Viajar en el tiempo: de los dioramas a los videojuegos

Cómo el viejo deseo de visitar el pasado inspira el juego y el arte a lo largo de la historia.

John Martin: El festín de Baltasar (Belshazzar’s Feast), c. 1821.
John Martin: El festín de Baltasar (Belshazzar’s Feast), c. 1821.Gentileza

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La antigua guerra que la orden de los templarios y la hermandad de los asesinos libran en diferentes lugares y épocas es el tema central de los videojuegos de la franquicia Assassin’s Creed. No es raro, por ello, que desde la primera entrega, del 2007, hasta la más reciente, Assassin’s Creed: Valhalla, del 2020, uno de los puntos fuertes de la saga sea el realismo en la reconstrucción de escenarios históricos. También para el pintor inglés del siglo XIX John Martin ese realismo fue un factor de éxito, y tan bien se vendían las reproducciones de sus cuadros que era difícil no encontrarlas en todas partes –de hecho, las hermanas Brontë crecieron con una copia de su Festín de Baltasar colgada en una pared de la casa paterna.

Proyectadas sobre grandes telas y animadas mediante ingeniosos juegos de luz artificial, las creaciones de Martin fueron auténticos espectáculos de masas. Una versión de doscientos metros cuadrados del mencionado Festín de Baltasar fue montada en el British Diorama en 1833 (sin pagar a Martin, que intentó cerrar la exhibición con una orden judicial), y otro diorama de la misma imagen fue expuesto en Nueva York en 1835. Pero el enorme éxito de público de Martin estuvo en relación inversa a su reputación como artista «serio».

En el Festín de Baltasar, tremenda escena de destrucción pintada en 1821, Martin utilizó la luz y la perspectiva para crear en el espectador la ilusión de que está dentro del cuadro en vez de encontrarse a salvo, mirándolo desde afuera, y aunque hoy podemos percatarnos de que su representación de la Babilonia del siglo VI antes de nuestra era no es rigurosa, era la más precisa que permitían los conocimientos históricos y los hallazgos arqueológicos de las primeras décadas de un siglo durante el cual ambos campos de investigación avanzarían a gran velocidad.

Tan velozmente avanzaron, que eso podría explicar en parte la aceptación, solo unos años después, del holandés Lawrence Alma-Tadema por parte de las mismas élites artísticas que se habían resistido a tomar en seria consideración las obras de Martin.

(Sin embargo, aunque Martin no tuvo el aprecio general de dichas élites, lo apreciaron H. G. Wells, Heine y Verne, además de las ya citadas hermanas Brontë, entre otros.)

Alma-Tadema, menor que Martin, tuvo a su alcance más excavaciones arqueológicas y más conocimientos sobre para qué, en qué lugares y circunstancias, de qué manera y por parte de qué sectores sociales se utilizaban en cada periodo histórico los objetos encontrados en ellas. Pero también John Martin supo –como Alma-Tadema, con la fantasía en una mano y la historiografía en la otra– invitar al espectador a cumplir un sueño tan antiguo como la humanidad: cruzar las barreras del tiempo, viajar a través de las edades, visitar sociedades desaparecidas. Para crear esa ilusión de realidad, ambos pintores revivieron con lujo de detalles mundos enteros ya extintos. Hoy vemos ese tipo de detalles con extrema precisión en cada entrega de Assassin’s Creed. Es como un Google Street View del pasado. Y, como el ficticio dispositivo Animus de la saga, si bien no nos trasladan al pasado físicamente, nos prometen que lo viviremos con tanta intensidad «como si» estuviéramos allí. Ese «como sí» con el cual los cuadros de John Martin y Lawrence Alma-Tadema sedujeron al siglo XIX.

juliansorel20@gmail.com

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