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No seré yo el primer forastero que mencione la cualidad «oriental» de la historia paraguaya. ¿Cuántos han atestiguado, por ejemplo, la experiencia colonial temprana como una especie de paraíso musulmán, con realidades sociales definidas por una proporción de veinte mujeres guaraníes por cada conquistador español? Proporción que se repitió, se nos dice, en el despoblado Paraguay de la década de 1870, comúnmente conocido como «el país de las mujeres» para usar la feliz expresión de Katharina von Dumbrowski.
Paraguay, se nos cuenta, fue exótico desde el principio, y tal vez se lo entienda mejor de esa manera. El yrupê, el ñandú y el yaguareté encuentran sus populares análogos árabes en la colección clásica de Las mil y una noches. Lo mismo vale para los relatos de changadores (comerciantes ambulantes) sepultados vivos con sus gallos mascotas, y los de agricultores australianos que buscan forjar una sociedad perfecta en las tierras salvajes de Caaguazú.
Pero no es solo el exotismo lo que vincula los muchos relatos de Sherezade con la supuesta realidad de la historia paraguaya, sino también la necesidad de revelar esa historia de una manera no estándar, no empírica. No fueron solo las imágenes extrañas las que atrajeron por primera vez a los lectores occidentales a Las mil y una noches, sino también su libertad frente a las limitaciones clásicas derivadas de autores como Ovidio, Tucídides y Virgilio. «Lee Sindbad y te cansarás de Eneas», declaró una vez Horace Walpole, el novelista gótico del siglo XVIII.
Lo mismo ocurre con Paraguay. Olvídese de todas las lecturas supuestamente empíricas de Barco Centenera, Félix de Azara y los hermanos Robertson, e intente profundizar en las historias para encontrar nuevos significados quizá nada evidentes si llevamos anteojeras occidentales en los ojos. En ese mundo, las Zunys Castiñeiras y las Ñatas Legales pueden tener mucho más que contarnos acerca de la historia paraguaya que cualquier compilación de informes estatales sobre la construcción del complejo hidroeléctrico de Itaipú. De hecho, podríamos preguntarnos si esas dos damas no habrán relatado a sus respectivos amantes cuentos brillantes noche tras noche para posponer indefinidamente su caída en desgracia política o su ejecución (como hizo Sherezade contándole historias al sultán Shahriar).
Incluso si tal narración nunca sucediera, la estructura novedosa de la exposición podría tentar a los futuros historiadores de Paraguay. Ya nos han advertido del peligro que esto implica, por supuesto. El sociólogo palestino Edward Said señaló, en su controvertida obra Orientalism, que la preferencia por una interpretación exótica de las sociedades de ciertas partes del mundo –él estaba pensando en el Medio Oriente islámico– puede enmascarar una intención imperialista. La afirmación de Said siempre fue discutible. Pero incluso si su interpretación fue exagerada, podríamos valernos de ella para ver si sucedió algo similar con Paraguay. Por ejemplo, ¿qué vamos a hacer con la forma en la que el escritor británico del siglo XIX William Hadfield eligió comentar, a la muerte del Supremo Dictador, en 1840, que todas las miradas de la comunidad mercantil de Buenos Aires se habían dirigido con avaricioso entusiasmo a la «fabulosa tierra de hadas del Paraguay, custodiada durante tanto tiempo por ese maravilloso ogro, [el doctor] Francia» (1).
En este contexto, podríamos preguntarnos si la elección de Hadfield de una redacción seductora para referirse a Paraguay sumó atractivo al país para los inversores extranjeros. ¿O quizás funcionó en contra, a largo plazo? Las historias de Sherezade, ¿sirvieron a los intereses del sultán, o facilitaron su «conquista»? ¿Sonrió Paraguay coquetamente y reveló su sexy tobillo, seduciendo al mundo exterior, suplicó su conquista por hombres barbudos llegados de España?
En el uso norteamericano, el término «oriental» se reserva generalmente para el Lejano Oriente, es decir, Japón, China, Corea, Indonesia, la India, Vietnam, etc. En el uso europeo, sin embargo, el Oriente comenzó en la costa este del Mediterráneo. Los paraguayos nunca han privilegiado claramente un uso sobre el otro. Además, en Paraguay el término puede usarse en un sentido bastante diferente, para la porción de la República al este del gran río, incluyendo todo excepto los territorios del Gran Chaco. Tengamos en cuenta también que Ciudad del Este, que se encuentra en el extremo este del país, está notablemente poblada por gente del Medio Oriente (libaneses, sirios y algunos iraníes), así como por taiwaneses y coreanos. La teoría de que terroristas de Hezbollah radicados en Ciudad del Este fueron responsables del atentado de 1994 contra la Asociación Mutual Israelita Argentina en Buenos Aires muestra con qué facilidad este Oriente del Paraguay puede superponerse, y de hecho se superpone, al Oriente tradicional de la sección más violenta del Levante. Uno se pregunta cómo habría relatado Sherezade esta historia particularmente compleja y trágica.
Con todas estas definiciones flexibles de Oriente en constante consideración y revisión, no es de extrañar que desde la época de Voltaire los extranjeros consideraran a Paraguay parte de ese extraño mundo de maravillas omnipresentes y entrelazadas. Y, sin embargo, para los paraguayos Oriente existe principalmente como un «Otro» interno. Recordemos que los residentes coreanos y chinos de Asunción suelen ser considerados forasteros por aquellos paraguayos que se apellidan Benítez, González o Centurión. Aunque los japoneses de La Colmena, por el contrario, ya rara vez se cuentan como forasteros, probablemente porque han cultivado la tierra del departamento de Paraguarí desde 1936.
Mi experiencia me dice que, en la mayoría de los aspectos, los paraguayos son tolerantes incluso cuando podría parecer que los hechos indican lo contrario (a veces, por ejemplo, miran a los norteamericanos con lo que equivale a una imparcialidad inmerecida). Y esta tolerancia ciertamente se extiende a muchos aspectos de la cultura «oriental». Recuerdo muy bien los tallos rotos de la hierba de pachulí entre las sábanas de una quinta que, en los viejos tiempos, visité en Caacupé. También recuerdo cuando el Gran Hotel del Paraguay ofreció una Noche de Arroz Hindú, y los lugareños de toda la ciudad vinieron a disfrutar de la inusual comida. Y cuando en Cinarama, cerca de Pettirossi, los asuncenos acudieron a probar los huevos milenarios. Y evidentemente les agradaron. Heterei.
De modo que, al parecer, los paraguayos están tan intrigados por el enigmático Oriente como otros pueblos. De hecho, los paraguayos a veces ven a los asiáticos que entre ellos viven tan llenos de misterio y exotismo como el Cándido de Voltaire veía a los paraguayos. Creo que entiendo la razón. Al igual que otros pueblos, los paraguayos se sienten atraídos por lo inusual, lo raro, lo curioso. Este interés no es, como sostenía Edward Said, disfraz de tácticas imperialistas; uno se pregunta qué habría dicho otro palestino, el señor Humberto Domínguez Dibb, ante esa afirmación tan tonta. Sospecho que habría dicho que la razón por la cual los paraguayos fueron al Cinarama, al Arroz Hindú del Gran Hotel y al Monte Líbano de la Avenida España es que la comida es buena. Tan simple como eso.
Y permítanme una última observación sobre cómo Oriente se insinuó de manera inesperada en la cultura de Paraguay y afectó la interpretación histórica del país. Recordemos cómo el explorador británico Richard Francis Burton había asombrado al mundo a mediados de la década de 1850 cuando se disfrazó de derviche para visitar la Meca, la ciudad santa de los musulmanes, cuyo acceso estaba prohibido a los no creyentes. Burton escribió un brillante diario de viaje sobre su atrevimiento en Arabia y su amor por la civilización oriental. Casi treinta años después, amplió ese amor con los dieciséis volúmenes de su propia traducción de Las mil y una noches, que todavía se considera una versión clásica, aunque bastante provocativa, de las muchas historias de Sherezade. ¿Y qué hizo en los años que mediaron entre estos dos logros literarios? Llegó a Sudamérica durante la Guerra Guazú y escribió otra memoria, las Cartas desde los campos de batalla de Paraguay. Estoy argumentando aquí que la interpretación de Burton de Paraguay fue plenamente influenciada por Oriente, y que Oriente a su vez fue plenamente influenciado por Paraguay.
Como diría Alicia en las Aventuras en el País de las Maravillas: «más y más curioso». Así es el Oriente; así es Paraguay.
Notas
(1) William Hadfield, Brazil, the River Plate, and the Falkland Islands (Londres, 1854), p. 305.
*Profesor emérito, Universidad de Georgia