicio, que, al generalizar la amenaza, por un momento logró que fuera percibida como universal. Esa cara loca del poder, normalmente oculta bajo las racionales facciones de su máscara democrática –máscara, porque ese poder «democrático» discrimina y no garantiza derechos a todos–, fue lo que –al no discriminar, al no garantizar derechos a nadie– se reveló esa noche. Y, sin embargo, es la discriminación normal, y no la indiscriminación excepcional, la que tendría que ser notoria y preocupante. Pues, si toleramos ese orden mientras sus atropellos no nos afectan a nosotros, ¿por qué nos espanta un Eichmann?
Pensador de las sombras, Hobbes ilustró el origen de la política con una fábula macabra: libres de renunciar a nuestra libertad, le dimos al Leviatán el monopolio de la violencia para que nos protegiera de nosotros mismos –«Homo homini lupus», dice, citando a Plauto–. La política nace del miedo, y el miedo prepolítico persiste en la política, miedo listo siempre para volver bajo las mil caras del asalto de lo arcaico: crímenes, guerras, la mítica pesadilla inaugural. El miedo a la ausencia del Estado –y de la policía– es propio de los «buenos ciudadanos» de la polis; pero fue el otro miedo, el miedo de los parias, el miedo al Estado –y a la policía– el que llenó hace cinco años las calles del centro de Asunción. El monstruo paradójico creado para mantener a raya lo monstruoso, el inseguro garante de la seguridad, el Leviatán, supuesto guardián de la vida, tiene el poder de quitarla, y por eso, cuando lo que delegamos se vuelve contra todos –y no solo contra los parias–, como aquella noche del 2017, el horror del poder supera al de su ausencia. Su genio pesimista permitió a Hobbes encontrar el secreto parentesco entre el miedo y la política, pero, lectora infiel de Hobbes, yo sé de otro secreto, que Hobbes calla: que la astucia de este pacto es que no suprime el miedo, sino que lo preserva –el miedo es imprescindible: nos hace obedecer–. Al lado del orden crece la entropía, su doble siniestro. La muerte, guardiana del Estado.
Ahora bien, el poder no está solo en el Estado, y su violencia rica y polimorfa –en el nivel más alto están los golpes, la cárcel, el homicidio, pero antes de llegar ahí están las miradas, los bocinazos, los gestos, las formas de ocupar lugares y divertirse y hablar que dicen, sin decirlo: «Este es mi mundo, y no el tuyo»– es un continuo que lo recorre todo, desde los pensamientos de los desesperados hasta los palacios de gobierno. Los relatos retrospectivos han convertido la imagen del Congreso en llamas en símbolo de rebeldía, símbolo que para mí es irrisorio. Leyes, parlamentos, etcétera, no moderan en igual medida para todos, de facto, la barbarie nuclear del poder «democrático», y por eso, para los invisibles, para los que no pueden reclamar derecho alguno, para los desechos de la democracia, sin Congreso que los represente ni Constitución que los ampare, el incendio de ese edificio es banal, y yo comparto plenamente su indiferencia. No siento respeto por esas instituciones, y, al fin y al cabo, para disfrutar de una blasfemia, tanto como para escandalizarse por ella, hay que ser creyente.