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Si hace poco hablamos de San Valentín, hoy debemos hacer alusión a San Genaro –originalmente, Gennaro–, aquel otro mártir italiano, muerto en el año 305, luego de una larga y cruel persecución por parte de Diocleciano y Maximiano. Obrador de múltiples e inexplicables prodigios, hasta hoy cada 19 de setiembre, en el santuario de Nápoles, centenares de fieles son testigos del reiterado fenómeno de la licuefacción de la sangre del santo. Por casi cuatro siglos, Gennaro nos viene indicando con ese gesto milagroso el sentido mismo de la inmortalidad a través de la fe.
Quiso el inquieto destino que nuestro buen amigo Tito Pappalardo fuera bautizado con ese nombre milagroso, lo cual nos invita a la analogía inevitable de su propia reinvención y vigencia luego de tantos años vividos de la manera más intensa, y sobre todo vanguardista. Es que nuestro Genaro, al igual que su santo homónimo, parece licuar también su sangre de tanto en tanto, renovándose siempre con nuevas vivencias y aventuras que ahora se decidió a volcar en un libro, por lo menos parcialmente.
Así lo fue desde muy joven, cuando se atrevió, en la pueblerina Asunción de aquellos años 60 y 70, a la siempre arriesgada actitud de ser diferente, de vestirse y pensar distinto, y sobre todo de escuchar una música extraña que –proveniente de la lejana Inglaterra– sacudió los cimientos del mundo entero. Al ritmo de los Beatles y de los Rolling Stones, Tito y algunos de sus congéneres locales acompañaron una revolución estética y del pensamiento que se completó luego con el cine, la literatura, la pintura, el teatro y muchas otras expresiones extraordinarias de aquellos años. Una época particularmente prolífica y fructífera en las artes en todo el mundo.
Lo bueno es que por fin nuestro héroe doméstico se animó a plasmarlo en un libro, recientemente publicado por la Editorial Servilibro, de Vidalia Sánchez. Es un volumen breve que nos deja con las ganas de seguir leyendo –la mejor señal que nos puede enviar cualquier pieza literaria–, escrito de manera simple pero muy amena, con la que su autor nos permite colarnos por un rato, cual intrépidos polizones, en un navío que viaja a través del tiempo.
Allí aparecen desde el primer amor furtivo, hasta los años de esplendor de la floreciente noche asuncena de fines de los 70, pasando, por supuesto, por las labores más formales de la diplomacia profesional –el autor es nada menos que embajador ante el Reino Unido de Gran Bretaña–, hasta rescatar visiones más íntimas de lo vivido en todo este tiempo.
Tito recuerda el África, el 648 y el Safari’s, templos nocturnos de aquel tiempo, hasta desembocar en la grandiosidad inocultable del Caracol, «la catedral del ruido», pero tampoco evade algunos rasgos grotescos de esa época, como la infame operación tijera, o el disparatado Edicto número 3.
Página tras página, nos metemos en la intimidad de aquellos años de vinos y rosas, sin excluir a las dos mujeres que marcaron su existencia, madres de sus tres hijos, Clota y Romina, casi una analogía inevitable de Cinthya y Yoko Ono Lennon, dos de las musas sobre las que forjamos nuestra propia concepción del amor y la vida en pareja quienes vivimos nuestras existencias bajo el influjo omnipresente de los Beatles.
Fiel a su vocación diplomática, el autor de Memorias de Tito y unos cuentos nos relata algunas historias sueltas en las que aparecen excancilleres: Luis María Argaña, Horacio Nogués y Pate Frutos Vaesken, pasando por embajadores muy recordados, como Marcos Martínez Mendieta o Hugo Saguier Caballero, hasta llegar a sus recordadas misiones en Washington D. C. –en donde lo visité por primera vez–, Nueva York, Florencia, Bombay y, más recientemente, Londres.
Tampoco se obvia el tiempo transcurrido en la siempre delicada conducción del Ceremonial de Estado, puesto en el que sucedió nada menos que al celebre y polémico Teruco Pappalardo, a la sazón su tío y referente obligado. Fui testigo de la flagrante ambivalencia del Tito bonvivant nocturno, que se retiraba del Blues-Bar a altas horas de la madrugada para reaparecer un poco después dirigiendo con su prestancia habitual algún acto oficial de alto nivel.
La verdad es que el esperado libro de Tito nos deja con las ganas de mucho más. Hasta nos da la impresión de que calló pícaramente mucho más de lo que contó. La sola experiencia del Piccadilly-Pub que emprendió con Ricardo Valiente, por ejemplo, ameritaría un capítulo especial, pero es muy probable que el autor haya optado por el consejo siempre saludable de la brevedad.
De todos modos, no debiéramos descartar próximos volúmenes que nos permitan seguir buceando en nuestro propio pasado cercano de la mano de un protagonista central de aquellos años de muchas alegrías, pero también de alguna que otra angustia e incertidumbre.
Fue lindo haberlo vivido para poderlo leer.